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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Roma (11 page)

BOOK: Historias de Roma
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Volviendo a la cuestión del dinero, el Vaticano no nada en la abundancia. Su presupuesto anual supera en poco los 300 millones de euros, una cifra muy inferior a la que maneja, por ejemplo, la diócesis alemana de Colonia. Después de los pagos que tuvo que realizar tras el desastre del Banco Ambrosiano, más de 200 millones de dólares, su cartera de inversiones quedó bastante reducida. Por supuesto, posee un patrimonio de valor incalculable (algunas estimaciones hablan de 20.000 millones), pero invendible. Cosas como la Capilla Sixtina no están, de momento, en el mercado. Las relativas estrecheces económicas del Vaticano se notan en las goteras de algunos edificios o en el mobiliario roñoso de las oficinas. Los propios apartamentos papales, en el Palacio Pontificio, el edificio de la derecha según se mira de frente hacia la basílica, son de una austeridad notable.

Otra cosa es la habilidad para sacar dinerillos de cualquier parte. De los viajes del papa, por ejemplo. Los periodistas tienen que pagar un pastón exagerado por un asiento en el avión papal (una excursión europea no sale por menos de 6.000 euros, y un viaje a Suramérica, por más del doble), porque financian el desplazamiento del papa y de su amplia comitiva. Tampoco me parece mal. El arreglo funcionaba muy bien con Juan Pablo II, cuyo atractivo mediático resultaba extraordinario. Funciona peor con Benedicto XVI, de menor interés para la prensa: su visita a Camerún y Angola, en marzo de 2009, se realizó con bastantes asientos vacíos en el avión.

Una parte importante de mi trabajo en Roma, quizá la esencial, fue la cobertura de la agonía y muerte de Juan Pablo II. No llegué a conocer al polaco atlético e infatigable de inicios del pontificado; en 2003, Karol Wojtyla era un anciano muy enfermo.

Hablaba de mi misión fúnebre, que empezó con un susto.

Llegué a Roma a principios de septiembre de 2003, y el 12 de ese mes Juan Pablo II viajaba a Eslovaquia. Ya no había tiempo para acreditarse ante el Vaticano y mucho menos para volar en el avión papal, por lo que viajé a Bratislava por mi cuenta y allí me inscribí como periodista local. Eso me daba derecho a ver por la tele los actos principales del viaje, que no tenía gran interés: el gran tema era la salud de Wojtyla. Llegué la víspera y a la hora de la llegada del papa estaba cómodamente sentado en la sala de prensa, pensando que mi ignorancia religiosa (conozco bastante bien la Biblia, pero no me sé el avemaria) iba a ser, esta vez sí, mi ruina.

Contemplé el aterrizaje, vi cómo se abría la puerta del avión, comprobé que el papa era prácticamente izado y empecé a mosquearme mucho cuando leyó su discurso, ahogándose, boqueando de forma casi agónica, en la misma pista del aeropuerto: el pobre estaba muy mal. Pensé (y no fui el único) que se nos moría allí mismo. Pensé también que el lector se sentiría estafado por la cobertura de un completo ignorante en materia eclesiástica, como era yo.

Al cabo de un rato fueron llegando a la sala de prensa los veteranos que viajaban en el avión papal, y tenían experiencia tanto en el apartado religioso como en el clínico. Me ayudaron en todo lo que pudieron y pude confeccionar una croniquilla discreta, sin errores evidentes. Así conocí a Paloma Gómez Borrero, a Ángel Gómez Fuentes, a Juan Lara, a Ángel García, a Juan Vicente Boo, a Rubén Amón, a Antonio Pelayo… Tipos formidables.

