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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (21 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Era un curioso hombre quimerista y charlatán, que por las estrellas descuidó su patrimonio y no hablaba más que de ellas. Partía del concepto de que no hay necesidad de invocar nada sobrenatural para explicar lo natural. El cosmos, decía, se había formado del caos a consecuencia de un remolino que había separado con su fuerza centrífuga los cuatro elementos fundamentales: el fuego, el aire, el agua y la tierra, de cuyas combinaciones dependen las formas orgánicas. En su consecuencia, de la Tierra se habían desprendido pedruscos y fragmentos de rocas que, reaspirados en un éter incandescente, ahora ardían en el aire y eran estrellas. La mayor, el Sol: grande, decía Anaxágoras, como el Peloponeso multiplicado por cuatro o por cinco. Mientras giran, esas estrellas permanecen en el aire. Cuando se paran, caen y se tornan meteoritos. Hasta la Luna tiene el mismo origen. Es la más cercana a la Tierra, que de vez en cuando se interpone entre ella y el Sol produciéndose así los eclipses.

La Tierra gira enfundada en una envoltura de aire, cuya rarefacción y condensación son la consecuencia del calor solar y la causa de los vientos. Éste era sin duda, para aquellos tiempos, un buen descubrimiento, pero Anaxágoras lo estropeó bastante añadiendo que el rayo es debido a la fricción de dos nubes, en tanto que el trueno queda determinado por su colisión. En cuanto a la vida, ésta se halla dotada de los mismos elementos para todos los animales, que se diferencian sólo por dosis y relaciones diversas. El hombre se ha desarrollado mejor que todos los demás porque su posición erecta le da —hay que decirlo— mano libre, o sea dispensada de las tareas de locomoción.

Como se ve, el sistema de Anaxágoras es una chapuza en la que, si se quiere, se hallan mezclados juntamente Galileo y Darwin, pero también los «tebeos» y los filmes sobre marcianos. Pero tenía, respecto a las leyes de Atenas, un pequeño defecto: el de no citar jamás a Zeus, como si en toda esa evolución no tuviese nada que ver. Anaxágoras, cuando quiso condensarlo en un libro, que también se llamó
Sobre la naturaleza,
se dio cuenta de ello, e introdujo, como padre del vórtice que había dado origen al Universo, un
nous,
es decir, una mente que, ante los jurados, podía también haber hecho pasar por el Padre Eterno. La citaba continuamente, hasta conversando, tanto, que los atenienses, para mofarse de él, le apodaron
nous,
y así le apostrofaban cuando pasaba por la calle: «¡Hola,
nous...!
¿Qué tiempo,
nous,
hará mañana?»

Acaso
nous
lo hubiese pasado bien de no haber sido tan amigo de Pericles y de no haber frecuentado el salón de Aspasia: privilegio que, en aquella democracia entretejida de envidias, se pagaba caro. Un día, durante un sacrificio, cayó en manos de los augures un carnero con un solo cuerno. Los sacerdotes oficiantes en la ceremonia vieron en ello algo sobrenatural. Y Anaxágoras, que con lo sobrenatural no quería saber nada, les puso en berlina delante de todo el pueblo haciendo decapitar al animal y demostrando que el único cuerno había crecido debido sólo a que el cerebro se había desarrollado irregularmente en el centro de la frente en vez de a ambos lados.

Cleón, el adversario de Pericles, vio en ello una excelente ocasión para atraerse al clero burlado, insinuándole al oído que el famoso
nous
era una excusa inventada por el filósofo para no pagar aduanas y hacer contrabando de herejía. Anaxágoras fue acusado de impiedad ante un verdadero tribunal de la Inquisición, que se puso a espulgar su libro, por bien que toda la parte culta de Atenas fuese entusiasta de él y lo considerase su obra maestra. Efectivamente, el
nous
de pegote puesto en el último momento, poco tenía que ver. En negro sobre blanco estaba escrito que el Sol, considerado como dios por la religión oficial, no era sino una masa de piedras ardientes.

Sobre la continuación de los sucesos hay dos versiones. Según una de ellas, Pericles, viendo el caso desesperado, impelió a la huida a su viejo maestro. Según otra, confió en poderle salvar, le defendió ante los jueces y cuando éstos le hubieron condenado, preparó su evasión. Como fuere, lo cierto es que Anaxágoras se refugió en Lampsaco del Helesponto y que en tal ciudad vivió hasta los setenta y tres años enseñando filosofía. Cuando le hablaban de la condena a que los atenienses le habían sentenciado decía, moviendo la cabeza: «Pobrecillos, no saben que la Naturaleza les ha condenado también a ellos.» Pericles, que le había hecho a la par mucho bien y mucho daño, le envió bajo mano subsidios hasta el último momento.

CAPÍTULO XXIX

Las Olimpíadas

Sólo una vez cada cuatro años, aquellos griegos divididos en ciudades-estados en eterna pelea entre ellos, sentíanse hermanados por un vínculo nacional. Y este vínculo lo creaba el deporte con ocasión de los juegos de Olimpia.

