Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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En 1915 se recrudecen las operaciones marítimas, hasta ahora muy limitadas, pues únicamente el enfrentamiento en el Atlántico de las flotas británica y alemana en noviembre-diciembre de 1914 se había resuelto en auténticas batallas navales, con resultados inciertos para ambas partes. El 18 de febrero de 1915 se dio un paso adelante cualitativo al declarar Alemania «zona de guerra» las aguas circundantes de las islas británicas y anunciar la destrucción de los barcos mercantes de los países enemigos, advirtiendo que también los navíos neutrales podrían ser atacados. Ante la firme protesta de Estados Unidos, el gobierno alemán rectificó la última disposición, ofreciendo garantías a los barcos de los países no beligerantes una vez verificada su nacionalidad, pero se había dado el primer paso hacia el recrudecimiento de la guerra naval, pues Francia y el Reino Unido replicaron decretando el bloqueo marítimo de Alemania y en la práctica no se respetó a los neutrales: a partir de marzo, los submarinos alemanes atacaron varios de estos navíos, entre ellos algunos que transportaban viajeros, causando la muerte a centenares de personas, entre ellas un buen número de ciudadanos norteamericanos. Estos hechos tuvieron amplio eco en la opinión pública mundial, cada vez más indispuesta hacia Alemania, e influyeron notablemente en la actitud de Estados Unidos.
Al comienzo de 1916 la guerra ha adquirido ya una considerable envergadura y, por su incidencia en la población civil, ha demostrado su carácter de acontecimiento novedoso, pero en el terreno estrictamente militar ninguno de los dos bandos ha conseguido resultados definitivos. En busca de ellos, los altos mandos contendientes deciden llegado el momento de lanzar una gran ofensiva contra el enemigo en occidente. Para los alemanes, la clave consiste en destruir al ejército francés mediante un ataque de envergadura en Verdún; para los aliados franco-británicos hacer lo propio con el alemán lanzando una gran ofensiva en el Somme. Los alemanes inician su plan en febrero. La ofensiva resulta espectacular por el empleo de medios materiales y humanos y su duración (131 días), pero los resultados desde el punto de vista militar fueron nulos, pues Alemania no consiguió acabar con el ejército enemigo ni romper el frente. Mientras se desarrolla la batalla de Verdún sucede en el frente oriental un hecho inesperado: en junio, el general ruso Brusilov lanza un ataque en un amplio frente de 150 kilómetros alrededor de Lutz obligando a los austro-húngaros a retroceder y a los alemanes a reforzar sus efectivos en el frente oriental. Aunque al final la ofensiva rusa debe paralizarse a causa de las carencias de material bélico, ha constituido un alivio en Occidente para el mando aliado, que en julio decide atacar a los alemanes por el Norte y el Sur del Somme con el objetivo de forzar su retirada. La batalla fue tan agotadora y mortífera como las otras, pero también fueron magros los resultados, pues no se logró romper el frente alemán. Coincidiendo con estas grandes operaciones terrestres, tiene lugar en Jutlandia la única gran batalla naval de esta guerra. El 31 de mayo se enfrentaron la flota alemana y el grueso de la británica. En la lucha participaron 250 navíos y se resolvió de modo favorable para los alemanes: sus pérdidas ascendieron a seis barcos y 2551 hombres, frente a los 12 navíos y 6094 marineros del enemigo. Pero, apunta Pierre Renouvin, el almirante alemán von Scherer fue consciente de que en esta ocasión la suerte le había ayudado y no se aventuró a enfrentarse de nuevo a la gran flota británica. A partir de ahora los acorazados alemanes no salieron de los puertos.
