Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (15 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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La reorganización de la mano de obra no fue el único problema económico originado por la guerra a los gobiernos. Dado el convencimiento general en la escasa duración del conflicto, en ningún caso se había elaborado una política económica adecuada para hacerle frente, salvo la adopción de medidas convencionales destinadas a facilitar el armamento y el reclutamiento de soldados. El desarrollo de la guerra pronto exigió un mayor compromiso del Estado en la economía, pero se siguió actuando en función de las circunstancias, sin un plan coherente y duradero. Por esta razón resultó difícil casar el interés nacional (predicado con machaconería por la propaganda institucional) con la lógica liberal dominante, basada en la inmediata obtención de beneficios por parte de las empresas privadas. En cualquier caso, la creciente necesidad de material bélico obligó a reconvertir la producción industrial, al tiempo que las dificultades en el aprovisionamiento de alimentos exigió el control de las importaciones por parte del Estado. Incluso en el Reino Unido, donde estaba sumamente arraigada la idea liberal contraria a la intervención estatal en la economía, en julio de 1915 el gobierno recibió plenos poderes para organizar la producción y al año siguiente quedaron bajo su control todas las importaciones, así como la organización de la economía en función de las prioridades políticas. En Francia, el Estado se convirtió en el único comprador de productos importados y también asumió la responsabilidad de coordinar la actividad económica en estrecha colaboración con asociaciones empresariales creadas para facilitar la relación con la administración. En Alemania la intervención estatal fue más acusada desde el inicio de la guerra. Por iniciativa de Walter Rathenau, en agosto de 1914 se creó el «Servicio nacional de las materias primas de guerra», encargado de efectuar las compras, controlar los recursos y distribuir los materiales a la industria. Más adelante se establecieron organismos similares para organizar la producción agrícola e, incluso, para fijar la composición del pan (los panaderos fueron obligados a fabricar el pan con una mezcla de harina y patatas: es el «pan K», impuesto en el Reich durante la guerra), y la producción industrial se orientó en función de las necesidades del ejército, de modo que en 1916 toda la actividad económica quedó centralizada bajo la dirección estatal y disminuyó considerablemente el papel de la iniciativa privada. Algo similar sucedió en Estados Unidos a partir de su participación directa en la contienda.

Uno de los efectos fundamentales de la creciente intervención económica de los Estados fue el establecimiento de prioridades productivas en función de las necesidades bélicas. Esto tuvo importantes consecuencias en el desarrollo de ciertos sectores industriales. El primero en beneficiarse fue el químico, por la urgencia en disponer de explosivos. Aunque el sector quedó profundamente afectado por la guerra al interrumpirse los intercambios con Alemania, de la cual procedía la mayor parte de la producción química, la intervención del Estado resultó decisiva para impulsar su actividad. En Francia y el Reino Unido se requisaron las empresas alemanas y se crearon organismos destinados a desarrollar una industria química propia. En octubre de 1914 el gobierno francés creó una oficina de productos químicos y farmacéuticos, en el Reino Unido se fundaron nuevas empresas y lo mismo sucedió en Italia. Mayor incidencia tuvo la guerra en el desarrollo de sectores industriales considerados hasta ahora secundarios, pero que pasaron a tener un valor estratégico, como la fabricación de vehículos de transporte terrestre, los tanques, la aviación y todo lo relativo a las telecomunicaciones. La industria del automóvil, inicialmente muy afectada por la guerra, se adaptó enseguida a la nueva situación. Algunas empresas reconvirtieron su producción dedicándose a la fabricación de obuses y fusiles (Renault, Citroën), pero en general se incremento la demanda de vehículos para el transporte pesado y de motores de aviones. Esto propició un incremento de la producción y la modernización tanto de instalaciones como del sistema productivo (en todas partes se introdujo el sistema del trabajo en cadena), dejando al sector en una excelente posición para expandirse cuando llegó el tiempo de la paz. El estímulo de la guerra se notó aún más en la industria aeronáutica pues una vez que quedó demostrada la utilidad militar del avión, se procedió a su producción industrial. En 1 914 no existían en todo el mundo más de 5000 aviones; en los años de la guerra se fabricaron más de 200 000 y, aunque no se introdujeron innovaciones técnicas apreciables, se consiguieron mejoras notables en fiabilidad de vuelo y consistencia de los aparatos. También en el sector de las telecomunicaciones y en particular en el de la radio, por la demanda de los ejércitos, se pasó rápidamente del estado casi artesanal del tiempo prebélico al desarrollo industrial. Al Final de la guerra se fabricaban en Europa aparatos de radio en serie utilizando tecnología importada de Estados Unidos.

