Una o dos veces fui a pasear por el pequeño cementerio, situado a unos dos kilómetros. Los caídos en el frente se enviaban por lo general a Siétamo, pero allí se daba sepultura a los muertos de la aldea. Era extrañamente distinto de un cementerio inglés. ¡No existía ninguna reverencia hacia los muertos! Por todas partes crecían arbustos y hierbajos, y en más de un lugar se apilaban huesos humanos. La ausencia de inscripciones religiosas en las lápidas era casi completa y esto resultaba tanto más sorprendente porque todas ellas correspondían al periodo anterior a la revolución. Creo que sólo vi una vez el «Rezad por el alma de Fulano de Tal», común en las tumbas católicas. La mayoría de las inscripciones eran puramente seculares, con ridículos poemas sobre las virtudes del difunto. Quizá en una de cada cuatro o cinco tumbas se advertía una pequeña cruz o una referencia formal al Cielo, que algún ateo industrioso generalmente había logrado atenuar con un punzón.
Me sorprendió que la gente de esa región de España careciera de genuinos sentimientos religiosos, en el sentido ortodoxo. Durante toda mi estancia nunca vi persignarse a ninguna persona, a pesar de que ese movimiento llega a hacerse instintivo, haya o no haya una revolución. Evidentemente, la Iglesia española retornará (como dice el refrán: la noche y los jesuitas siempre retornan), pero no cabe duda de que con el estallido de la revolución se desmoronó y fue aplastada hasta un punto que resultaría inconcebible incluso para la moribunda Iglesia de Inglaterra en circunstancias similares. Para el pueblo español, al menos en Cataluña y Aragón, la Iglesia era pura y simplemente un fraude sistematizado. Y es posible que la creencia cristiana fuera reemplazada en cierta medida por el anarquismo, cuya influencia está ampliamente difundida y que, sin duda, posee un matiz religioso.
Precisamente el día en que regresé del hospital hicimos avanzar nuestra línea hasta la que era realmente su ubicación adecuada, unos mil metros hacia delante, siguiendo el arroyuelo situado a unos doscientos metros de la línea enemiga. Esta operación debió haberse realizado muchos meses antes. En ese momento se hacía porque los anarquistas estaban atacando en la carretera de Jaca y nuestro avance obligaba a los fascistas a distraer algunas tropas para hacernos frente.
Pasamos sesenta o setenta horas sin dormir, y mis recuerdos se pierden en una suerte de bruma o, más bien, en una serie de imágenes: el espionaje en la tierra de nadie, a unos cien metros de la Casa Francesa, una granja fortificada que pertenecía a la línea fascista. Siete horas tirado en un horrible pantano, en un agua con olor a juncos, donde el cuerpo se hundía cada vez más; el frío paralizante, las estrellas inmóviles en el cielo negro, el áspero croar de las ranas. Aunque era abril, fue la noche más fría que recuerdo de España. A unos cien metros detrás de nosotros, los equipos de trabajo se dedicaban intensamente a su tarea, pero había un silencio total, exceptuado el coro de las ranas. Sólo una vez durante la noche oí un ruido, el sonido familiar de un saco de arena aplastado con una azada. Resulta extraño que, algunas veces, los españoles puedan llevar a cabo una brillante hazaña de organización. Todo el movimiento Se desarrolló según un hermoso plan. En siete horas, seiscientos hombres construyeron seiscientos metros de trinchera y parapeto, a distancias que oscilaban desde ciento cincuenta a trescientos metros de la línea enemiga, y ello en tal silencio que los fascistas no oyeron nada y sólo se produjo una baja. Al día siguiente hubo más, desde luego. Cada hombre tenía asignada una tarea, hasta los ayudantes de la cocina llegaron de pronto, cuando el trabajo estaba ya realizado, con baldes de vino mezclado con coñac.
Y nada más despuntar el alba los fascistas descubrieron que estábamos allí. El bloque blanco y cuadrado de la Casa Francesa, aunque situado a unos doscientos metros, semejaba levantarse por encima de nosotros, y las ametralladoras en las ventanas superiores, protegidas con sacos de arena, parecían apuntar directamente hacia nuestra trinchera. Nos quedamos contemplándola boquiabiertos, preguntándonos cómo era posible que los fascistas no nos vieran. Entonces hubo un horrible remolino de balas y todo el mundo cayó de rodillas y comenzó a cavar frenéticamente, ahondado la trinchera y levantando pequeños montículos en el borde. Mi brazo seguía vendado, no podía cavar, y pasé la mayor parte de ese día leyendo una novela policíaca cuyo nombre era
El prestamista desaparecido
. No recuerdo el argumento, pero sí, muy claramente, el hecho de estar allí leyéndola; la arcilla húmeda del fondo de la trinchera debajo de mí, el cambio constante en la posición de mis piernas para dar paso a los hombres que corrían agachados, el crac-crac-crac de las balas pocos centímetros por encima de mi cabeza. Thomas Parker recibió un balazo en medio del muslo, lo cual, como él decía, estaba más cerca de ser un DSO
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de lo que le hubiera gustado. Se producían bajas en toda la línea de fuego, pero mínimas en comparación con lo que habría pasado si nos hubieran descubierto durante la noche. Un desertor nos contó después que cinco centinelas fascistas fueron fusilados por negligencia. Incluso en ese momento habrían podido masacrarnos si hubieran tenido la iniciativa de traer unos pocos morteros. Resultaba difícil transportar a los heridos a lo largo de la angosta y abarrotada trinchera. Vi a un pobre diablo, con los pantalones oscuros de sangre, caer de su camilla y jadear agonizante. Había que cargar a los heridos a lo largo de unos dos kilómetros, pues aunque existía un camino, las ambulancias nunca se acercaban mucho al frente. Cuando lo hacían, los fascistas tenían la costumbre de bombardearlas, lo cual podía explicarse por el hecho de que en la guerra moderna nadie tiene escrúpulos en utilizar una ambulancia para transportar municiones.
