Homenaje a Cataluña (7 page)

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Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

BOOK: Homenaje a Cataluña
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Para empezar, hay que tener en cuenta la naturaleza de la región. La línea del frente, la nuestra y la de los fascistas, estaba ubicada en posiciones con enormes protecciones naturales, a las que por lo general sólo era posible aproximarse desde un costado. Basta con cavar unas pocas trincheras para que tales lugares estén a cubierto de la infantería, salvo que ésta sea abrumadoramente numerosa. En nuestra posición o en la mayoría de las que nos rodeaban, una docena de hombres con dos ametralladoras podrían haber contenido a todo un batallón. Ubicados como estábamos en las cimas de las colinas, constituíamos blancos perfectos para la artillería, pero no había artillería. A veces me ponía a contemplar el paisaje y ansiaba —con qué pasión!— tener un par de baterías de cañones. Las posiciones enemigas se podrían haber destruido una tras otra con la misma facilidad con que se parten nueces con un martillo. Pero sencillamente no contábamos con un solo cañón. Los fascistas lograban a veces traer uno o dos de Zaragoza y hacer unos pocos disparos, tan pocos que nunca calcularon siquiera la distancia y los proyectiles se hundían inocuamente en los barrancos vacíos. Frente a ametralladoras y sin artillería sólo pueden hacerse tres cosas: permanecer en refugios cavados a una distancia segura, digamos cuatrocientos metros; avanzar a campo abierto y ser masacrados, o realizar ataques nocturnos en pequeña escala que no modifican la situación general. En la práctica, la alternativa es estancamiento o suicidio.

Y a todo esto había que añadir la carencia de material de guerra de todo tipo. Se necesita un cierto esfuerzo para comprender lo mal armadas que estaban las milicias en esa época. Cualquier escuela OTC
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de Inglaterra se parecía mucho más a un ejército moderno que nosotros. El mal estado de nuestras armas era tan increíble que vale la pena describirlo en detalle.

Toda la artillería asignada a este sector del frente consistía en cuatro morteros de trinchera con
quince cargas
cada uno. Desde luego, eran demasiado valiosos como para ser utilizados, por lo cual eran guardados en Alcubierre. Había ametralladoras en la proporción aproximada de una por cada cincuenta hombres; eran armas viejas, pero bastante precisas hasta una distancia de trescientos a cuatrocientos metros. Aparte de esto, sólo contábamos con nuestros fusiles, la mayoría de los cuales sólo valían como hierro viejo. Se utilizaban tres tipos de fusil. Uno era el máuser largo; casi todos con más de veinte años de antigüedad, con miras tan útiles como un velocímetro roto y la estría completamente oxidada. A pesar de ello, uno de cada diez no funcionaba del todo mal. Luego teníamos el máuser corto, o mosquetón, que es en realidad un arma de caballería. Gozaba de mayor popularidad que los otros porque era más liviano, estorbaba menos en la trinchera y, también, porque era comparativamente nuevo y parecía más eficaz. En verdad, se trataba de armas casi inútiles. Estaban hechas con partes de otras armas, ningún cerrojo correspondía a su fusil, y podía darse por descontado que el setenta y cinco por ciento dejaba de funcionar después de cinco tiros. También había unos pocos winchester, muy cómodos de manejo, pero enormemente imprecisos y que había que cargar después de cada tiro, puesto que no se disponía de los cargadores correspondientes. Las municiones eran tan escasas que cada recién llegado apenas recibía cincuenta cargas, la mayoría de ellas de muy mala calidad. Los cartuchos de fabricación española eran todos usados y vueltos a cargar y atascaban el mejor de los fusiles. En cambio, los mexicanos eran superiores, por lo cual eran reservados para las ametralladoras. La mejor munición era la de origen alemán, pero como ésta provenía únicamente de los prisioneros y desertores, no abundaba demasiado. Yo tenía siempre en el bolsillo un paquete de cartuchos alemanes o mexicanos para utilizar en caso de emergencia. Pero, en la práctica, si se llegaba a producir una emergencia, casi nunca disparaba mi fusil: tenía demasiado miedo de que se trabara aquel maldito trasto y quería reservar por lo menos una carga que disparase de verdad. No teníamos cascos ni bayonetas, carecíamos de revólveres o pistolas y no había más que una granada por cada cinco o diez hombres. La granada utilizada en esa época era un objeto terrorífico conocido como «granada FAI»
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, inventada por los anarquistas en los primeros días de la guerra. Se basaba en el principio de una bomba Mills, pero la palanca no estaba sostenida por un seguro, sino por un trozo de cinta adhesiva. Al arrancar la tira había que librarse de ella a la mayor velocidad posible. Se decía que estas granadas eran «imparciales»: mataban tanto al enemigo como a quien las arrojaba. Disponíamos de varios tipos más, incluso más primitivos, pero probablemente algo menos peligrosos… para el que tiraba, por supuesto. Hasta finales de marzo no vi una granada digna de tal nombre.

