En este capítulo sólo he descrito mis experiencias personales. En el
Apéndice II
trataré de abordar lo mejor que pueda cuestiones más generales: lo que realmente ocurrió y con qué resultados, qué era lo justo y qué lo injusto, y quién el responsable –si lo hubiera—. Se ha explotado tanto con fines políticos la lucha en Barcelona que resulta importante tratar de tener una visión equitativa de ella. Lo que se ha escrito sobre el tema alcanza para llenar muchos libros, pero sus nueve décimas partes —supongo que no exagero al afirmarlo— son falsas. Casi todos los reportajes periodísticos publicados en esa época fueron realizados por periodistas alejados de los hechos, y no sólo son inexactos, sino intencionalmente engañosos. Como de costumbre, sólo se permitió que una versión de lo ocurrido llegara al gran público. Al igual que cualquier otra persona que estuviera en Barcelona en aquellos momentos, sólo vi lo que ocurría en mi entorno inmediato, pero vi y oí lo suficiente como para poder contradecir muchas de las mentiras que han estado circulando.
Pasados unos tres días de las luchas de Barcelona regresamos al frente. Tras los enfrentamientos —más concretamente, tras el combate de insultos en la prensa— resultaba difícil pensar en la guerra tan ingenua e idealistamente como antes. Supongo que nadie pasó algunas semanas en España sin sentirse algo decepcionado. Recordaba las palabras del corresponsal con quien conversé durante mi primer día en Barcelona: «Esta guerra, como cualquier otra, es un fraude». El comentario, hecho en diciembre, me había desagradado profundamente y entonces no me pareció cierto; en mayo seguía sin parecerme cierto del todo, pero sí más que antes. Es sabido que toda guerra sufre una especie de degradación progresiva a medida que pasan los meses, porque cosas tales como la libertad individual y una prensa veraz no son compatibles con la eficacia militar.
Podíamos ya empezar a hacer conjeturas sobre lo que ocurriría. Era fácil ver que el gobierno de Caballero caería y sería reemplazado por otro más derechista, sometido a una influencia comunista aún más fuerte (esto ocurrió una o dos semanas más tarde), que se empeñaría en terminar con el poder de los sindicatos de una vez para siempre. Para después, cuando Franco fuera derrotado —aun dejando de lado los enormes problemas planteados por la reorganización de España—, las perspectivas no eran halagüeñas. Los comentarios periodísticos acerca de «una guerra librada en defensa de la democracia» eran mero engaño. Ninguna persona sensata podía suponer que hubiera alguna esperanza de democracia, ni siquiera como la entendemos en Inglaterra o en Francia, en un país tan dividido y exhausto como lo sería España al concluir la guerra. Se acabaría imponiendo una dictadura y, evidentemente, la posibilidad de una dictadura proletaria había pasado. Ello significaba que el país sería sometido a alguna clase de fascismo. De un fascismo que, sin duda, tendría algún nombre más agradable y —por tratarse de España— sería más humano y menos eficiente que las variedades alemana o italiana. Las únicas alternativas parecían ser: o una dictadura franquista infinitamente peor o que la guerra terminara (siempre era una posibilidad) con una división de España, ya sea por verdaderas fronteras o por zonas económicas.
Desde cualquier punto de vista, las perspectivas eran deprimentes. Pero ello no significaba que no fuera mejor luchar con el gobierno contra el fascismo más descarnado y desarrollado de Franco y Hitler. Cualesquiera que fueran los defectos del gobierno de posguerra, no cabía duda de que el régimen franquista sería peor. Para los trabajadores urbanos quizá la situación no cambiase ganara quien ganase, pero España es fundamentalmente un país agrícola y los campesinos sí se beneficiarían con la victoria del gobierno. Por lo menos algunas de las tierras confiscadas seguirían estando en sus manos, en cuyo caso también habría una distribución de la tierra en el territorio que había sido de Franco y no sería restaurado el virtual servilismo antes existente en algunas partes de España. El gobierno resultante al final de la guerra sería, por lo menos, anticlerical y antifeudal. Pondría límites a la Iglesia, aunque fuera temporalmente, modernizaría el país, por ejemplo construyendo carreteras, y promovería la educación y la salud públicas. Algo se había hecho ya en tal dirección, hasta en plena guerra. Franco, en cambio, no era sólo un títere de Italia y Alemania, sino que estaba ligado a los grandes terratenientes feudales y representaba una rancia reacción clérigo-militar. El Frente Popular podía ser una estafa, pero Franco era un anacronismo. Sólo los millonarios o los románticos podían desear que triunfara.