El desarrollo de la guerra obligó asimismo a introducir cambios políticos. En 1914 todos los Estados afrontaron el conflicto llamando a la unidad de las fuerzas políticas. Así nacieron las «uniones sagradas», es decir, la participación en el esfuerzo patriótico de todos los partidos, y en algunos países, como Francia, los socialistas entraron en el gobierno. A partir de 1915, sin embargo, poco a poco fue volviendo la normalidad parlamentaria y se fue recuperando la crítica política, aunque expresada con mucha prudencia, entre otros motivos porque no desapareció la censura gubernamental y, por otra parte, las manifestaciones pacifistas y las protestas sindicales pusieron en dificultades crecientes a los gobiernos. En el Reino Unido obligaron a un cambio de liderazgo en el Partido Liberal, en el poder desde 1906, y David Lloyd George, más próximo al mundo obrero que Asquith, sustituyó a este último al frente de un gobierno de coalición formado por liberales y conservadores. En Francia se mantuvo, aunque con signos de debilidad, la union sacrée hasta 1917. En Alemania adquirió notable fuerza en 1916 la oposición obrera y ese año aparecieron los primeros manifiestos políticos firmados por «Spartakus». Mayores alteraciones se produjeron en el Imperio austro-húngaro, donde en los primeros años de la guerra se había conseguido aunar a partidos políticos, iglesias y naciones. Tras la muerte del emperador Francisco José (noviembre de 1916) se levantó una protesta general entre las naciones del Imperio, a la que se unió la de sindicalistas y socialdemócratas. El nuevo emperador, Carlos I, consiguió salvar la unidad a costa de entregar el poder político a los militares, pero no pudo evitar el germen de la independencia de Hungría. En 1916 se creó el Partido de la Independencia húngara, encabezado por el conde Karóly (presidente de la República Húngara al llegar la paz), cuyas reivindicaciones políticas y carácter pacifista ocasionaron serios problemas al gobierno de Viena. Con todo, la mayor transformación política tuvo lugar en Rusia. En 1916 el pueblo ruso estaba plenamente convencido de la imposibilidad de alcanzar algún resultado positivo en la guerra y a las continuas deserciones en el ejército y a la desobediencia casi generalizada a los oficiales siguió la desconfianza de las clases conservadoras hacia el zar. El asesinato de Rasputín en diciembre de 1916 por un miembro de la aristocracia corroboró el aislamiento completo de Nicolás II, aunque todavía la alta nobleza creyera que se podía salvar el régimen, una vez desaparecida la influencia del misterioso personaje.

2.3. La intervención norteamericana y el final de la guerra

En el primer trimestre de 1917, en tan sólo dieciséis días, la guerra experimentó un cambio sustancial como consecuencia de dos acontecimientos independientes entre sí: la abdicación el 15 de marzo del zar Nicolás II, inicio de una transformación radical en Rusia, y la declaración de guerra de Estados Unidos a Alemania el 2 de abril. Ambos acontecimientos marcaron —de acuerdo con la denominación de Pierre Renouvin— «el momento crucial de la guerra» y pasaron a ser dos hechos decisivos del siglo XX.

