Así, pues, cuando mis camaradas de mayor educación política me dijeron que no se podía adoptar una actitud puramente militar frente a la guerra y que se debía elegir entre la revolución y el fascismo, me sentí inclinado a reírme de ellos. En general, aceptaba el punto de vista comunista, que equivalía a decir: «No podemos hablar de revolución hasta que hayamos ganado la guerra»; y no el punto de vista del POUM: «Debemos avanzar si no queremos retroceder». Más tarde, cuando decidí que el POUM estaba en lo cierto o, por lo menos, más en lo cierto que los comunistas, no fue del todo por su enfoque teórico. En teoría, la posición de los comunistas era buena, la dificultad radicaba en que su conducta concreta hacía difícil creer que la propugnaran de buena fe. El repetido lema «La guerra primero y la revolución después», si bien realmente sentido por el miliciano del PSUC, quien honestamente pensaba que la revolución podría continuar una vez ganada la guerra, era una farsa. Lo que se proponían los comunistas no era postergar la revolución española hasta un momento más adecuado, sino asegurarse de que nunca tuviera lugar. Con el correr del tiempo, esto se tornó cada vez más evidente, a medida que el poder fue siendo arrancado de las manos de la clase trabajadora y que se fue encarcelando a un número siempre creciente de revolucionarios de distintas tendencias. Cada movimiento era efectuado en nombre de las necesidades militares, porque éste era un pretexto hecho a la medida; pero tendía a alejar a los trabajadores de una posición ventajosa hacia una posición desde la cual, cuando la guerra terminara, les resultara imposible oponerse a la reimplantación del capitalismo. Ha de tenerse en cuenta que no me refiero al afiliado comunista, y menos aún a los millares de comunistas que murieron heroicamente en Madrid, pero ésos no eran los hombres que dirigían la política del partido. En cuanto a los individuos que ocupaban posiciones más destacadas, resulta inconcebible pensar que no actuaron conscientes de lo que hacían.
Sin embargo, a fin de cuentas, valía la pena ganar la guerra aunque se perdiera la revolución. Pero llegué a dudar de que, a la larga, la política comunista apuntara a la victoria. Pocas personas parecen haber pensado que lo conveniente era una política distinta para los diferentes períodos de la guerra. Probablemente los anarquistas salvaron la situación en los primeros dos meses, pero fueron incapaces de organizar la resistencia más allá de un cierto punto; los comunistas probablemente salvaron la situación en octubre-diciembre, pero ganar la guerra era cosa muy distinta. En Inglaterra, la política comunista de guerra ha sido aceptada sin discusión, porque fueron muy pocas las críticas que llegaron a ver la luz en la prensa y porque sus líneas generales —eliminar el caos revolucionario, acelerar la producción, militarizar el ejército— parecían realistas y eficaces. Tal vez valga la pena señalar su debilidad inherente.
A fin de frenar toda tendencia revolucionaria y hacer que la guerra se pareciera tanto como fuera posible a una guerra convencional, se hizo necesario desperdiciar las oportunidades estratégicas que realmente existían. He descrito ya la forma en que estábamos armados, o desarmados, en el frente de Aragón. Casi no cabe duda de que las armas fueron deliberadamente retenidas a fin de que los anarquistas no contaran con demasiado poder en ese aspecto, pues podrían usarlo más tarde con un propósito revolucionario; en consecuencia, la gran ofensiva de Aragón, que hubiera alejado a Franco de Bilbao y posiblemente de Madrid, nunca tuvo lugar. Pero éste es un asunto comparativamente menor. Más importante fue el hecho de que, cuando la contienda quedó reducida a una «guerra por la democracia», se tornó imposible apelar a la ayuda en gran escala de la clase trabajadora en el extranjero. Si nos atenemos a los hechos, debemos admitir que la clase trabajadora del mundo ha observado con cierta indiferencia la guerra española. Decenas de miles de individuos acudieron a luchar, pero decenas de millones permanecieron apáticos. Durante el primer año de la guerra, se estima que el pueblo británico contribuyó a los diversos fondos de «ayuda a España» con alrededor de un cuarto de millón de libras —probablemente menos de la mitad de lo que gasta en una semana para ir al cine—. La acción industrial —huelgas y boicots— constituía la única forma de lucha con la que la clase trabajadora de los países democráticos podría haber ayudado realmente a sus camaradas españoles. Nada por el estilo ni siquiera se anunció. Los dirigentes laboristas y comunistas de todo el mundo declararon que era impracticable; sin duda, estaban en lo cierto, sobre todo mientras siguieran gritando a voz en cuello que la España «roja» no era «roja». Desde 1914-1918, la expresión «guerra por la democracia» tenía un matiz siniestro. Durante muchos años, los comunistas mismos se habían dedicado a enseñar a los trabajadores militantes de todos los países que «democracia» era una manera eufemística de llamar al capitalismo. No es una buena táctica afirmar primero que «la democracia es una estafa», y pedir luego: «¡Luchad por la democracia!». Si, respaldados por el enorme prestigio de la Rusia soviética, hubieran apelado a los trabajadores del mundo, no en nombre de la «España democrática», sino de la «España revolucionaria», resulta difícil creer que no habrían recibido respuesta.