Además, allí estaba decidiéndose algo muy importante y que hacía dos años me perseguía como una pesadilla: el prestigio internacional del fascismo. Desde 1930 los fascistas habían obtenido todas las victorias; era hora de que sufrieran una derrota, no importaba mayormente a manos de quién. Si hacíamos retroceder a Franco y a sus mercenarios extranjeros hasta el mar, lograríamos mejorar considerablemente la situación mundial, aun cuando España misma emergiera bajo una dictadura sofocante y con los mejores hombres en la cárcel. Aunque sólo fuera por eso, valía la pena ganar la guerra.
Tal era la situación en aquel momento. Debo aclarar que ahora mi opinión sobre Negrín es mucho más favorable que cuando subió al poder. Ha llevado adelante una lucha difícil con gran valentía y ha demostrado más tolerancia política de lo que se esperaba. No obstante, sigo creyendo que, a menos que España se divida con consecuencias imprevisibles, el gobierno de posguerra será de tendencia fascista. Reitero esta opinión corriendo el riesgo de que el tiempo haga conmigo lo que hace con casi todos los profetas.
Acabábamos de llegar al frente cuando supimos que Bob Smillie, en viaje de regreso a Inglaterra, había sido arrestado en la frontera, trasladado a Valencia y encarcelado. Smillie estaba en España desde octubre. Después de haber trabajado durante varios meses en las oficinas del POUM, se unió a la milicia cuando llegaron los otros miembros del ILP pues quería luchar unos tres meses en el frente, antes de regresar a Inglaterra para tomar parte en una gira de propaganda. Pasó algún tiempo antes de que pudiéramos descubrir por qué lo habían arrestado. Smillie estaba incomunicado*, de modo que ni siquiera su abogado podía verlo. En la práctica jurídica española no hay
habeas corpus
y un individuo puede estar en la cárcel durante varios meses sin que se concrete ninguna acusación y mucho menos se lo juzgue. Por fin supimos, a través de un prisionero liberado, que Smillle había sido arrestado por «portar armas». Las «armas» eran dos granadas del rudimentario tipo utilizado al comienzo de la guerra que, junto con fragmentos de proyectiles y otros recuerdos del frente, llevaba a Inglaterra para mostrar en sus conferencias. Las granadas ya no tenían ni carga ni espoleta, y sus cilindros vacíos eran completamente inocuos. Evidentemente, se habían valido de un pretexto; el arresto se debía a la conocida vinculación de Smillie con el POUM. En Barcelona la lucha acababa de cesar y las autoridades se mostraban ansiosas por impedir que salieran de España aquellos que podían contradecir la versión oficial. En consecuencia, era muy probable que en las fronteras se hicieran nuevos arrestos, con pretextos más o menos tontos. Posiblemente, la intención sólo fuera, en un principio, retener a Smillie unos pocos días, pero en España, una vez que se entra en la cárcel, generalmente se permanece allí, con juicio o sin él.