«Así como el aire es el mejor de los elementos, como el oro es el más precioso de los tesoros, como la luz del sol sobrepasa cualquier otra cosa en esplendor y en calor, así también no hay victoria más noble que la de Olimpia», escribía Plutarco, «hincha» impenitente.

Como todas las demás ciudades griegas, también Olimpia tenía orígenes fabulosos que la vinculaban con las leyendas aqueas. El primero que la eligió como terreno de competición fue Saturno, que de joven, decía la mitología, batió allí varios
récords,
y que de viejo fue desafiado precisamente en el mismo lugar por el hijo de Zeus que quería su abdicación, y naturalmente se la dio. Después fue el turno de Apolo, que hizo de Olimpia el
ring
para sus encuentros de pugilato. Y, por fin, fue también allí donde Pélope ganó, con ayuda de Mirtilo y en menoscabo del
fair play,
la carrera de carros, la mano de Hipodamia y el trono de Enómaos.

El lugar era adecuado para hacer de él la sede de esas grandes reuniones deportivas nacionales: las secas rocas de Acaya le resguardaban de los vientos del Norte y los peñascos del Sur del siroco. Sólo la alcanza, tierna y sazonada de salobre, la brisa marina que otea suavemente el fondo de la llanura. La fecha de la fiesta era anunciada por mensajeros sacros, que se desparramaban por toda Grecia sembrando en ella un alegre tumulto. Miles y miles de «hinchas» procedentes de todos los rincones se ponían en marcha a lo largo de las siete carreteras que conducían a Olimpia, la principal de las cuales era la Vía Olímpica, camino arbolado que desde Argos hasta el río Alfeo discurría entre templos, estatuas, tumbas y bancales de flores. Podían encontrarse en él, del brazo, a diputados de izquierda atenienses y generales espartanos, e incluso grupos de filósofos en paz entre ellos. Pues, además de las masas, allí se daba cita toda la alta sociedad helénica olvidada por algunos días de sus diferencias y conflictos. Las ciudades mandaban pomposas embajadas de personalidades emperifolladas, que se dedicaban a observarse para ver quién llevaba el uniforme más hermoso, el cinto más fastuoso, los penachos más coloreados. Y había también muchas mujeres como en los concursos hípicos, que, más que a ver, iban a hacerse ver, porque de los espectáculos de competiciones estaban excluidas reglamentariamente. Sólo hubo un caso de transgresión; el de Ferénika de Rodas, la cual, por ser hija de un gran campeón de lucha y madre de otro campeón, pasaba por descendiente de Hércules. El ansia maternal la impulsó a disfrazarse de monitor y a colarse en el estadio con un grupo de atletas, para asistir al
match
de su hijo. Pero su partidismo la delató. Precipitándose, desgreñada, hacia el
ring
sobre el cual su retoño había puesto de espaldas contra el suelo al adversario, se le cayó el disfraz y fue reconocida. La ley era formal: la mujer cogida en falta tenía que ser pasada por las armas. Pero en favor de Ferénika, dícese, acudió a testimoniar desde el cielo el mismísimo Hércules, que era campeón del mundo y que la reconoció como de su progenie. La acusada fue absuelta. Mas, para impedir que el caso se repitiese, quedó prescrito que a partir de entonces, todos, atletas y entrenadores, se presentasen desnudos.

En el gran estadio, donde había sitio para cuarenta mil espectadores, el programa se iniciaba por la mañana, de amanecida, con un cortejo que surgía de uno de los vomitorios. Iban al frente los diez heladónicos, delegados que representaban los diversos Estados. Eran ellos quienes organizaban la fiesta. Envueltos en ropajes de púrpura, daban la vuelta a la pista y luego se situaban en la tribuna central, entre el cuerpo diplomático en pleno y los diputados y forasteros de alto linaje. Hércules en persona había fijado las dimensiones de la pista; doscientos once metros de longitud por treinta y dos de anchura. La primera competición era la más sencilla, pero también la más popular y ambicionada: la carrera de los doscientos once metros. Ensordecedores clamores se levantaban del público. Y una vez que fue ganada por uno de Argos, éste, en vez de pararse en la meta, siguió corriendo hasta su ciudad para ponerla al corriente de su triunfo: casi cien kilómetros y dos montañas cruzadas en el mismo día.

Seguía la carrera doble, o sea de cuatrocientos metros, y por fin el
dólico
o carrera de fondo: catorce kilómetros, como para quedar reventado. Luego se pasaba al atletismo pesado, con los luchadores, que han sido celebrados por la posteridad, a tenor de ciertas estatuas, como ejemplos de gracia y esbeltez. De hecho no debió de ser así. La Historia nos ha hecho llegar el nombre de un campeón, Milón, quien, al subir al
ring
con aire fanfarrón, lo primero que hacía para impresionar al público y a sus adversarios era atarse una soga al cuello y apretarla hasta asfixiarse. Pero no se asfixiaba. Por la presión de las venas endurecidas con el esfuerzo, lo que saltaba era la cuerda y los espectadores se quedaban pasmados. Se trataba de hombretones forzudos y basta. Otro, Crotón, queriendo arrancar un árbol, se le quedó una mano enganchada en una hendedura del tronco, y así inmovilizado los lobos le despedazaron. Un tercero, Polidamas, queriendo absurdamente apuntalar una roca que se desprendía, quedó aplastado por ella.

