En esa época se sumó a nosotros una sección de andaluces. No sé cómo llegaron hasta este frente. La explicación aceptada era que habían huido de Málaga a tal velocidad que se habían olvidado de detenerse en Valencia; pero esta explicación se debía a los catalanes, que despreciaban a los andaluces como a una raza de semisalvajes. Sin duda, los andaluces eran muy ignorantes, casi todos analfabetos, y ni siquiera parecían saber lo único que nadie ignora en España: a qué partido pertenecían. Creían ser anarquistas, pero no estaban del todo seguros; quizás fueran comunistas. Eran pastores o aceituneros, tal vez, de aspecto rústico, nudosos, con los rostros profundamente curtidos por el feroz sol meridional. Nos resultaban útiles, pues poseían extraordinaria destreza para convertir en cigarrillos el reseco tabaco español. La distribución de éstos había cesado, pero a veces se podían comprar en Monflorite paquetes de tabaco más barato, muy similar, en aspecto y textura, a la paja cortada. De sabor no era malo, pero estaba tan seco que cuando se conseguía armar un cigarrillo, el tabaco no tardaba en caer y uno se quedaba con un cilindro vacío. Sin embargo, los andaluces lograban admirables cigarrillos y tenían una técnica especial para pegar el papel.
Dos ingleses cogieron una insolación. Mis recuerdos más vívidos de esa época son el calor del mediodía, el trabajar semidesnudos con sacos de arena sobre los hombros quemados por el sol; la mugre de las ropas y de las botas destrozadas; las luchas con la mula que traía nuestras raciones y que no tenía miedo de los disparos de fusil, pero huía cuando había un estallido de granada; los mosquitos, ya activos, y las ratas, molestas y ruidosas, que devoraban hasta cinturones y cartucheras. Nada ocurría, excepto alguna baja ocasional producida por el disparo de un tirador apostado, el esporádico fuego de artillería y los ataques aéreos sobre Huesca. Como los árboles ya estaban cubiertos de hojas, habíamos construido plataformas para tiradores en lo alto de los álamos que bordeaban la línea. Al otro lado de Huesca, los ataques comenzaban a disminuir. Los anarquistas habían sufrido serias pérdidas sin lograr cortar del todo la carretera de Jaca. Habían conseguido establecerse a ambos lados, lo bastante cerca como para tener la ruta a tiro de ametralladora e impedir el tránsito, pero la brecha tenía un kilómetro de extensión y los fascistas habían construido un camino hundido, una especie de enorme trinchera, por el cual cierto número de camiones podía ir y venir. Algunos desertores informaron de que en Huesca quedaban muchas municiones y pocos alimentos; era evidente que la ciudad no caería. Quizá resultaba imposible tomarla con los quince mil hombres mal armados de que se disponía. Más tarde, en junio, el gobierno retiró tropas del frente de Madrid hasta reunir treinta mil hombres sobre Huesca y gran cantidad de aviones; ni aun así cayó la ciudad.
Cuando salimos de permiso, yo llevaba ciento quince días en el frente. Ese periodo me parecía entonces uno de los más inútiles de toda mi vida. Me uní a la milicia para pelear contra el fascismo y, hasta ese momento, casi no había luchado, limitándome a existir como una suerte de objeto pasivo, sin hacer otra cosa, a cambio de mis raciones, que padecer frío y falta de sueño. Quizá sea ése el destino de casi todos los soldados en casi todas las guerras. Ahora que puedo considerarlo con perspectiva, ya no me arrepiento de haberlo vivido. Sin duda, querría haber servido con mayor eficacia al gobierno español, pero, desde un punto de vista personal, el de mi propio desarrollo, esos primeros tres o cuatro meses de miliciano no fueron inútiles como pensé entonces. Constituyeron una suerte de interregno en mi vida, muy distinto de cualquier otra experiencia que me hubiera sucedido antes y, quizá, que pueda ocurrirme en el futuro, y me enseñaron cosas que no habría podido aprender de ninguna otra manera.
