Historia de los griegos (20 page)

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Authors: Indro Montanelli

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BOOK: Historia de los griegos
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Sócrates, que miraba mucho dentro de sí, pero hablaba poco de ello, se definió como un «tábano». Y lo fue, en un sentido nobilísimo, pues con su manía de escrutar en el fondo de las almas y de las cosas no dio paz a nadie, como se dice hoy. Su progenitor había sido un modesto escultor, acaso poco más que un picapedrero, por bien que después se le han atribuido, no sabemos con qué fundamento, las tres Gracias que se elevan junto a la entrada del Partenón. Aun cuando el hijo continuase a ratos perdidos el oficio, volviendo de vez en cuando a modelar el mármol o la piedra, sentíase más próximo a la madre, que había sido comadrona. «Pues —decía medio en broma, medio en serio— también yo ayudo a parir a los demás: no hijos, sino ideas.»

Ésta era de hecho su verdadera vocación y fue su única actividad durante toda su vida. Nos es fácil suponer que sus progenitores no estuvieron entusiasmados con ello. Debieron confundir la repugnancia de aquel chico para con la escuela y el trabajo y su inagotable pasión de dar vueltas por la plaza y las calles escuchando lo que la gente decía, interrogándola, aguijoneándola, con una forma de holgazanería que no prometía nada bueno. Y, ciertamente, no era éste el mejor medio de labrarse una posición.

Pero el hecho es que Sócrates no se inclinaba por una posición. Ño era rico, pero tampoco pobre del todo, pues a la muerte del padre heredó de éste la casa y setenta minas, algo así como cuatro millones de liras, que confió a su amigo Critón para que las invirtiese. Contaba vivir de la renta porque tenía escasas necesidades. Aristóseno de Tarento cuenta haber oído decir a su padre, que le conoció personalmente, que Sócrates era un ignorante borrachín cargado de deudas y dado a los vicios. Efectivamente, la sola educación que había cuidado había sido la militar y deportiva. Llamado a las armas cuando la guerra del Peloponeso, se había mostrado buen soldado, resistente, disciplinado y valeroso. En la batalla de Potidea, fue él quien salvó la vida a Alcibíades, mas no lo dijo para no comprometer la medalla al valor que había sido concedida a su joven amigo. Y en Delio, contra los espartanos, que además eran soldados no fáciles de domeñar, fue el último de los atenienses que cedió terreno. Debía de tener pasta de
grognard
y de alpino. Y hasta el busto que le representa, y que se halla en el museo de las Termas en Roma, nos sugiere la misma impresión.

Ño era ciertamente guapo, al menos en el sentido griego de la palabra. La gruesa y larga nariz, los labios carnosos, la frente pesada, la mandíbula maciza nos hacen pensar en ascendencias campesinas. Alcibíades, el descarado, le decía riendo: «Ño puedes negar, Sócrates, que tu facha semeja la de un sátiro.» «Llevas razón, y además tengo también la panza. Tendré que ponerme a danzar para reducir sus proporciones.»

Es muy posible que el padre de Aristóseno hubiese inducido la gandulería de Sócrates de su aspecto chabacano y del desaliño de su persona. Iba siempre vestido, tanto en invierno como en verano, con el mismo quitón manchado y remendado. Empinaba el codo a menudo y gustosamente. Y Xantipa, su mujer, decía que no se lavaba.

Esta Xantipa ha pasado luego a la posteridad como la personificación de la esposa quejicosa y murmuradora, exigente y asfixiante. Y es natural que así sea, pues la biografía, es más, las biografías de Sócrates las escribieron sus amigos y discípulos, que la detestaban, y a quienes ella detestaba porque se le llevaban al marido. Efectivamente, Sócrates no se preocupaba mucho de la familia. Ño entregaba un real porque no lo ganaba, y estaba ausente de casa días y noches. La pobre mujer llegó a tal extremo de exasperación, que presentó una denuncia contra él por negligencia en sus deberes y le arrastró ante el tribunal. Sócrates, en vez de defenderse a sí mismo, la defendió a ella. Y no sólo delante de los jueces, sino también delante de sus indignados discípulos. Dijo que, como esposa, tenía perfecta razón, y que era una buena mujer, que hubiera merecido un marido mejor que él. Pero, una vez absuelto, reanudó sus hábitos extradomésticos y no siempre inocentes del todo.

Pues no se limitaba a frecuentar el salón intelectual de Aspasia, sino también la casa de Teodata, que era la más célebre prostituta de Atenas.

Todos le apreciaban porque siempre estaba de buen humor, no se ofendía por nada, y decía las cosas más abstrusas con las palabras más sencillas. Tenderos y comerciantes le saludaban familiarmente cuando pasaba por la calle, seguido por el cortejo de sus discípulos. Se paraba ante los escaparates y decía, maravillado: «¡Fíjate cuántas cosas necesita hoy día la Humanidad!» Hasta en las casas más empingorotadas donde le invitaban a comer, estaban habituados a sus pies descalzos, pues entre las cosas que él no necesitaba figuraban también los zapatos.