Y entonces, a la noche siguiente, la espera en Torre Fabián para iniciar un ataque que fue suspendido en el último momento vía telégrafo. En el suelo del granero donde aguardábamos, una delgada capa de granzas cubría gran cantidad de huesos humanos y vacunos mezclados, y todo el lugar estaba invadido por las ratas. Las monstruosas bestias surgían a raudales por todas partes. Si hay algo que odio es una rata corriendo sobre mi en la oscuridad. Aquella noche tuve la satisfacción de darle a una de ellas un buen puñetazo que la mandó volando por el aire.
Y entonces, la espera de la orden de atacar a cincuenta o sesenta metros del parapeto fascista. Una larga línea de hombres agazapados en una zanja, con las bayonetas asomando por el borde y el blanco de los ojos brillando en la oscuridad. Kopp y Benjamín en cuclillas detrás de nosotros, junto a un hombre que llevaba un receptor telegráfico sin hilos a hombros. Hacia el oeste, en el horizonte occidental se veían resplandores rosados, seguidos a los pocos segundos por enormes explosiones. Y entonces el ruido, pip-pip-pip, procedente del telégrafo y un susurro ordenando que nos retiráramos mientras todavía nos fuera posible. Lo hicimos, pero no con bastante rapidez. Doce infortunados muchachitos de la JCI (la liga juvenil del POUM, correspondiente a la JSU del PSUC), que habían estado apostados a sólo cuarenta metros del parapeto fascista, se dejaron sorprender por la aurora y no pudieron escapar. Tuvieron que yacer allí todo el día, apenas cubiertos por los matorrales, mientras los fascistas disparaban sobre ellos cada vez que se movían. Al caer la noche, siete habían muerto y los otros cinco se las ingeniaron para arrastrarse en la oscuridad hasta nuestra posición.
Y entonces, durante muchas de las mañanas siguientes, el fragor de los ataques anarquistas al otro lado de Huesca. Siempre el mismo fragor. De pronto, en algún momento de la madrugada, el estallido inicial de varias docenas de bombas que explotan simultáneamente —incluso a esa distancia, un estallido diabólico y desgarrante—, y luego el estruendo ininterrumpido de fusiles y ametralladoras, curiosamente similar al de los tambores. Poco a poco, el fuego se iría extendiendo a todos los frentes que rodeaban Huesca, y nosotros nos precipitaríamos a las trincheras para apoyarnos adormecidos contra el parapeto, mientras un fuego carente de sentido pasaba sobre nuestras cabezas.
Durante el día, los cañones tronaban a rachas. Torre Fabián, nuestra nueva cocina, fue bombardeada y parcialmente destruida. Resulta curioso que, cuando uno contempla el fuego de artillería desde una distancia segura, siempre desea que el artillero dé en el blanco, aunque éste contenga la cena propia y la de algunos camaradas. Los fascistas disparaban bien esa mañana; quizá se trataba de artilleros alemanes. Localizaron Torre Fabián con bastante precisión: un tiro pasado, un tiro corto y luego: fsss-¡BUM! Las vigas saltaron por los aires y una plancha de uralita posándose como un naipe arrojado sobre una mesa. El siguiente proyectil arrancó la esquina de un edificio tan limpiamente como podría haberlo hecho un gigante con un cuchillo. Los cocineros sirvieron la cena de manera puntual, hazaña sin duda memorable.