Lo esencial es que durante todo ese tiempo había estado aislado —en el frente uno estaba casi completamente aislado del mundo exterior, e incluso de lo que ocurría en Barcelona teníamos una idea muy vaga— entre personas que cabría definir en líneas generales y sin temor a equivocarse mucho, como revolucionarios. Eso se debía a que la milicia en sí era revolucionaria. En el frente de Aragón conservó este carácter hasta junio de 1937. Las milicias de trabajadores, basadas en los sindicatos y compuestas por hombres de opiniones políticas más o menos iguales, originaban la concentración del sentimiento más revolucionario del país y lo canalizaban en un sentido determinado. Yo estaba integrando, más o menos por azar, la única comunidad de Europa occidental donde la conciencia revolucionaria y el rechazo del capitalismo eran más normales que su contrario. En Aragón se estaba entre decenas de miles de personas de origen proletario en su mayoría, todas ellas vivían y se trataban en términos de igualdad. En teoría, era una igualdad perfecta, y en la práctica no estaba muy lejos de serlo. En algunos aspectos, se experimentaba un pregusto de socialismo, por lo cual entiendo que la actitud mental prevaleciente fuera de índole socialista. Muchas de las motivaciones corrientes en la vida civilizada —ostentación, afán de lucro, temor a los patrones, etcétera— simplemente habían dejado de existir. La división de clases desapareció hasta un punto que resulta casi inconcebible en la atmósfera mercantil de Inglaterra; allí sólo estábamos los campesinos y nosotros, y nadie era amo de nadie. Desde luego, semejante estado de cosas no Podía durar. Era sólo una fase temporal y local en un juego gigantesco que se desarrollaba en toda la superficie de la tierra. Sin embargo, duró lo bastante como para influir sobre todo aquel que lo experimentara. Por mucho que protestara en esa época, más tarde me resultó evidente que había participado en un acontecimiento único y valioso. Había vivido en una comunidad donde la esperanza era más normal que la apatía o el cinismo, donde la palabra «camarada» significaba camaradería y no, como en la mayoría de los países, farsante. Había aspirado el aire de la igualdad. Sé muy bien que ahora está de moda negar que el socialismo tenga algo que ver con la igualdad. En todos los países del mundo, una enorme tribu de escritorzuelos de partido y astutos profesores se afanan por «demostrar» que el socialismo no significa nada mas que un capitalismo de Estado planificado, que no elimina el lucro como motivación. Por fortuna, también existe una visión del socialismo completamente diferente. Lo que lleva a los hombres hacia el socialismo, y los mueve a arriesgar su vida por él, la «mística» del socialismo, es la idea de la igualdad; para la gran mayoría, el socialismo significa una sociedad sin clases o carece de todo sentido. Precisamente esos pocos meses me resultaron valiosos, porque las milicias españolas, mientras duraron, constituyeron una especie de microcosmos de una sociedad sin clases. En esa comunidad donde nadie trataba de sacar partido de nadie, donde había escasez de todo pero ningún privilegio y ninguna necesidad de adulaciones, quizá se tenía una tosca visión de lo que serían las primeras etapas del socialismo. En lugar de desilusionarme, me atrajo profundamente y fortaleció mi deseo de ver establecido el socialismo. Ello se debió, en parte, a la buena suerte de haber estado entre españoles, quienes, con su decencia innata y su tinte anarquista, están en condiciones de hacer tolerables las etapas iniciales del socialismo.
En esa época yo casi no tenía conciencia de los cambios que se sucedían en mi propia mente. Como todos los que me rodeaban, percibía el aburrimiento, el calor, el frío, la mugre, los piojos, las privaciones y el peligro. Hoy es muy diferente. Ese período que entonces me pareció tan inútil y vacío de acontecimientos, tiene ahora gran importancia para mí. Es tan distinto del resto de mi vida que ya ha adquirido esa cualidad mágica que, por lo general, pertenece sólo a los recuerdos muy viejos. Fue espantoso mientras duró, pero ahora constituye un buen sitio por el que pasear mi mente. Quisiera poder transmitir la atmósfera de esa época. Confío haberlo hecho, en parte, en los primeros capítulos de este libro. En mi memoria los hechos están inseparablemente ligados al frío invernal, a los destrozados uniformes de los milicianos, a los ovalados rostros españoles, al sonido telegráfico de las ametralladoras, al olor a orines y a pan podrido, al sabor metálico de los potajes de judías engullidos apresuradamente en escudillas sucias.
Todo aquel período ha perdurado en mí con una curiosa nitidez. Con el recuerdo revivo incidentes que tal vez parezcan demasiado insignificantes para ser evocados. Vuelvo a estar en el refugio de Monte Pocero, sobre el suelo de piedra caliza que me sirve de cama. El pequeño Ramón ronca con la nariz aplastada entre mis omóplatos. Me tambaleo por la embarrada trinchera, atravesando la niebla que gira en torno a mí como vapor helado. Estoy a mitad de camino en una grieta de la ladera de la montaña, luchando por mantener el equilibrio mientras arranco una raíz de romero silvestre. Por encima de mi cabeza cantan algunas balas perdidas.
Estoy echado, oculto entre unos pequeños abetos, en el terreno bajo que está al Oeste de Monte Oscuro, con Kopp y Bob Edwards y tres españoles. En la desnuda colina gris a nuestra derecha, una hilera de fascistas trepan como hormigas. Cerca, una trompeta suena en las líneas enemigas. Mi mirada encuentra la de Kopp, quien, en un gesto de escolar, les hace burla.
Estoy en el asqueroso patio de La Granja, entre la multitud de hombres que luchan con sus platos junto a la olla de estofado. El cocinero gordo y agotado nos mantiene a raya con el cucharón. En una mesa cercana, un hombre barbudo, con una enorme pistola automática bajo el cinturón, corta grandes trozos de pan. Detrás de mí, una voz
cockney
[10]
(Bill Chambers, con quien había tenido una amarga pelea y que más tarde murió en las afueras de Huesca) está cantando:
Hay ratas, ratas,
ratas grandes como gatas,
en la…
Una bala de cañón aúlla sobre nuestras cabezas. Criaturas de quince años se arrojan al suelo. El cocinero se refugia detrás del caldero. Todos se levantan con una expresión avergonzada cuando el proyectil estalla a unos cien metros.
