—¡Eh! ¡No tires contra nosotros!
—¿Qué?
—¡No dispares o nosotros también lo haremos!
—¡No, no! No disparaba contra vosotros. ¡Mira allá abajo!
Indicó con el fusil la travesía que había después de nuestro edificio. Efectivamente, un chico de mono azul, armado con un fusil, doblaba la esquina a toda prisa. Era evidente que acababa de hacer un disparo contra los guardias civiles que estaban en el terrado.
—Tiraba contra él. Él lo hizo primero —creo que era cierto—. No queremos disparar contra vosotros. Somos sólo trabajadores, igual que vosotros.
Hizo el saludo antifascista, que yo devolví. Le grité:
—¿Os queda algo de cerveza?
—No, se acabó toda.
Ese mismo día, sin motivo aparente, un individuo situado en el edificio de la JSU, más abajo, alzó de pronto el fusil y me disparó un tiro en el momento en que me asomaba por la ventana. Quizá le parecí un blanco tentador. Yo no respondí. Aunque estaba a sólo cien metros, su puntería fue tan mala que la bala ni siquiera pegó en el tejado del observatorio. Como de costumbre, la pésima puntería española me había salvado. Desde ese mismo edificio me hicieron varios disparos más.
El endiablado estrépito proseguía. Pero, por lo que podía ver, y por lo que oía, la lucha era defensiva en ambos bandos. La gente se limitaba a permanecer en sus edificios o detrás de sus barricadas y a disparar contra los que estaban al otro lado. A unos ochocientos metros de nuestra posición había una calle donde algunas de las principales sedes de la CNT y de la UGT estaban emplazadas casi unas enfrente de las otras; el ruido procedente de esa dirección era terrorífico. Pasé por esa calle al día siguiente del cese de la lucha: los vidrios de los negocios parecían cribas. (La mayoría de los comerciantes de Barcelona habían pegado tiras de papel cruzadas sobre los cristales de los escaparates, de modo que cuando una bala daba en ellos no los destrozaba completamente.) A veces el tableteo de las ametralladoras se combinaba con el estallido de las granadas. A intervalos muy prolongados —quizá una docena de veces en total—, se oían tremendas explosiones que en ese momento no pude explicarme; parecían bombas de aviación, pero eso era imposible, puesto que por allí no se divisaban aviones. Más tarde me dijeron que algunos agentes provocadores hacían estallar grandes cantidades de explosivos a fin de aumentar el ruido y el pánico. Con todo, no hubo fuego de artillería. Yo me mantenía atento; si los cañones comenzaban a disparar, significaría que las cosas se ponían serias. (La artillería constituye un factor decisivo en la lucha callejera.) Posteriormente, los periódicos publicaron noticias absurdas sobre baterías de cañones que disparaban en las calles, pero ninguno pudo mencionar un edificio dañado por uno de esos proyectiles. En cualquier caso, el estruendo de un cañón resulta inconfundible, si uno está acostumbrado a él.
Casi desde el comienzo escasearon los alimentos. Con grandes dificultades y al abrigo de la oscuridad (pues los guardias civiles tenían siempre tiradores apostados en las Ramblas), se llevaba comida desde el hotel Falcón para los quince o veinte milicianos de la sede central del POUM. Casi no alcanzaba y todos tratábamos de llegar hasta el hotel Continental para comer. El Continental, que había sido «colectivizado» por la Generalitat y no, como la mayoría de los hoteles, por la CNT o la UGT, se consideraba terreno neutral. En cuanto comenzó la lucha, el hotel quedó atestado de la más increíble colección de individuos. Había periodistas extranjeros, sospechosos políticos de todas las tendencias, un aviador norteamericano al servicio del gobierno, varios agentes comunistas, un obeso ruso de aspecto siniestro, a quien se suponía agente de la GPU
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, conocido por el sobrenombre de
Charlie Chan