Ño se sabe qué escuelas había frecuentado: tal vez ninguna. Y si se llegase a descubrir que ni siquiera aprendió a leer, no me asombraría. Puesto que, siendo de naturaleza sedentaria, no había siquiera viajado, y su cultura debió de ser exclusivamente el fruto de meditaciones y de conversaciones con los intelectuales de su tiempo. Platón ha descrito sus encuentros con Hipias, con Parménides, con Protágoras y con muchos otros filósofos de aquella época. Probablemente no tuvieron jamás lugar. Parece ser que, personalmente, Sócrates solamente conoció a Zenón, en cuya dialéctica se apoyó algo. En cuanto a Anaxágoras, que con seguridad le influyó, tuvo contactos indirectos con él a través de Arquelao de Mileto, que fue discípulo de Anaxágoras y maestro de Sócrates.

Por lo demás, el método que Sócrates siguió excluye la consulta libresca. Él se había propuesto dos problemas fundamentales que ninguna biblioteca ayuda a resolver: ¿Qué es el bien? ¿Y cuál es el régimen político más adecuado para alcanzarlo? La fascinación de su enseñanza consistía en esto: que, en vez de subir a la cátedra para comunicar a los demás sus ideas, declaraba no tenerlas y rogaba a todos que le ayudasen a buscarlas. «Yo —decía— me considero el más sabio de los hombres porque sé que no sé nada.» Y de esta premisa, que era a la par modesta e inmodesta, partía todos los días a la conquista de alguna verdad, haciendo preguntas en vez de dar respuestas. Escuchaba pacientemente las de sus alumnos y luego comenzaba a poner objeciones: «Tú, Critón, que hablas de virtud, ¿qué entiendes por esta palabra?» Sócrates no se cansaba nunca de exigir conceptos precisos, formulaciones claras. «¿Qué es esto?», era su pregunta preferida, se hablase de lo que fuere. Y cada definición la pasaba por la criba de su ironía para mostrar su falacia o que no era adecuada. Era propiamente un incorregible «tábano», nacido para sacudir todas las certidumbres de sus auditores que a menudo montaban en cólera y se le rebelaban. «¡Por los dioses! —gritaba Hipias—. Es muy fácil ironizar sobre las respuestas ajenas sin dar las propias. ¡Yo me niego a decirte lo que entiendo por justicia, si no me dices antes qué entiendes tú!» Aristófanes, más tarde, satirizó en una comedia.
Las nubes,
lo que él llamaba «la tienda del pensamiento», donde, según él, se aprendía tan sólo el arte de la paradoja, presentando a un discípulo de Sócrates que pega a su padre y después sostiene la legitimidad de su acto diciendo que lo ha realizado para pagar la deuda contraída cuando su padre le había pegado a él. «Deudas son deudas. Hay que devolver todo lo que se ha recibido.»

Platón cuenta que Sócrates resolvió, un día, invertir los papeles y ser él quien respondiera, en vez de interrogar. Mas luego desistió, diciendo: «Tenéis razón al acusarme de suscitar dudas en vez de ofrecer certezas. Pero, ¿qué queréis hacerle? Soy hijo de una comadrona: habituado a hacer parir, no a procrear.»

Contaremos más adelante cómo y por qué le condenaron a muerte. Dícese que, en parte, el responsable fue Aristófanes por aquella comedia satírica suya. Nos parece difícil porque la condena fue dictada veinticuatro años después de la primera representación. Sin embargo, los motivos aducidos en el veredicto fueron los que habían inspirado la comedia a Aristófanes. Sócrates, para inventar la Filosofía, de la cual ha sido el verdadero padre, tuvo necesidad de afirmar el derecho a la duda, o sea de sacudir toda clase de fe. No creemos en absoluto que hubiese tenido como finalidad únicamente o, sobre todo, la democracia. Creemos que
también
sometió la democracia a la crítica que le era habitual. De su «tienda» salió de todo: un idealista como Platón, un lógico como Aristóteles, un escéptico como Euclides, un epicúreo anticipado como Arístipo, un aventurero de la política como Alcibíades, y hasta un general y profesor de historia como Jenofonte. Es natural que en un laboratorio tan vasto se hubieran producido venenos contra el régimen democrático que hizo posible su creación y su funcionamiento.

Sócrates, reconociendo en trance de morir que la democracia tenía razón al darle muerte, pronunció un acto de fe democrático. Mas por ahora dejémosle vivir, pasear y hablar por las calles y en la plaza de su Atenas.

CAPÍTULO XXVI

Anaxágoras y la «fantaciencia»

Cuando Anaxágoras, oriundo de Clasomene, llegó a Atenas en 480 antes de Jesucristo por invitación del almirante Jantipo que le había elegido como profesor de su hijo Pericles, tenía apenas veinte años, y tal vez quedóse un poco desilusionado, no de la ciudad en sí, que debió de parecerle maravillosa, sino por las atrasadísimas condiciones en que encontró los estudios científicos, o, mejor dicho, por su desequilibrio.