A la escasez de armas se sumaba la de todos los otros elementos de importancia en una guerra. No teníamos mapas ni planos, por ejemplo. En España nunca se había hecho un registro cartográfico completo, y los únicos mapas detallados de esa zona eran los viejos mapas militares, casi todos en poder de los fascistas. No contábamos con telémetros, telescopios, periscopios, prismáticos —excepto unos pocos de propiedad privada—, luces de Bengala o Veri, tenazas para cortar las alambradas, herramientas de armero, ni tampoco siquiera con material de limpieza. Los españoles no parecían haber oído hablar nunca de una baqueta y me observaron sorprendidos mientras yo la fabricaba. Cuando uno quería limpiar el fusil, lo llevaba al sargento, quien poseía una larga varilla de latón invariablemente torcida que, por lo tanto, raspaba el cañón. Ni siquiera había aceite para las armas. Eran lubricadas con aceite de oliva, cuando se podía conseguir. En distintas ocasiones tuve que engrasar el mío con vaselina, con crema para el cutis y hasta con tocino. Además, no teníamos faroles ni linternas. Creo que en todo nuestro sector no había nada parecido a una linterna eléctrica, y el sitio más cercano donde se podía conseguir una era Barcelona, y eso no sin dificultades.

A medida que transcurría el tiempo y los aislados disparos de fusil resonaban entre las colinas, comencé a preguntarme con creciente escepticismo si alguna vez ocurriría algo que proporcionara un poco de vida, o más bien un poco de muerte, a esa extravagante guerra. Luchábamos contra la pulmonía, no contra hombres. Cuando las trincheras están separadas por más de quinientos metros, nadie resulta herido si no es por casualidad. Desde luego, había bajas, pero en su mayoría no eran causadas por el enemigo. Si la memoria no me engaña, los primeros cinco heridos que vi en España debían sus lesiones a nuestras propias armas, y no quiero decir que fueran intencionadas, desde luego, sino producto de un accidente o descuido. Nuestros gastados fusiles constituían un verdadero peligro. Algunos de ellos dejaban escapar el tiro si la culata se golpeaba contra el suelo; vi un hombre con la mano atravesada por un proyectil a causa de este defecto. Y en la oscuridad, los reclutas novatos se tiroteaban continuamente entre sí. Cierta vez, cuando todavía no era noche cerrada, un centinela me disparó desde una distancia de veinte metros, y me erró por uno. Quién sabe cuantas veces la mala puntería española me salvó la vida. En otra ocasión, al salir de patrulla en medio de la niebla, tomé la precaución de avisar de antemano al jefe de la guardia. Al regresar, tropecé contra un arbusto; el centinela comenzó a gritar que los fascistas se acercaban y tuve el placer de oír al jefe de la guardia ordenar que dispararan sin demora. Por supuesto, me mantuve echado y las balas pasaron por encima sin lastimarme. No hay nada que pueda convencer a un español, sobre todo a un español joven, de que las armas de fuego son peligrosas. Cierta vez, poco después del episodio anterior, me encontraba fotografiando a unos soldados encargados de una ametralladora, que apuntaba directamente hacia mí.