Las grandes operaciones de desgaste de 1916 demostraron una vez más que el desarrollo del conflicto no se ajustaba a las previsiones estratégicas de los mandos militares de ambos bandos. La nueva faz que iba tomando la guerra les superó ampliamente y cada operación era un fracaso, a pesar de que la población entera de los países beligerantes se puso a la completa disposición de sus ejércitos y procuró atender sus crecientes demandas de hombres y de material bélico, formuladas en cantidades hasta entonces impensables. En los frentes se reunieron masas ingentes de soldados, pero cada acción originaba espectaculares matanzas (sólo en la de Verdún murieron 240 000 combatientes del ejército alemán y 275 000 del aliado, y en la ofensiva del general Brusilov hubo más de un millón de bajas). Poco a poco fue decayendo el espíritu patriótico de 1914 y los pacifistas, sobre todo los socialistas, incrementaron sus protestas contra la «carnicería del frente». También crecieron las críticas hacia los respectivos gobiernos y hacia los jefes de los ejércitos, aunque la censura de prensa consiguió mitigarlas. En todos los países contendientes las masas quedaron imbuidas de una especie de sentimiento de resignación y, aunque mantuvieron su apoyo a la guerra, los acontecimientos bélicos les fueron demostrando día a día el clamoroso fracaso de su clase dirigente. Los soldados constataron que a pesar de los adelantos técnicos y de la utilización de armas novedosas, como los dirigibles, el gas venenoso y la artillería de precisión, sus jefes les obligaban a acometer al enemigo con rifles y bayonetas, lo que les hacía sumamente vulnerables y por eso caían a millares en el frente. Estos soldados y sus familiares que permanecían en retaguardia no dedujeron aún todas las conclusiones de este hecho, pero aunque fuera de manera subconsciente fue calando en ellos la idea de la incapacidad de sus dirigentes (en definitiva, la de la aristocracia, pues salvo escasas excepciones era esta clase la que nutría la cúpula del ejército y de los gobiernos). Una vez finalizada la guerra, las masas rechazarán en todas partes el control del poder por parte de la «vieja clase», pero durante su desarrollo no llegaron a tanto, aunque en los países más afectados por la crisis política provocada por el conflicto abundaron las deserciones. Así sucedió en Rusia, en plena efervescencia crítica hacia la autoridad en 1916, y en Austria-Hungría, donde muchos soldados pertenecientes a las minorías nacionales que integraban el imperio se percataron de la inutilidad de luchar por el mantenimiento de una estructura completamente caduca. Quienes percibieron de forma más clara el cambio de los tiempos y la crisis de autoridad fueron los socialistas, pero aunque intentaron transmitir el mensaje al resto de la sociedad, por de pronto fracasaron.
En septiembre de 1915 se reunieron en la ciudad suiza de Zimmerwald representantes socialistas de los países beligerantes de ambos bandos, entre ellos los exiliados socialdemócratas rusos Lenin, Trotski y Radek. Se aprobó un manifiesto contra la «unión sagrada» establecida por las fuerzas políticas de las naciones en guerra y se proclamó la necesidad de proseguir en la lucha de clases y acabar con la guerra, pero su repercusión fue muy limitada. Los dirigentes socialistas alemanes y franceses no publicaron el manifiesto en sus países y las masas en general lo acogieron con indiferencia o, simplemente, lo desconocieron. No obstante, en algunos países se convocaron manifestaciones contra la guerra, como la que tuvo lugar en París en diciembre de 1915, y se constituyó una Comisión de la Internacional Socialista encargada de hacer propaganda pacifista. En mayo de 1916 se reúnen de nuevo en Suiza, en la ciudad de Kienthal, los representantes de la II Internacional, aunque por Francia sólo asisten tres diputados socialistas que no representan oficialmente a su partido. La finalidad de esta segunda conferencia consistía en establecer medios prácticos para llegar a la paz. Como en Zimmerwald, Lenin consiguió la mayoría de votos y se aprobó una resolución instando a los obreros de los países beligerantes a rechazar toda colaboración con sus gobiernos y a emprender acciones «por todos los medios posibles» para acabar con la guerra. En este caso la idea pacifista alcanzó mayor repercusión, pero la censura logró mitigar el efecto del manifiesto internacionalista. El esfuerzo de los socialistas quedó, de momento, sin consecuencias, salvo en Rusia, donde la agitación política y social obtuvo avances considerables.
A finales de 1916, los progresos del pacifismo son evidentes en toda Europa. También es patente en todos los países contendientes la creciente impaciencia de la población, espoleada por las dificultades cotidianas provocadas por el desarrollo de la guerra. Los bloqueos marítimos, más intensos a medida que transcurren los meses, dificultan el abastecimiento y en todas partes sube el coste de la vida por encima de los salarlos, sobre todo en Alemania, donde estos últimos aumentaron un 25% entre 1914 y 1916, mientras que los precios de los alimentos se duplicaron. En los demás países sucede algo similar a causa del encarecimiento de los transportes y del incremento de los precios pagados a los países neutrales por los artículos de primera necesidad. El esfuerzo para suministrar material bélico al frente y garantizar la subsistencia de la población crea una situación financiera caótica. Todos los Estados emitieron papel moneda sin fondos de reserva suficientes y al mismo tiempo trataron de vender bonos al público con la esperanza, como ha resaltado Galbraith (1998, 39), de que el dinero así recaudado ocupara el lugar del gasto público. De este modo se incrementaba el ahorro inducido y los gobiernos podían adquirir los productos de guerra precisos sin aumentar la demanda total de bienes y servicios, con lo que se pensaba que se evitarían los efectos económicos negativos más importantes. Como se demostró al final de la guerra, también en este punto el fracaso fue clamoroso y la inflación no sólo no se contuvo cuando llegó la paz, sino que se incrementó. Para financiar la guerra, se subieron en todas partes los impuestos sobre la renta, los beneficios, las plusvalías y los artículos de consumo sin seguir un diseño coherente, pero tampoco este medio se demostró suficiente y hubo que recurrir al endeudamiento exterior. Francia y el Reino Unido solicitaron préstamos a Estados Unidos y a la banca Internacional, mientras que las colonias británicas (Canadá, Nueva Zelanda) y Rusia los solicitan a Francia y al Reino Unido. Alemania y Austria-Hungría tuvieron mayores dificultades para obtener dinero del exterior y acentuaron la presión fiscal. El hambre se dejó sentir en todas las ciudades, pero sobre todo en las de los imperios centrales, donde la población con menos recursos se vio obligada a recurrir a medios degradantes para obtener algún alimento y a partir de 1915 se impusieron las cartillas de racionamiento para los productos de primera necesidad.