Camino junto a la línea de los centinelas, bajo los oscuros álamos. En la zanja inundada las ratas chapotean, haciendo tanto ruido como nutrias. Mientras la aurora aparece a nuestras espaldas, el centinela andaluz canta, envuelto en su capa. Del otro lado de la tierra de nadie, llega el canto del centinela fascista…
El 25 de abril, después de los habituales mañanas*, otra sección nos relevó, y nosotros les entregamos los fusiles, preparamos nuestro equipo y regresamos a Monflorite. No lamentaba dejar el frente. Los piojos se multiplicaban en mis pantalones con mucha mayor rapidez de la que yo podía desplegar para destruirlos, desde hacia un mes carecía de calcetines y tenía destrozadas las suelas de las botas, de modo que caminaba casi descalzo. Ansiaba un baño caliente, ropa limpia y una noche entre sábanas más apasionadamente de lo que es posible desear algo cuando se lleva una vida normal. Dormimos unas pocas horas en un granero de Monflorite, de madrugada subimos a un camión, tomamos el tren de las cinco en Barbastro y, habiendo tenido la suerte de enlazar con un tren rápido en Lérida, llegamos a Barcelona a las tres de la tarde del 26. Y fue luego cuando comenzaron los problemas.
Desde Mandalay, al norte de Birmania, se puede viajar por tren hasta Maymyo, la principal estación de montaña de la provincia, al borde de la meseta de Shan. Es una experiencia bastante extraña. El viaje se inicia bajo un sol abrasador en la típica atmósfera de una ciudad oriental, entre millones de seres de rostros oscuros, palmeras polvorientas, jugosas frutas tropicales, olores de pescado, especias y ajo; y una vez acostumbrado a ella, uno se lleva consigo esa atmósfera intacta, por así decirlo, al vagón del tren. Hasta llegar a Maymyo, a mil doscientos metros sobre el nivel del mar, mentalmente se sigue estando en Mandalay. Pero al descender del vagón, se entra en un mundo distinto. De pronto se respira un aire dulce y fresco como el de Inglaterra, y se está rodeado de hierba verde, helechos, abetos y montañesas de sonrosadas mejillas vendiendo canastillas de fresas.
Al regresar a Barcelona, después de tres meses y medio, me acordé de todo eso. Se daba allí el mismo cambio brusco y sorprendente de atmósfera. En el vagón, durante el viaje a Barcelona, la atmósfera del frente persistía; la suciedad, el ruido, la incomodidad, las vestimentas raídas y el sentimiento de privación, de camaradería e igualdad. El tren, repleto de milicianos cuando partió de Barbastro, era invadido por grupos de campesinos en cada estación de la línea. Llevaban atados de hortalizas, aterrorizadas aves de corral colgando boca abajo, bolsas que giraban y se retorcían sobre el suelo y que resultaron estar llenas de conejos vivos y, por fin, un buen rebaño de ovejas que fueron conducidas hasta los compartimentos, donde se instalaban en los espacios disponibles. Los milicianos cantaban a gritos canciones revolucionarias, arrojaban besos al aire o agitaban pañuelos rojinegros en cuanto veían a una chica bonita. Botellas de vino y de anís, el detestable licor aragonés, pasaban de mano en mano, y otros bebían utilizando la clásica bota española, con la cual es posible lanzar un chorro de vino desde cierta distancia directamente a la boca. Este procedimiento parece significarles un considerable ahorro de trabajo. Junto a mí, un muchachito de quince años, de ojos negros, teniendo por interlocutores a dos viejos campesinos de rostro apergaminado que lo escuchaban con la boca abierta, relataba historias sensacionales y, sin duda, totalmente falsas acerca de sus propias hazañas en el frente. Los campesinos no tardaron en desatar sus fardos y en convidarnos a un espeso vino rojo oscuro. Todos nos sentíamos profundamente felices, más de lo que puede expresarse. Pero, cuando el tren atravesó Sabadell y entró en Barcelona, nos rodeó una atmósfera apenas menos hostil que lo hubiera sido la de París o Londres.
Todos los que habían hecho dos visitas a Barcelona durante la guerra, con intervalos de algunos meses, comentan los extraordinarios cambios que observaron en ella. Por extraño que parezca, los que fueron por primera vez en agosto y volvieron en enero o, como yo mismo, primero en diciembre y después en abril, al volver siempre decían lo mismo: «La atmósfera revolucionaria ha desaparecido». Sin duda, para quien hubiera estado allí en agosto, cuando la sangre aún no se había secado en las calles y los milicianos ocupaban los hoteles elegantes, Barcelona, en diciembre, le habría parecido una ciudad burguesa; pero para mi, recién llegado de Inglaterra, se continuaba pareciendo más a una ciudad obrera que cualquier otra que yo hubiera podido concebir. Pero la marea estaba de reflujo. Ahora volvía a ser una ciudad corriente, un poco maltratada y lastimada por la guerra, pero sin ninguna señal externa de predominio de la clase trabajadora.