y que llevaba sujetos al cinturón un revólver y una pequeña granada, algunas familias españolas acomodadas que parecían simpatizar con los fascistas, dos o tres heridos de la Columna Internacional, un grupo de camioneros, a quienes los disturbios habían impedido llegar a Francia con un cargamento de naranjas, y varios oficiales. del Ejército Popular. El Ejército Popular, como cuerpo, permaneció neutral durante toda la lucha, si bien algunos soldados se escaparon de los cuarteles e intervinieron individualmente; el martes por la mañana vi a dos de ellos en las barricadas del POUM. Al comienzo, antes de que la escasez de alimentos se agudizara y los periódicos empezaran a avivar el odio, hubo una tendencia a tomar todo a broma. Acontecimientos de este tipo ocurren todos los años en Barcelona, decía la gente. Giorgio Tioli, un periodista italiano, gran amigo nuestro, entró con los pantalones empapados de sangre. Había salido para ver qué ocurría, se puso a vendar a un hombre herido que yacía en la acera, cuando alguien le arrojó «jugando» una granada, sin herirlo afortunadamente de gravedad. Recuerdo su comentario de que sería conveniente numerar las piedras de las calles de Barcelona y ahorrar así mucho trabajo en la construcción y demolición de las barricadas. Recuerdo también a dos hombres de la Columna Internacional, sentados en mi habitación cuando yo llegué cansado, sucio y hambriento al cabo de una noche de guardia. Su actitud fue por completo neutral. De haber sido buenos miembros del partido, supongo que me hubieran instado a cambiar de bando o tal vez quitado las granadas que me abultaban en los bolsillos; en vez de esto, se limitaron a expresar su pesar al saber que debía pasar mi permiso haciendo guardia en un terrado. La actitud general era: «Esto no es más que una riña entre los anarquistas y la policía; no significa nada». A pesar de la intensidad de la lucha y el número de bajas creo que estaba más cerca de la verdad que la versión oficial que describía lo ocurrido como un levantamiento planeado.
Hacia el miércoles (5 de mayo) las cosas comenzaron a cambiar. Las calles desiertas ofrecían un aspecto siniestro. Unos pocos transeúntes, obligados a salir por algún motivo, se deslizaban de un lado a Otro agitando pañuelos blancos. En un lugar a media altura de las Ramblas y a salvo de las balas, algunos hombres voceaban los periódicos en la calle vacía. El martes, el periódico anarquista
Solidaridad Obrera
describía el ataque policial contra la Central Telefónica como una «monstruosa provocación» (o algo similar), pero el miércoles cambió de tono y comenzó a pedir que se retornara al trabajo. Los líderes anarquistas transmitieron por radio el mismo mensaje. Las oficinas de
La Batalla
—el periódico del POUM—, que carecían de defensa, habían sido atacadas y ocupadas por los guardias civiles casi al mismo tiempo que la Central Telefónica, pero el periódico seguía imprimiéndose en otro local. En los pocos ejemplares distribuidos se instaba a permanecer en las barricadas. La gente no sabía qué pensar y se preguntaba cómo terminaría todo. Creo que nadie abandonó las barricadas, pero todos estaban hartos de esa lucha carente de sentido. Nadie deseaba que se convirtiera en una verdadera guerra civil que habría podido significar la derrota frente a Franco. Este temor encontraba expresión en todos los sectores. Podía deducirse de los comentarios oídos que las filas de la CNT deseaban, igual que al comienzo, sólo dos cosas: la devolución de la Central Telefónica y el desarme de los odiados guardias civiles. Si la Generalitat hubiera prometido ambas cosas, y también poner fin al mercado negro de alimentos, las barricadas habrían desaparecido en un par de horas. Pero era obvio que la Generalitat no estaba dispuesta a ceder. Comenzaron a circular desagradables rumores. Se decía que el gobierno de Valencia enviaba seis mil hombres para ocupar Barcelona y que cinco mil milicianos anarquistas y del POUM habían abandonado el frente de Aragón para plantarles cara. Sólo el primero de esos rumores era cierto. Desde la torre del observatorio vimos las formas chatas y grises de los barcos de guerra aproximándose al puerto. Douglas Moyle, que había sido marino, afirmó que parecían destructores británicos.
Eran
ciertamente destructores británicos, pero esto lo supimos más tarde.