La caída del zar suscitó inicialmente esperanzas en los países aliados. Por de pronto sirvió para disipar el temor de que para salvar su corona Nicolás II acabara accediendo a los ofrecimientos de una paz unilateral lanzados por Guillermo II en 1915 y 1916. También se pensó que el gobierno provisional conseguiría reavivar el patriotismo ruso y recomponer la capacidad militar de su ejército. Alimentó esta confianza la nota enviada a los aliados el 17 de marzo por Miliukov, nuevo ministro de Asuntos Exteriores, en la que prometía mantener con toda firmeza los compromisos derivados de la alianza. Pero Miliukov no recibió el apoyo unánime del Gobierno Provisional y mucho menos el del Soviet de Petrogrado, representante en este punto del sentimiento del pueblo ruso, el cual estaba completamente decidido a abandonar la guerra, tanto por el hastío producido por años de desastres militares y humanos, como por la activa propaganda pacifista de los socialdemócratas y de los «soviets». Es más, el nuevo gobierno constituido en mayo, sin la presencia de Miliukov declaró su deseo de llegar a una paz general «sin anexiones ni indemnizaciones, sobre la base del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos». Por otra parte, nada cabía esperar ya del ejército, incapaz de cualquier acción de importancia a causa de la defección de muchos de sus mandos fieles al zar y de la constitución de «soviets» que establecieron una nueva forma de entender la relación entre los soldados y los oficiales.

Los primeros movimientos revolucionarios en Rusia resultaron, por tanto, un serio contratiempo para los planes militares de los aliados, convencidos enseguida de la imposibilidad de contar en lo sucesivo con el concurso de este país. Alemania, sin embargo, entendió de inmediato las ventajas de la nueva situación y las aprovechó para lograr la ansiada paz unilateral intentada durante los dos años anteriores. Consciente de que los socialdemócratas facilitarían este paso, los alemanes ofrecieron facilidades para el traslado de Lenin a Rusia desde su exilio de Suiza. Llegado a Petrogrado, el 16 de abril Lenin anunció su deseo de conseguir la paz inmediatamente y el gobierno alemán contestó una semana después ofreciendo un armisticio provisional, ayuda financiera para la reconstrucción de Rusia, la autonomía de Polonia y utilizando una fórmula vagala rectificación de fronteras en Lituania y Curlandia. Mientras en el seno del Gobierno Provisional ruso se discute la posibilidad de un acuerdo con Alemania, los bolcheviques no dudan de la necesidad de conseguir la paz y, una vez en el poder, firman con Alemania en Brest-Litovsk un armisticio (15 de diciembre de 1917), convertido unos meses más tarde en el tratado de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918), por el cual Rusia reconoce la independencia de sus antiguas «provincias» de Polonia, Finlandia, Curlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Ucrania, cede a Turquía territorios del Cáucaso, se compromete a pagar una indemnización de guerra de 300 millones de rublos oro y reconoce el derechos de las tropas alemanas a ocupar provisionalmente la Rusia blanca como garantía de ejecución del tratado. El acuerdo ha sido oneroso para Rusia, que pierde más de sesenta millones de habitantes, el 25% del territorio del imperio zarista y más de la mitad de su potencial industrial, pero Lenin, decidido a conceder toda la prioridad a la revolución, lo considera una «retirada heroica», aunque ante el Congreso de los Soviets no ocultó su lado oscuro: «Sí, esta paz es una humillación inaudita para el poder soviético, pero no estamos en condiciones de forzar la historia».