Tenía que aprender, eso estaba claro. Lo primero, en cualquier caso, era acreditarme ante la Sala de Prensa de la Santa Sede. Es decir, enfrentarme a sor Giovanna. Había oído hablar de la monja bajita que se ocupaba de la burocracia periodística; imaginaba, sin embargo, que la gente exageraba cuando contaba anécdotas sobre lo puñetera que podía llegar a ser. Pero no, no había exageración. Si ella decía que te faltaba un papel, te faltaba, y que no se te ocurriera protestar. Desde mis primeros días de mili no había sufrido una sensación tan aguda de indefensión administrativa como la que sentí, siempre, ante sor Giovanna.

Por supuesto, cuando fui a acreditarme me faltaban papeles. Es más: se me sugirió que, dado que la anterior corresponsal, Lola Galán, no había ido personalmente a darse de baja, resultaba imposible dar de alta a una persona del mismo periódico. Sor Giovanna me dejó para el arrastre. Quise darme ánimos con un
cappuccino
y entré en la cafetería contigua. Pedí la bebida, me la prepararon y pregunté el precio. «Cuatro euros», me dijeron. Estupefacto, iba a echar mano a la cartera cuando escuché una voz a mis espaldas:
«Macché, questo qui lavora qua, nella Sala Stampa»
. El cajero reaccionó al instante:
«Ah, dottó, non sapevo, alora sono settanta centessimi»
. O sea, que si era turista, cuatro euros; si no, setenta céntimos. El tipo que me había salvado de la pequeña
truffa
(aprendan la palabra, es como estafa pero en dulce) era Ángel Gómez Fuentes, el corresponsal de TVE. Le debo varios favores, pero no olvido aquél, el primero.

Me habitué a frecuentar la Sala de Prensa vaticana y la Universidad de la Santa Cruz, en Piazza Navona, muy cerca de casa, dirigida por el Opus Dei: sus cursos de religión me sirvieron para orientarme en las oficinas centrales del catolicismo, con toda su complejidad doctrinal, diplomática y administrativa. También me permitieron conocer a Juan Manuel Mora y a Marc Carroggio, encargados de la política informativa del Opus en todo el mundo. El fenomenal éxito de la novela
El Código da Vinci
, en la que el Opus Dei aparecía como una organización turbulenta dominada por criminales, me llevó a hacer un largo reportaje sobre la Prelatura y su funcionamiento interno; eso, a su vez, me llevó a conocer un montón de personas, edificios y trabajos del Opus, en Roma y Nueva York. Y a tratar con mucha frecuencia a Marc y a Juan Manuel, y, ya puestos, al anciano sacerdote Francisco Vives, un histórico de la organización con el que tomé decenas de cervezas y de copitas de
amaro
. Incluso, en el colmo del compadreo con las fuentes informativas, fuimos alguna vez a buscar setas.

Si la religión fuera el opio del pueblo, el Opus Dei sería heroína pura: en lo que toca a los miembros numerarios, los que hacen voto de castidad, es la experiencia religiosa llevada a grados extremos, tanto física como mentalmente. No me extraña que bastantes antiguos miembros se hayan quemado en el Opus y hayan sufrido graves heridas psicológicas; no me extraña que esas personas dediquen su vida a criticar la Obra de Escrivá de Balaguer. El cilicio y las flagelaciones sabatinas no son mitos, sino parte de la realidad cotidiana. Algunas de esas cosas me resultan incomprensibles, no ya como ateo, sino como simple ciudadano. Por otra parte, he conocido en el Opus a personas tan bondadosas, tolerantes y abnegadas, que me resultaría imposible descalificar en bloque a toda la organización. Mantengo en ella buenos amigos. Habrá cosas en las que nunca nos pondremos de acuerdo, y ya está.