Esa noche oímos decir que en la Plaza de España cuatrocientos guardias civiles se habían rendido y entregado sus armas a los anarquistas; también se filtraban algunas noticias, bastante vagas, en el sentido de que en los suburbios (principalmente en los barrios obreros) la CNT conservaba el control. Parecía que estábamos ganando. Pero esa misma noche Kopp envió a por mí y, con el rostro grave, me dijo que, según una información recién recibida, el gobierno se disponía a ilegalizar al POUM y a declarar el estado de guerra. La noticia me produjo una gran conmoción. Era el primer indicio que tenía de la interpretación que más tarde se daría a estos sucesos. Comprendí vagamente que, cuando la lucha concluyera, el POUM, que era el partido más débil y, por ende, el chivo expiatorio más propicio, cargaría con toda la culpa. Entretanto, nuestra neutralidad local había concluido. Si el gobierno nos declaraba la guerra no teníamos otra alternativa que defendernos y en la sede central estábamos seguros de que los guardias civiles del café vecino recibirían órdenes de atacarnos. Nuestra única salida consistía en atacarlos primero. Kopp aguardaba órdenes telefónicas. Si nos acababan de confirmar que el POUM realmente había sido proscrito, debíamos prepararnos de inmediato para apoderarnos del Café Moka.
Recuerdo la larga noche de pesadilla que pasamos fortificando el edificio. Bloqueamos las persianas de la puerta de entrada y detrás de ellas levantamos una barricada con las losas sobrantes de unas reformas hechas. Pasamos revista a nuestra reserva de armas. Incluyendo los seis que se utilizaban en la azotea del Poliorama, teníamos veintiún fusiles (uno de ellos defectuoso), cincuenta cargas para cada fusil, unas docenas de granadas y algunos revólveres y pistolas. Doce hombres, en su mayoría alemanes, se ofrecieron para el ataque al Café Moka. Naturalmente, atacaríamos desde la azotea y poco antes del amanecer, para tomarlos por sorpresa; ellos nos superaban en número, pero a nosotros nos animaba la firme decisión de luchar. Sin duda, podríamos apoderarnos del local, pero a costa de algunas bajas. Carecíamos de alimentos en el edificio, fuera de unas pocas tabletas de chocolate, y corría el rumor de que «ellos» se disponían a cortar el agua. (Nadie sabía quiénes eran «ellos». Podía ser el gobierno, que controlaba el sistema de abastecimiento de aguas, o la CNT; nadie lo sabía.) Decidimos llenar los lavabos de los baños, cuanto balde pudimos conseguir y hasta las quince botellas de cerveza, ahora vacías, que los guardias civiles obsequiaron a Kopp.
Estaba muy bajo de ánimos y agotado después de pasar sesenta horas casi sin dormir. Ya era noche avanzada. Detrás de la barricada de losas, en la planta baja, el suelo estaba cubierto de gente dormida. En el primer piso había un sofá en una pequeña habitación que pensábamos utilizar como enfermería, aunque, por supuesto, descubrimos que no teníamos ni siquiera vendas. Me eché en el sofá, con la sensación de que necesitaba una media hora de descanso antes del ataque al «Moka», en el transcurso del cual probablemente me matarían. Recuerdo la gran molestia que me producía la pistola, sujeta al cinturón e incrustada en los riñones. Lo próximo que recuerdo es que me desperté sobresaltado y vi a mi esposa de pie junto a mí. Me dijo que había acudido a ofrecerse como enfermera y que le había dado pena despertarme. Ya era pleno día, el gobierno no había declarado la guerra al POUM, el agua seguía fluyendo por los grifos y, salvo algunos disparos esporádicos en las calles, todo estaba tranquilo.
Esa tarde hubo una especie de armisticio. Los disparos cesaron y, con sorprendente rapidez, las calles se llenaron de gente. Unos pocos negocios comenzaron a levantar sus persianas, y el mercado se abarrotó de una enorme muchedumbre que clamaba por comida, aunque los puestos estaban casi vacíos. Con todo, destacaba que los tranvías todavía no circulaban. Los guardias civiles seguían detrás de sus barricadas en el Café Moka. Los edificios fortificados no fueron evacuados por ninguno de los dos bandos. En todos los sectores se escuchaban las mismas preguntas ansiosas: «¿Crees que ya se acabó? ¿Crees que volverá a empezar?». Ahora se hablaba de la lucha como de una especie de calamidad natural, similar a un huracán o a un terremoto, que nos agobiaba a todos por igual y que no podíamos detener. Casi de inmediato —supongo que en realidad hubo varias horas de tregua, pero nos parecieron unos pocos minutos— un súbito estrépito de un fusil, como un trueno de verano, nos hizo correr a todos; las persianas metálicas volvieron a caer, las calles se vaciaron como por arte de magia, las barricadas se llenaron, y «aquello» volvía a empezar.