Seguía el pugilato, que no debía resolverse con caricias. Un anónimo epigramista apostrofó así a Estratofón, superviviente de un encuentro: «Oh, Estratofón, después de veinte años de ausencia de su casa, Ulises fue reconocido por su perro
Argos.
Pero tú, después de cuatro horas de sopapos, intenta volver a tu casa y verás qué acogida te hace el perro. Ni siquiera él te reconocerá.» Homero habla claramente de «huesos triturados», y tal vez en sus salvajes tiempos era verdad. Pero también el
Luchador
de Dresde, que es del siglo V, muestra una clase de «vendaje» como para darle miedo a Joe Louis: cuero reforzado con clavos y láminas de plomo.

Las primeras Olimpíadas terminaban aquí. Después, con los años y en vista del éxito, fueron prolongadas con las carreras de caballos en el hipódromo. Pausanias, que llegó a verlas, dice que la pista medía setecientos setenta metros y que la había hecho peligrosa Tarasipo, el demonio de los caballos, que acechaba en las vueltas. ¡Ni Tarasipo ni nada! Era el recorrido lo que la hacía insegura, como la del Palio en Siena. Una vez, de cuarenta jinetes que tomaron la salida, sólo uno llegó a la meta. Pero a los potros ganadores, como a los de Cimón y Feidolas, se les alzaban estatuas.

Después de la hípica, se volvía al estadio para el
pentathlon,
el más complicado y «distinguido» de los juegos. Para ser admitido en la competición había que ser ciudadano, pertenecer a la buena sociedad y tener «buena conciencia hacia los hombres y los dioses». El gran público acudía solamente por el gusto de «meterse» con los señoritos protagonistas. La prueba era combinada; salto, lanzamiento de disco, jabalina, carrera y lucha. «Todo el cuerpo, todas las fuerzas empeñadas: elegancia y robustez», decía Aristóteles, que era un empedernido «hincha» del pentathlon.

Pero el deporte, si bien constituía el pretexto, no agotaba las fiestas de Olimpia. En torno del estadio se improvisaba una especie de enorme Luna Park con tiro al blanco, sibilas baratas, comedores de fuego, tragadores de sables, mujer-cañón y tenderetes con turrón de almendras. Y para los invitados de gusto más refinado, había teatros, bailes, rinconcitos reservadísimos con hetairas de primera categoría y pantallas de color de rosa, y salas para conferencias y para espectáculos de vanguardia. Dado que el período de los festejos caía entre mayo y junio, las noches eran breves y tibias, y las damas podían exhibir sus escotes sin miedo a los resfriados. Mezclados con ellas, podíamos encontrar a Temístocles y Anaxágoras, Sócrates y Gorgias, tal vez en la inauguración de alguna exposición particular de pintores y escultores.

Llamaban a Olimpia «la ciudad santa», debido a las fiestas que en ella se celebraban. Mas no todo lo que se hacía allí en aquella ocasión era santo. Los mismos dioses combinaban buenos negocios con sus oráculos; y, con la excusa de la tregua, los hombres políticos intrigaban y hacían su propaganda. Menandro resume aquellas celebraciones con estas palabras: «Muchedumbre, intrigas, saltimbanquis, juerguistas y ladrones.» Sin embargo, estaban todos tan convencidos de su importancia que el año de su inauguración —el 776 antes de Jesucristo— es considerado como la primera fecha cierta y la que señala el inicio de la historia griega; Alejandro
el Magno
considera Olimpia como capital de Grecia y su padre Filipo, pese a su mal carácter, pagó humildemente una fuerte multa porque algunos de sus soldados habían molestado a los peregrinos que se dirigían a los juegos y que por la ley eran considerados como sagrados. Fue por culpa de la tregua de Olimpia que el pobre Leónidas quedóse abandonado, solo, con sus Trescientos, en las Termópilas, donde él y los suyos dejaron el pellejo. «Por los dioses —gritó con acento de admiración un soldado persa a su general—, ¿qué clase de hombres son esos griegos que, en vez de estar aquí defendiendo su país están en Olimpia defendiendo tan sólo su honor?» En realidad, si bien oficialmente no había premios y todos los atletas eran considerados como
amateurs,
los vencedores se enriquecían con donativos bajo mano por parte de sus respectivas ciudades; eran nombrados generales por las buenas; escultores y poetas como Simónides y Píndaro eran retribuidos por ensalzarlos en versos, en mármol, en bronce y a veces hasta en oro. Total, también entonces el «divismo» era desenfrenado.

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