Volviendo a Juan Pablo II, sólo hizo otros dos viajes después de la visita a Eslovaquia en verano de 2004: a Berna, en Suiza, y a Lourdes, en Francia. Cuando descendía del avión, con una grúa, descendían también varias bolsas negras llenas de material médico. No podía andar. Le costaba respirar y apenas hablaba. En los medios de comunicación y en el mundillo de los vaticanistas se discutía sobre si sus condiciones le permitían ejercer el papado y si debía renunciar. Su imagen transmitía sufrimiento. Le admiré en esa fase final, la que me tocó vivir, porque no le importó mostrar su decadencia. El, que había sido el papa-atleta, se desintegró ante los ojos del mundo. Fue una interesante lección de dignidad. A veces se olvida que la dignidad es compatible con la enfermedad y la vejez.

El 24 de febrero de 2005, cuando fue sometido a una traqueotomía, se hizo evidente que Karol Wojtyla entraba en agonía. Se acababa. Ya no podía más. El 31 de marzo se asomó por última vez a la ventana del Palacio Episcopal (el edificio a la derecha de la basílica, mirando desde la plaza) y no consiguió, a pesar de sus esfuerzos, proferir una sola palabra. Fue una imagen inefable, conmovedora.

Ese mismo día comenzó la crisis séptica que tres días después, al anochecer del 2 de abril, acabó con su vida.

Los periodistas pensamos, sin embargo, que el final no iba a ser tan rápido. Estábamos acostumbrados a las crisis, y acostumbrados también a que el portavoz vaticano, Joaquín Navarro-Valls, nos informara de que el papa seguía cenando salchichas y cerveza. Esa noche, la del 31 de marzo, los corresponsales españoles fuimos a cenar con un directivo del BBVA, para que nos explicara cómo andaba el intento de compra de la Banca Nazionale del Lavoro. Estaban sirviendo el pescado, una lubina con una pinta estupenda, cuando sonó la orquesta de los móviles. El papa se moría. Esta vez iba en serio. La lubina quedó intacta.

Corrí a casa y escribí a toda prisa. Luego me acosté en el sofá, cerca del ordenador, por si acaso.

Juan Pablo II no quiso volver a la Clínica Gemelli. Prefirió morir en su cama, sin nuevas intervenciones médicas. Falleció el sábado 2 de abril, por la noche. Al terminar mi trabajo me acerqué hasta la Piazza de San Pietro, donde miles de personas rezaban, lloraban o curioseaban. El ambiente era triste y tranquilo. La tristeza duró días; la tranquilidad se esfumó ya a la mañana siguiente, cuando una marea humana empezó a marchar hacia el Vaticano.

Era casi imposible moverse por la ciudad. Hacía un calor exagerado, raro a principios de abril, y abundaban las lipotimias y las deshidrataciones. En cierto modo, aquello era un infierno. Normalmente tardaba un cuarto de hora, andando, desde mi casa hasta San Pedro; el 3 de abril tardé más de dos horas por la aglomeración. Ese día llegó a haber más de un millón de personas, un millón de verdad, en torno a San Pedro; cada vez que alguien dice que tal o cual manifestación ha reunido a un millón, recuerdo el 3 de abril, comparo y sonrío. Quien dice algo así no ha visto en su vida un millón de personas juntas.

Pensé que, como periodista acreditado ante la Santa Sede, me sería posible visitar la capilla ardiente sin hacer cola. Ingenuo de mí, acudí a sor Giovanna y formulé, con una sonrisilla babosa, mi humilde petición. Espero que no se moleste Carlos Boyero, uno de los tipos más genuinos y generosos que conozco, pero en esa ocasión sor Giovanna utilizó una de las frases favoritas de Boyero cuando quiere ponerse borde: «¿Y usted por qué me habla?». Después de esas palabras, o algo similar en italiano, la monja bajita me expulsó de su presencia con una mirada despectiva. Ya digo, peor que en la mili.