Regresé asqueado y furioso a mi puesto sobre la azotea. Al participar en acontecimientos como ésos supongo que, en una pequeña medida, se está haciendo historia, y uno debería sentirse personaje histórico por derecho propio. Sin embargo, no ocurre así porque en tales momentos los detalles físicos siempre pesan más. Durante toda la lucha, nunca pude hacer el «análisis» correcto de la situación que los periodistas esbozaban con tanta facilidad a cientos de kilómetros de distancia. Lo que me preocupaba esencialmente no era lo justo y lo injusto de esa refriega intestina, sino simplemente la incomodidad y el aburrimiento de estar sentado día y noche en esa azotea insoportable, y el hambre que aumentaba cada vez más, pues ninguno de nosotros había tenido una comida decente desde el lunes. Todo el tiempo me acosaba la idea de que tendría que regresar al frente en cuanto este asunto terminara. Era indignante. Después de ciento quince días en el frente había regresado a Barcelona hambriento de un poco de descanso y comodidad y, en su lugar, debía pasarme el permiso sentado en un terrado frente a guardias civiles tan aburridos como yo, que me saludaban con la mano y me aseguraban que eran «obreros» (querían decir que confiaban en que yo no abriría fuego contra ellos), pero que sin duda dispararían contra mí si recibían órdenes de hacerlo. Si eso era historia, yo no me sentía con ánimos de vivirla. Se parecía más a los malos momentos pasados en el frente, cuando por falta de hombres debían hacerse horas extra de guardia. En lugar de sentirse heroico, uno permanece en su puesto, aburrido, cayéndose de sueño y totalmente indiferente a lo que sucede.
Dentro del hotel, entre la muchedumbre heterogénea que, en su mayor parte, no se había animado a asomar la nariz, se había generado una horrible atmósfera de sospechas. Varios individuos se contagiaron de la manía de espiar y vagaban por allí susurrando que todos los demás eran espías de los comunistas, o de los trotskistas, o de los anarquistas. El obeso agente ruso acorralaba por turno a los refugiados extranjeros y les explicaba, de manera plausible, que el conflicto se debía a un complot anarquista. Lo observé con cierto interés, pues era la primera vez que veía a una persona cuya profesión consistía en mentir (excluyendo, claro está, a los periodistas). Había algo repulsivo en esta parodia de la vida de un hotel elegante que proseguía detrás de ventanas cerradas y del tableteo de los fusiles. El comedor de delante había sido abandonado después de que una bala atravesara la ventana y astillara una columna; los huéspedes se amontonaban en una oscura habitación posterior, donde nunca había bastantes mesas. El número de camareros había disminuido —algunos eran miembros de la CNT y se habían solidarizado con la huelga general— y, por el momento, se habían deshecho de las camisas almidonadas, pero las comidas seguían sirviéndose con cierta pretensión ceremoniosa, aunque, prácticamente, no había nada que comer. Ese jueves a la noche, el plato principal de la cena fue
una
sardina para cada comensal. El hotel carecía de pan desde hacía varios días, e incluso el vino escaseaba tanto que bebíamos vinos cada vez más añejos a precios cada vez más altos. Esta escasez de comida prosiguió aun después de terminada la lucha. Recuerdo que, durante tres días seguidos, mi esposa y yo desayunamos un pequeño trozo de queso de cabra, sin nada de pan y sin nada para beber. Abundaban, en cambio, las naranjas. Los camioneros franceses llevaron al hotel grandes cantidades de su cargamento. Eran un grupo de aspecto rudo, e iban acompañados por algunas deslumbrantes muchachas españolas y por un enorme mozo de cuerda con una blusa negra. En cualquier otra ocasión, un gerente de hotel —puntillosos como son— hubiera hecho todo lo posible para que se sintieran incómodos, incluso les habría negado la entrada, pero en esas circunstancias fueron aceptados porque, a diferencia de los demás, contaban con una provisión privada de pan que todos trataban de hacer suya.