—No tiréis —dije en tono de broma, mientras enfocaba la cámara.

—Oh no, no tiraremos.

Un segundo después oí fuertes estampidos y numerosas balas pasaron tan cerca de mi cara que unos granos de cordita me irritaron la mejilla. No hubo mala intención y a los milicianos les pareció una estupenda broma. Unos pocos días antes habían visto a un pobre conductor de mulas accidentalmente muerto de cinco balazos por un delegado político que hacía el payaso con una pistola automática.

Las difíciles contraseñas que la milicia utilizaba en esa época constituían otra fuente de peligros. Se trataba de complicadas consignas dobles en las cuales era necesario responder a una palabra con otra. Por lo general tenían un acento afirmativo y revolucionario, tal como cultura-progreso*, o seremos-invencibles*, y a menudo resultaba imposible conseguir que los centinelas analfabetos recordaran estas palabras altisonantes. Recuerdo que una noche la contraseña era Cataluña-heroica*, y un joven campesino de rostro redondo, llamado Jaime Doménech, se me acercó, muy desconcertado, y me pidió que le explicara:

—Heroica*… ¿Qué quiere decir heroica?

Le expliqué que era sinónimo de valiente. Poco después avanzaba tropezando por la trinchera a oscuras cuando el centinela le gritó:

—¡Alto! ¡Cataluña!*

—¡Valiente!* —respondió Jaime, seguro de recordar la palabra exacta.

¡Bang!

Afortunadamente, el centinela erró. En esta guerra, todo el mundo le erraba a todo el mundo, siempre que fuera humanamente posible.

IV

Hacía unas tres semanas que estábamos en el frente, cuando llegó a Alcubierre un contingente de veinte o treinta hombres enviados desde Inglaterra por el ILP
[7]
, y como se decidió que los ingleses estuviéramos juntos en este frente, a William y a mí nos llevaron donde ellos. Nuestra nueva posición estaba situada en Monte Oscuro, varios kilómetros hacia el oeste y a la vista de Zaragoza.

La posición estaba encaramada en una especie de cresta afilada de piedra caliza, con cuevas cavadas horizontalmente en el risco como nidos de golondrinas. Aquéllas se prolongaban increíblemente en la roca, eran muy oscuras y tan bajas que no se podía recorrerlas ni siquiera de rodillas. En los picos situados a nuestra izquierda había otras dos posiciones del POUM, una de las cuales constituía un objeto de fascinación para todos los hombres de la línea de fuego, pues allí se encargaban de la cocina tres milicianas. Estas mujeres no eran precisamente hermosas, pero se consideró conveniente aislarlas de los hombres de otras compañías. Quinientos metros a nuestra derecha, en la curva orientada hacia Alcubierre, en el lugar donde el camino estaba en poder de los fascistas, había un puesto del PSUC. Por la noche podíamos ver las lámparas de nuestros camiones de abastecimiento provenientes de Alcubierre y, al mismo tiempo, las de los fascistas que venían de Zaragoza. A unos veinte kilómetros hacia el sudoeste también Zaragoza era visible: una delgada hilera de luces como ojos de buey de un barco iluminado. Las tropas del gobierno la contemplaban en la distancia desde 1936, y siguen contemplándola todavía.