En realidad, en Atenas, como por lo demás en toda Grecia, hasta aquel momento había progresado solamente la Geometría, no como instrumento de realizaciones prácticas, sino como pretexto de especulación abstracta. Los atenienses no recurrían a ella para construir puentes y acueductos, de los que jamás sintieron la necesidad, sino para juguetear con su lógica deductiva. En efecto, no se dedicaron a ella los ingenieros, sino los filósofos, especialmente los que procedían de la escuela de Pitágoras, y el problema que más les atrajo fue la cuadratura del círculo.

Las Matemáticas, en cambio, se habían quedado en las «astas», y no es una manera de hablar: un asta era 1, dos astas era 2. Para el 10 y los múltiplos de 10 se usaban las iniciales de la palabra equivalente: d-
deka,
h-
hekato,
etc. La mente griega no imaginó jamás el cero, el más necesario de todos los números. Personas que hablaban con gran competencia de «fenómenos» y de «noúmeno», de planos y perspectivas, cuando se trataba de hacer la más elemental suma o división tenían que recurrir a un formulario, porque por sí mismas no lograban sacarlas y si además era cuestión de fracciones, renunciaban sin rebozo. Sólo con mucha fatiga aprendieron de los egipcios a contar por decenas y de los babilonios a contar por docenas. Pero, por su cuenta, no dieron ningún paso adelante.

Otro campo en el que la ciencia estaba en los primeros balbuceos era la Astronomía; basta ver, para darse cuenta, cómo habían redactado el calendario. Para empezar, cada ciudad tenía el suyo y señalaba el comienzo del año cuando le acomodaba. Es más, hasta los nombres de los meses eran diferentes, porque tampoco sobre este punto los varios Estados griegos habían logrado ponerse de acuerdo. Atenas se había quedado poco más o menos en el sistema de Solón, que había dividido el año en doce meses de treinta días cada uno. Y dado que de tal manera, al final del año, faltaban cinco, cada dos años se añadía un decimotercer mes para recuperarlos. Pero de esta manera, en cambio, acababan con días de más. Entonces el año fue vuelto a dividir en meses alternos de treinta y treinta y un días. Y para eliminar el pequeño pico que de tal modo quedaba, se estableció saltarse un mes cada ocho años.

La razón de este atraso, además de la alergia que los atenienses mostraban por las matemáticas, era debida a la superstición, de la que ellos se burlaban de palabra, pero que de hecho les aprisionaba. En todas las sociedades y en todos los tiempos la Astronomía ha sido la primera enemiga de la génesis, como quiera y por quien fue revelada. Lo era particularmente en la Grecia antigua, donde la génesis metía la nariz también en el árbol genealógico de los individuos, remontándolo a algún dios o diosa. Ahora bien, mientras en Tebas, Filolao el pitagórico podía hasta predicar que la Tierra no era en absoluto el centro del universo sino tan sólo un planeta entre los muchos que giraban en torno de un «fuego central», porque en aquella ciudad no había nadie que le comprendiese y, tal vez, ni menos quien le escuchase, ni siquiera los sacerdotes, en Atenas, de un discurso semejante todos habrían aprehendido las implicaciones y preguntado al autor cómo hacía para conciliario con Zeus y toda la cosmogonía que de ello se derivaba. El mismo Pericles no se había atrevido a abolir la ley que prohibía, como contraria a la religión, la Astronomía.

No sabemos si Anaxágoras había frecuentado escuelas. Pero, curioso como era de las cosas celestes más que de las terrenales, seguramente había recogido las nuevas ideas que, sobre el cielo, circulaban ya como un polen por el aire de toda Grecia. Demócrito de Abdera iba diciendo que la Vía Láctea no era más que polvillo de estrellas y, en Agrigento, Empédocles insinuaba que la luz de los astros empleaba determinado tiempo para llegar a la Tierra. Parménides de Elea exponía graves dudas sobre que la Tierra es plana y más bien se inclinaba a creer que fuese redonda, y, en Chíos, Enópidas preanunciaba la oblicuidad de la elipse.

Entendámonos bien; no eran más que intuiciones, casi siempre formuladas con un lenguaje vago y entremezclado de las más descabelladas afirmaciones. Y tenemos la sospecha de que su valor científico ha sido exagerado por los historiadores modernos. Para convertirse en descubrimientos verdaderos tuvieron que esperar los instrumentos de cálculo que la Humanidad elaboró en los siguientes dos mil años y que permitieron a Copérnico y a Galileo fundamentarlos sobre bases experimentales. De momento, todos aquellos astrónomos que merodeaban por Grecia mirando hacia lo alto no eran más que unos Paneroni más geniales y de exuberante fantasía, que se sacaban las ideas de la cabeza sin acompañarlas de ningún elemento de prueba.

También Anaxágoras lo fue. Y si por una parte merece el título de «padre de la Astronomía» por la exactitud de algunas de sus predicciones, por otra le corresponde el de «inventor de la fantaciencia» por las arbitrarias ilaciones que de ella dedujo, como cuando afirmó que los otros planetas son habitados, como la Tierra, por hombres en todo semejantes a nosotros, que construyen ciudades y casas como nosotros y que como nosotros aran sus campos con bueyes.

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