Seguíamos en Huesca, pero nos habían situado algo más a la derecha, frente al reducto fascista que habíamos capturado temporalmente unas pocas semanas antes. Yo actuaba como teniente* —supongo que corresponde a subteniente en el ejército británico—, y tenía bajo mi mando a unos treinta hombres, españoles e ingleses. Habían propuesto mi nombre para un ascenso oficial de rango; no era seguro que me lo concedieran. Hasta entonces, los oficiales de la milicia rechazaban los ascensos oficiales, pues éstos significaban pagas superiores y contradecían las ideas igualitarias de la milicia; pero ahora estaban obligados a aceptarlos. Benjamín ya había sido ascendido a capitán y Kopp estaba a punto de convertirse en comandante. Desde luego, el gobierno no podía pasarse sin los oficiales de la milicia, pero no confirmaba a ninguno de ellos en ningún grado superior al de comandante, probablemente reservando los cargos más altos para los del ejército regular y los flamantes egresados de la Escuela de Guerra. A causa de este procedimiento, en nuestra división (y, sin duda, en muchas otras) se daba el extraño caso de que el jefe de división, los jefes de brigada y los jefes de batallón eran todos comandantes.
No ocurría mucho en el frente. La batalla en torno a la carretera de Jaca había terminado y no se reanudó hasta mediados de junio. En nuestra posición, los tiradores apostados representaban el principal problema. Las trincheras fascistas estaban situadas a más de ciento cincuenta metros pero en un terreno más alto, y nos rodeaban por dos lados, porque nuestra línea formaba un saliente en ángulo. El vértice del ángulo era un punto peligroso; los tiradores siempre causaban allí muchas bajas. De cuando en cuando, los fascistas nos disparaban granadas de fusil o algo similar. Causaban un estrépito insoportable que nos dejaba con los nervios destrozados, pues nos tomaban por sorpresa y no teníamos tiempo de buscar protección: pero no eran realmente peligrosas. El orificio que dejaban en el terreno no era más grande que una bañera. Las noches eran agradablemente cálidas, los días muy calurosos, los mosquitos empezaban a molestar y, a pesar de la ropa limpia traída de Barcelona, casi de inmediato nos cubrimos de piojos. En los huertos desiertos de la tierra de nadie las ramas de los cerezos se blanqueaban de flores. Durante dos días hubo lluvias torrenciales, las trincheras se inundaron y el parapeto se hundió treinta centímetros: después tuvimos que cavar y extraer la arcilla pegajosa con las pésimas palas españolas que carecían de mango y se doblaban como si fueran de estaño.
Habían prometido un mortero de trinchera para la compañía, yo lo esperaba ansioso. Por la noche patrullábamos como de costumbre, aunque con mayor riesgo, pues las posiciones fascistas estaban mejor defendidas y sus tropas más alertas: habían desparramado latas junto a la alambrada y abrían fuego con las ametralladoras en cuanto oían el menor ruido. Durante el día disparábamos desde la tierra de nadie. Arrastrándose unos cien metros resultaba posible meterse en una zanja oculta por altos pastos y desde la cual se dominaba una brecha del parapeto fascista. Habíamos convertido el sitio en un apostadero para tirar. Si se esperaba el tiempo suficiente, generalmente se acababa por ver una figura vestida de color caqui que se deslizaba rauda por delante de la abertura. Disparé bastantes veces. Ignoro si herí a alguien; parece improbable, ya que tiro muy mal con el fusil. Pero resultaba casi divertido, pues los fascistas no sabían de dónde venían los disparos y yo estaba seguro de acertarle a alguno tarde o temprano. Sin embargo, las cosas resultaron justo al revés: un tirador fascista me hirió. Estaba en el frente desde hacía unos diez días cuando sucedió. La experiencia de recibir una herida de bala es muy interesante y creo que vale la pena describirla con cierto detalle.
A las cinco de la mañana me encontraba en el vértice del parapeto. Esa hora siempre era peligrosa. Teníamos la aurora a nuestras espaldas y si se asomaba la cabeza quedaba claramente recortada contra el cielo. Estaba hablando con los centinelas antes del cambio de guardia. De pronto, en mitad de una frase, sentí… es muy difícil describir lo que sentí, aunque lo recuerdo en forma muy vivida.