Nosotros éramos unos treinta (incluido Ramón, un español, cuñado de William), y además una docena de españoles encargados de las ametralladoras. Aparte de una o dos excepciones inevitables —como es bien sabido, la guerra atrae mucha gentuza— los ingleses constituían un grupo excepcionalmente bueno, tanto física como mentalmente. Quizá el mejor de todos era Bob Smillie, nieto del famoso dirigente minero, y que más tarde encontró una muerte tan perversa y absurda en Valencia. Dice mucho en favor del carácter español el hecho de que los ingleses y los españoles siempre se llevaran bien, a pesar de la dificultad idiomática. Descubrimos que todos los españoles conocían dos expresiones inglesas: una era «OK, baby»; y la otra, una palabra utilizada por las prostitutas de Barcelona en su trato con los marineros ingleses y que me temo que los cajistas se negarían a imprimir.

Una vez más, en el frente no ocurría nada, exceptuando alguna bala esporádica y, muy rara vez, el estrépito de un mortero fascista que nos hacía correr hasta la trinchera más alta para ver contra qué colina se estrellaban los proyectiles. Aquí el enemigo estaba algo más cerca, quizá a unos trescientos o cuatrocientos metros. La posición más próxima quedaba exactamente frente a la nuestra, con un nido de ametralladoras cuyas troneras muy a menudo nos tentaban a desperdiciar cartuchos. Los fascistas rara vez molestaban con disparos de fusil, pero enviaban en cambio nutridas ráfagas de ametralladora contra cualquier miliciano que se dejara ver. Con todo, transcurrieron más de diez días hasta que tuvimos nuestra primera baja. Las tropas situadas delante de nosotros eran españolas pero, según los desertores, había algunos oficiales alemanes sin mando. Tiempo atrás estuvieron también los moros —¡pobres diablos, cómo deben de haber sufrido el frío!—, pues en la tierra de nadie todavía quedaba el cadáver de un moro que constituía una de las curiosidades del lugar. Aproximadamente a dos o tres kilómetros a nuestra izquierda, la línea del frente se interrumpía y comenzaba una extensión de terreno, muy baja y cubierta de espesa vegetación, que no pertenecía ni a los fascistas ni a nosotros. Ambos bandos solían realizar allí patrullas diurnas. Aquello no estaba mal como entrenamiento para
boy scouts
. Yo nunca vi una patrulla fascista a una distancia menor de varios cientos de metros. Después de mucho reptar era posible atravesar en parte las líneas fascistas e incluso ver la granja donde ondeaba la bandera monárquica y que hacía las veces de cuartel general. De cuando en cuando disparábamos nuestras armas y luego nos poníamos a cubierto antes de que las ametralladoras nos pudieran localizar. Espero que hayamos roto al menos algunas ventanas, pero con tales fusiles y desde más de ochocientos metros uno no podía estar seguro de acertarle ni siquiera a una casa.

El tiempo casi siempre era frío y claro; a veces brillaba el sol al mediodía, pero siempre hacía frío. Por todas partes, sobre las laderas, se veían asomar los brotes verdes del azafrán o el lirio silvestre. La primavera se aproximaba, evidentemente, aunque con mucha lentitud. Las noches eran más frías que nunca. Durante la madrugada, cuando volvíamos de la guardia, solíamos reunir lo que quedaba del fuego de la cocina y nos parábamos sobre las brasas al rojo. Era malo para las botas, pero muy bueno para los pies. Sin embargo, había amaneceres en que el espectáculo de la aurora entre los cerros casi nos hacía alegrarnos de no estar en la cama a esas horas desapacibles. No me gusta la montaña, ni siquiera como espectáculo. Sin embargo, aunque uno hubiera estado despierto toda la noche, con las piernas adormecidas hasta la rodilla, y supiera que no había ninguna esperanza de comer durante otras tres horas, a veces valía la pena contemplar la aurora que surgía detrás de las colinas, las primeras estrechas vetas de oro que como espadas atravesaban la oscuridad, y luego la luz creciente y los mares de nubes carmesíes alargándose hasta distancias inconcebibles. En el curso de esa campaña vi amanecer más veces que durante toda mi vida anterior, y que en la que me queda, espero.

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