No fue necesario esperar al tratado de Brest-Litovsk para que los acontecimientos políticos de Rusia alcanzaran gran repercusión entre la población europea occidental, cada vez más cansada de la guerra y con menos esperanzas en la victoria. El ejemplo de los bolcheviques impulsó manifestaciones en las principales capitales occidentales y dio bríos a la protesta de los socialistas, muy críticos hacia sus gobiernos. Las «uniones sagradas», que habían logrado sobrevivir a las conferencias de la II Internacional en 1915-1916, quedan ahora profundamente afectadas por la oleada pacifista y en todos los países contendientes comienza a acusarse la desmoralización. La campaña de 1916 había sido desastrosa para estos últimos, sobre todo por las pérdidas humanas: en el frente occidental habían sido superiores a las de Alemania y en el oriental habían muerto más de dos millones y medio de soldados. La población alemana, también afectada por la carnicería del frente, sufría como nunca la carencia de alimentos y de carbón, vital en aquel invierno especialmente frío, pero empleado por entero en la industria de guerra. Por su parte, a finales de 1916, los responsables militares de ambos bandos habían decidido poner en práctica una nueva estrategia ofensiva, una vez demostrado el fracaso de la «guerra de desgaste». Los aliados planearon un ataque de conjunto en el frente occidental, que tendría lugar en cuanto el tiempo invernal lo permitiera y Alemania renunció a la guerra por tierra, en la que desconfiaba, y se decidió por recrudecer la guerra submarina. Al iniciarse 1917, Alemania puso en práctica su plan, anunciando que todos los navíos mercantes, neutrales o no, que navegaran por las costas francesa y británica, por el Mediterráneo o por el Ártico quedaban expuestos a ser destruidos. La nueva táctica alemana provocó la intervención de Estados Unidos. 1917 resultó un año repleto de novedades espectaculares.

Las razones que impulsaron a Estados Unidos a abandonar la «estricta neutralidad» anunciada por Wilson en su Llamamiento al pueblo americano del 19 de agosto de 1914 han sido valoradas de distinta forma por los historiadores, aunque existe acuerdo en considerar como detonantes inmediatos la guerra submarina y el «telegrama Zimmermann». Hasta 1917, Wilson mantuvo formalmente la neutralidad, a pesar de su inclinación personal hacia las potencias de la Entente, actitud en la que coincidió con la mayoría del pueblo norteamericano. Como en todos los países neutrales, en Estados Unidos existió desde el comienzo de la guerra división de opiniones, tal vez más acentuada que en otros lugares dada la variada procedencia europea de su población, pero prevaleció la simpatía hacia la Entente debido a la unidad cultural con el Reino Unido y a la admiración general hacia Francia, de cuya ayuda a la causa independentista americana permanecía vivo el recuerdo. La neutralidad resultó muy positiva para la economía norteamericana, sumida en 1914 en un proceso de recesión del que salió en los años sucesivos gracias a la creciente demanda de municiones, alimentos y materias primas por parte de las potencias beligerantes. A causa del bloqueo británico, esta relación comercial fue especialmente intensa con las potencias de la Entente, que pagaron las compras con préstamos concedidos por la banca norteamericana. En el transcurso de la guerra, por tanto, la relación económica de Estados Unidos con Francia y el Reino Unido se fue fortaleciendo. Por otra parte, la información sobre el curso de la guerra llegaba a Norteamérica a través de los órganos de comunicación de la Entente, pues los periódicos de Estados Unidos carecían de corresponsales en los frentes y el Reino Unido consiguió cortar la comunicación con radio entre Estados Unidos y Alemania. La impresión dominante entre los ciudadanos norteamericanos, incluso a comienzos de 1917, cuando la Entente pasó por una situación muy delicada, fue siempre que la guerra estaba siendo desfavorable para los imperios centrales. Esta imagen fue fortalecida por la propaganda británica, realizada de forma eficaz a través de una Oficina de Propaganda Bélica en la que colaboraron notorios escritores como Joseph Conrad, R. Kipling o A. Conan Doyle. Las beneficiosas consecuencias económicas de la guerra confirmaron la conveniencia de mantener la neutralidad y por eso todos los candidatos a la presidencia se acogieron a este principio en la campaña electoral de 1916, en que fue reelegido Wilson por un estrecho margen.

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