Por decirlo de alguna manera, tuve la sensación de encontrarme
en el centro
de una explosión. Hubo como un fuerte estallido y un fogonazo cegador a mi alrededor, y sentí un golpe tremendo, no dolor, sólo una sacudida violenta, como la que produce una descarga eléctrica. Luego una sensación de absoluta debilidad, de haber sido reducido a nada. Los sacos de arena frente a mí se alejaron a una distancia inmensa. Supongo que se siente lo mismo cuando se es alcanzado por un rayo. Supe de inmediato que estaba herido, pero por el estallido y el fogonazo pensé que se trataba de algún fusil próximo, disparado por accidente. Todo ocurrió en un espacio de tiempo muy inferior a un segundo. Al instante siguiente se me doblaron las rodillas y caí hasta dar violentamente con la cabeza contra el suelo. Tenía perfecta conciencia de estar malherido, experimentaba una sensación de torpeza y aturdimiento, pero no sufría ningún dolor tal como se entiende normalmente.
El centinela norteamericano con quien había estado hablando se abalanzó sobre mí: «Cielos, ¿estás herido?». Otros milicianos se acercaron y se produjo el alboroto habitual. «¡Levantadlo! ¿Dónde está herido? ¡Abridle la camisa!», etcétera, etcétera. El norteamericano pidió un cuchillo para cortarme la camisa. Yo sabía que el mío estaba en uno de mis bolsillos y traté de sacarlo, pero descubrí que tenía el brazo derecho paralizado. La ausencia de dolor me producía una ligera satisfacción. «Esto sin duda alegrará a mi esposa», pensé (siempre había deseado que me hirieran, y me salvara así de morir cuando llegara la gran batalla). Justo en ese momento se me ocurrió preguntarle dónde estaba herido y de qué gravedad; no sentía nada, pero tenía conciencia de que la bala me había golpeado en alguna parte frontal del cuerpo. Cuando traté de hablar, comprobé que carecía de voz, sólo proferí un débil quejido, pero al segundo intento logré preguntar dónde estaba herido. Me dijeron que en la garganta. Harry Webb, nuestro camillero, trajo vendas y una de las pequeñas botellas de alcohol que nos daban para curas de urgencia. Cuando me levantaron me salió mucha sangre por la boca, y a mi espalda oí decir a un español que la bala me había atravesado el cuello. Sentí que el alcohol, que por lo común arde muchísimo, me bañaba la herida produciéndome una agradable sensación de frescura.
Volvieron a acostarme mientras alguien buscaba una camilla. En cuanto supe que la bala me había atravesado limpiamente la garganta di por sentado que no tenía salvación. Nunca había oído hablar de un hombre o de un animal que sobreviviera a un balazo en el cuello. La sangre me goteaba por las comisuras de los labios. «La arteria está destrozada», pensé. Me pregunté cuánto se dura con la carótida cortada; pocos instantes, seguramente. Todo se veía muy borroso. Deben de haber pasado unos dos minutos durante los cuales supuse que estaba muerto. También eso era interesante, es decir, resulta interesante saber qué clase de pensamientos se tiene en semejante situación. Mi primer pensamiento, bastante convencional, fue para mi esposa. Luego me asaltó un violento resentimiento por tener que abandonar este mundo que, a pesar de todo, me gusta. Tuve tiempo de sentir esto de forma muy vívida. La estúpida mala suerte me enfurecía. ¡Qué absurdo era todo! Morirse no en medio de una batalla, sino en el mugriento rincón de una trinchera, por culpa de un descuido de un segundo. Pensé en el hombre que me había disparado, me pregunté si sería español o extranjero, si sabría que me había herido. No experimentaba rencor alguno contra él. Me dije que, tratándose de un fascista, lo habría matado de haber podido, pero que si lo hubieran tomado prisionero y traído ante mí en ese momento me habría limitado a felicitarlo por su buena puntería. Puede ser que cuando uno se está muriendo realmente se piense de manera diferente.