La incidencia económica de la guerra fue dispar según los territorios y sectores sociales. En general, la producción agraria descendió en todos los lugares a causa de la leva masiva de campesinos y Alemania practicó la requisa de cosechas en los territorios ocupados, pero el incremento de precios favoreció a los propietarios agrarios, sobre todo a los franceses. También los obrero; industriales que permanecieron en la retaguardia vieron incrementados sus salarios y desapareció completamente el paro. La situación de las clases medias urbanas, sin embargo, empeoró de forma acusada en todas partes, sobre todo cuando era movilizado el cabeza de familia, la única persona que proporcionaba ingresos regulares. En Alemania, sobre todo, se extendió la sensación de que los obreros vivían mejor que los funcionarios del Estado, los profesionales liberales, los artesanos y los pequeños propietarios urbanos. La percepción de esta nueva «desigualdad social» provocada por la guerra adquirió dimensiones políticas debido al fortalecimiento de los sindicatos obreros, pues la necesidad de garantizar a toda costa la producción de material bélico propició que se otorgara a los sindicatos amplias facultades en las fábricas. Cuando a finales de 1916 el sindicalismo de inspiración socialista difundió los comunicados pacifistas de las conferencias de la II Internacional, las clases medias comenzaron a sospechar de un boicot obrero al patriotismo. Así nació la teoría de la «puñalada por la espalda», que tras la guerra gozó de amplia popularidad en Alemania y tuvo mucho que ver en la extensión del nazismo.
La convulsión social provocada por la guerra se notó de forma especial en las mujeres. Al principio la propaganda oficial las presentó como fuente de patriotismo para los maridos, novios e hijos. La mujer aparecía en los carteles publicitarios despidiendo con entereza a los hombres destinados al frente y al mismo tiempo dispuesta a proporcionar los hijos necesarios para reemplazar las pérdidas humanas ocurridas en el campo de batalla. Algunas mujeres, muchas de ellas pertenecientes a las clases acomodadas, dieron un paso más y acudieron al frente a cuidar a los heridos o trabajaron en los hospitales de retaguardia, pero donde se demostró de forma más patente el nuevo papel de la mujer fue en las labores agrícolas y en las fábricas. La movilización general de hombres por los ejércitos creó, tras los primeros meses de guerra, una angustiosa necesidad de mano de obra, si bien en Francia y el Reino Unido antes que a las mujeres se recurrió a inmigrantes. No obstante se incrementó el empleo de mujeres en las fábricas, pero en proporciones que no convine exagerar: en Francia la mano de obra femenina en la industria aumentó un 30% durante los años de guerra y en el Reino Unido pasó de constituir el 24% en 1914 al 28% en 1918, lo que muestra que el aumento no fue espectacular, como en ocasiones se ha afirmado. Alemania tuvo mayores dificultades para reorganizar la mano de obra y recurrió, en este caso de forma masiva, a las mujeres: entre 1913 y 1914 el empleo femenino en la industria pasó del 22 al 35%. A pesar de todo, la industria continuó en manos de los hombres, pero quedó demostrada la necesidad de recurrir a la mujer en trabajos hasta entonces vedados para ella (por ejemplo, revisoras de los autobuses urbanos) y la propaganda gubernamental la ensalzó por su heroicidad en el frente (las enfermeras abnegadas y valientes) o por su firmeza en la retaguardia al convertirse en el sostén de las familias. Todo esto no fue suficiente para que realmente se produjera un cambio profundo en la consideración hacia la mujer. Se mantuvo con toda claridad una diferencia entre el papel de los dos sexos en la guerra: el hombre seguía siendo el protagonista esencial, el que arriesgaba su vida directamente en la batalla, el que acababa con el enemigo, mientras que la mujer simplemente le ayudaba en su tarea y le reemplazaba temporalmente en la retaguardia durante su ausencia. De ahí que no se experimentara, a pesar de todo, avance alguno en el reconocimiento político de las mujeres (siguieron privadas del derecho al voto, aunque se le reconoció temporalmente en algún país) ni en su consideración legal, pues el cabeza de familia a todos los efectos continuó siendo el varón.