¿Qué hacer? No me parecía suficiente ver las imágenes televisivas, que veía todo el mundo. Tenía que entrar en el Vaticano. Pero tampoco podía dedicar ocho o nueve horas a guardar cola. En esas situaciones es cuando hace falta un milagro. Y a veces ocurre. Junto a la Sala de Prensa me encontré con Mari Paz Rodríguez, la corresponsal de
La Vanguardia
, que merodeaba por allí con un propósito similar al mío: darse de narices con el milagro. En esa ocasión, el milagro apareció en forma de joven periodista de
Vatican News
. El joven, Javier Martínez-Brocal, nos preguntó si queríamos visitar la capilla ardiente y le seguimos hasta la entrada.

Con una veloz parrafada italiana y un potente acento andaluz, Martínez-Brocal dejó medio aturdido al guardia suizo que custodiaba la puerta; parecía que pasábamos, pero el guardia reaccionó a tiempo y dijo que ni hablar. ¿Qué hacer? Colarnos. Aún no sé cómo, aprovechamos un despiste del guardia para adentrarnos rápidamente por el pasillo y ganar las escaleras. Subimos, subimos, y estábamos completamente perdidos cuando, tras una puerta, nos encontramos en la sala donde reposaban los restos de Karol Wojtyla.

Junto al cuerpo, de pie, se encontraba el secretario papal, el controvertido Stanislaw Dziwisz, dando instrucciones a un par de sacerdotes y a unos empleados civiles. El cadáver era diminuto, como el de un niño. Las zapatillas rojas colgaban de los pies. El rostro, apergaminado, no era el de un hombre, era el de un muerto. El aire que entraba por un par de ventanales abiertos mecía la tela del catafalco.

Creo que Karol Wojtyla fue un hombre valiente y carismático. Si mi opinión sobre su pontificado, la opinión de una persona no religiosa, vale para algo, me aventuro a decir que desplegó un notable talento político, tanto para combatir el comunismo como para oponerse, sin éxito, a la invasión de Irak, y que fue un comunicador excepcional. Como administrador supremo de la Iglesia católica, su balance es mediocre. No le interesaban ni la gestión vaticana ni las cuestiones organizativas. Desde el punto de vista religioso le considero propenso al misticismo, es decir, a las llamaradas de inspiración individual. Como moralista fue absolutamente conservador. A diferencia de sus antecesores inmediatos, Juan XXIII, Pablo VI y el efímero Juan Pablo I, jamás se mostró dubitativo. Ése es un rasgo que no me gusta. Quizá constituya un rasgo positivo en un papa; personalmente, lo dudo.

Saludé algunas veces a Joseph Ratzinger cuando era cardenal y dirigía los asuntos doctrinales. Es, o era antes de ponerse la tiara y demás tocados exóticos, un hombre tímido y de trato afable. En el Concilio Vaticano II actuó como fuerza de apertura y progreso; luego, espantado por los rasgos anarcoides de las revueltas de 1968, se agazapó en un conservadurismo estricto. Muestra una clara propensión hacia la especulación filosófica y está poseído por la manía de conciliar la razón y la fe.

Los esfuerzos en ese sentido me resultan absurdos. No hace falta tener fe en la temperatura de ebullición del agua: está perfectamente comprobada. En cambio, es imprescindible la fe para enfrentarse a un misterio como el de la existencia o inexistencia de Dios. La fe es un acto irracional, y no me parece que el término «irracional» implique connotaciones peyorativas. No más, al menos, que el término «racional», extraordinariamente sobrevalorado porque tiende a confundirse con lo «científico».

No soy un admirador fanático de la especie humana, fruto de la evolución y de la supervivencia genética de los ejemplares más astutos y agresivos. No creo en Dios porque nunca he percibido indicio alguno de su existencia, pero mi escepticismo ante lo humano es tan grave que defiendo una norma de vida técnicamente insostenible e indudablemente conservadora: pensar y obrar como si Dios existiera, como si hubiera que rendir cuentas; recurrir, en fin, a aquello que antes, cuando existía, se llamaba conciencia. Es una tontería, ya lo sé. Aún me parece más tonto, sin embargo, proclamar la existencia de Dios basándose en una cita de Kant.

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