A medida que pasaban los días, íbamos distinguiendo las diferencias de los cañones invisibles, pero audibles. Había dos baterías de cañones rusos de 75 mm que disparaban desde nuestra retaguardia y que, de alguna manera, evocaban en mi mente la imagen de un hombre gordo golpeando una pelota de golf. Eran los primeros cañones rusos que veía o, más bien, oía. Tenían una trayectoria baja y velocidad muy alta, de modo que uno oía la explosión, el silbido y el estallido del proyectil de manera casi simultánea. Detrás de Monflorite había dos pesados cañones que disparaban pocas veces al día, con un rugido profundo y sordo semejante al aullido de distantes monstruos encadenados. En la fortaleza medieval de Monte Aragón, tomada por las tropas leales el año anterior (fortaleza que en toda su historia nunca había sido conquistada, según se decía), y que dominaba uno de los accesos a Huesca, funcionaba un pesado cañón, construido sin duda en el siglo XIX. Sus grandes proyectiles pasaban silbando con tanta lentitud que uno tenía la sensación de que podía correr a la par de ellos. Un proyectil de este cañón sonaba algo así como un ciclista que pasara pedaleando y silbando al mismo tiempo. Los morteros de trinchera, tan pequeños como eran, producían el peor ruido. Sus proyectiles son una especie de torpedo alado, de forma similar a los dardos que se arrojan en los sitios de recreo, y del tamaño de un botellín; explotan con un sonido metálico diabólico, como el de algún monstruoso globo de acero al estrellarse sobre un yunque. A veces nuestros aeroplanos sobrevolaban el lugar y soltaban esos torpedos aéreos cuyo tremendo rugido hace temblar la tierra a tres o cuatro kilómetros de distancia. Los disparos de la artillería antiaérea fascista punteaban el cielo como nubecitas en una mala acuarela, pero nunca vi que se acercaran siquiera a mil metros de un aeroplano. Cuando un avión desciende en picado y emplea su ametralladora, las descargas se perciben desde abajo como un batir de alas.
En nuestro sector no era mucho lo que ocurría. Doscientos metros a nuestra derecha, donde los fascistas se encontraban en terreno más alto, sus tiradores apostados mataron a unos cuantos de nuestros camaradas. Doscientos metros a la izquierda, en el puente sobre el río, tenía lugar una especie de duelo entre los morteros fascistas y los hombres que construían una barricada de cemento que atravesaba el puente. Los pequeños proyectiles funestos pasaban por encima —fsss-crash-fsss-crash— produciendo un ruido doblemente infernal cuando se estrellaban contra el camino asfaltado. A unos cien metros, se podía estar perfectamente a salvo y observar las columnas de polvo y humo negro que se elevaban como árboles mágicos. Los pobres diablos en los alrededores del puente pasaban gran parte del día ocultos en los pequeños refugios cavados cerca de la trinchera. Pero hubo menos bajas de lo que podría haberse esperado, y la barricada, una pared de cemento de medio metro de espesor, con troneras para dos ametralladoras y un pequeño cañón de campaña, fue construyéndose sin interrupciones. El cemento era reforzado con viejos armazones de cama, aparentemente el único hierro que había podido encontrarse para ese fin.
Cierta tarde, Benjamín nos dijo que necesitaba quince voluntarios. El ataque contra el reducto fascista, suspendido en una ocasión, se llevaría a cabo esa noche. Aceité mis diez cartuchos mexicanos, ensucié mi bayoneta (el brillo excesivo podía revelar mi posición) y preparé un trozo de pan, otro de chorizo colorado y un cigarro, atesorado durante largo tiempo, que mi esposa me había enviado desde Barcelona. Se distribuyeron granadas, tres para cada hombre. El gobierno español había logrado por fin producir una granada decente. Se basaba en el principio de la bomba Mills, pero con dos seguros en lugar de uno; después de arrancarlos había un intervalo de siete segundos antes de la explosión. Su principal desventaja radicaba en que uno de los seguros era muy rígido y el otro muy flojo, de modo que se podía elegir entre dejar los dos colocados en su sitio y exponerse a no poder mover el más duro en un momento de emergencia o sacar el duro de antemano y vivir en el constante terror de que la granada explotara en el bolsillo. Pero era una pequeña granada muy cómoda de arrojar.
Poco antes de medianoche, Benjamín nos condujo hasta Torre Fabián. Desde el crepúsculo había estado lloviendo. Las acequias estaban llenas hasta el borde y, cada vez que uno tropezaba y caía dentro de ellas, se encontraba con el agua hasta la cintura. Bajo la lluvia torrencial, y en completa oscuridad, una borrosa masa de hombres nos aguardaba en el patio de la granja. Kopp se dirigió a nosotros, primero en español y luego en inglés, para explicar el plan de ataque. La línea fascista formaba allí un ángulo en L, y el parapeto que debíamos atacar se encontraba sobre una elevación del terreno en la esquina de la L. Una treintena de nosotros, la mitad ingleses, la mitad españoles, bajo la dirección de Benjamín y de Jorge Roca, comandante de nuestro batallón (un batallón en la milicia significaba unos cuatrocientos hombres), debíamos arrastrarnos y cortar la alambrada fascista. Jorge arrojaría la primera granada como señal, y entonces los demás debíamos lanzar una lluvia de granadas, expulsar a los fascistas del parapeto y apoderarnos de él antes de que pudieran volver a reunir fuerzas. Simultáneamente, setenta hombres del Batallón de Choque debían asaltar la siguiente «posición», fascista, situada a doscientos metros hacia la derecha y unida a la primera por una trinchera de comunicación. Para evitar que disparáramos unos contra otros en la oscuridad, debíamos usar brazaletes blancos. En ese momento llegó un mensajero para comunicarnos que no había brazaletes blancos. Desde la oscuridad, una voz quejumbrosa sugirió: «¿No podríamos hacer que fueran los fascistas los que usaran brazaletes blancos?».