Pero lo más importante es que con una política no revolucionaria era difícil, si no imposible, atacar la retaguardia de Franco. En el verano de 1937, Franco controlaba sectores de población más vastos que el gobierno, mucho más vastos si se cuentan las colonias, pero con igual cantidad de tropas. Como es bien sabido, con una población hostil en la retaguardia es imposible mantener un ejército en el frente sin otro ejército igualmente numeroso, destinado a proteger las comunicaciones, impedir el sabotaje, etcétera. Por lo tanto, resulta obvio que no había un verdadero movimiento popular en la retaguardia de Franco. Es absurdo pensar que la gente en su territorio —por lo menos los trabajadores urbanos y los campesinos pobres— simpatizara con él, pero con cada paso hacia la derecha, la superioridad del gobierno resultaba menos evidente. Confirma todo esto el caso de Marruecos. ¿Por qué no hubo un levantamiento en Marruecos? Franco deseaba establecer una terrible dictadura y los moros preferían quedarse con Franco y no con el gobierno del Frente Popular. La verdad palpable es que no se hizo ningún intento de fomentar un levantamiento en Marruecos porque ello hubiera significado dar a la guerra un giro revolucionario. La primera necesidad convencer a los moros de la buena fe del gobierno— debería haber llevado a proclamar la liberación de Marruecos. ¡Y ya podemos imaginarnos la alegría que se hubieran llevado los franceses! La mejor oportunidad estratégica de la guerra se desperdició en la vana esperanza de aplacar al capitalismo francés e inglés. La tendencia de la política comunista consistía en reducir la lucha a una guerra corriente, no revolucionaria, en la que el gobierno estuviera en desventaja, pues una guerra de ese tipo sólo puede ganarse por medios mecánicos, esto es, en última instancia, por una provisión ilimitada de armas. Y el principal proveedor de armas del gobierno, la URSS, se encontraba en enorme desventaja desde el punto de vista geográfico en comparación con Italia y Alemania. Quizá el lema anarquista y del POUM: «La guerra y la revolución son inseparables» era más realista de lo que parece.
Por las razones dadas considero errónea la política comunista antirrevolucionaria. Por lo que se refiere a las consecuencias de esa política sobre el curso de la guerra, espero y deseo equivocarme. Quisiera que esta guerra se ganara por cualquier medio. Y, desde luego, aún no podemos saber lo que ocurrirá. El gobierno puede volver a inclinarse hacia la izquierda, los moros pueden rebelarse por su propia cuenta, Inglaterra puede decidirse a sobornar a Italia, la guerra puede ganarse mediante recursos simplemente militares: no hay manera de saberlo. Dejo expresadas mis opiniones, y el resultado final mostrará en qué medida son acertadas o erróneas.
Pero en febrero de 1937 no veía las cosas bajo este prisma. Estaba harto de la inactividad en el frente de Aragón y, sobre todo, tenía plena conciencia de que no había aportado mi parte en la lucha. Solía recordar los carteles de reclutamiento de Barcelona que interrogaban acusadoramente a los transeúntes: «¿Y tú qué has hecho por la democracia?», y sentía que sólo podía responder: «He recibido mis raciones». Cuando ingresé en la milicia, me prometí matar a un fascista —a fin de cuentas, si cada uno de nosotros hacía lo mismo, no tardarían en desaparecer—, y aún no había matado a nadie, ni había tenido casi oportunidad de hacerlo.
Por supuesto deseaba ir a Madrid. Todos en el ejército, cualquiera que fuese su actitud política, deseaban ir a Madrid. Ello probablemente significaría pasar a la Columna Internacional, pues el POUM contaba entonces con muy pocas tropas en Madrid y los anarquistas tenían menos hombres que antes.
Por el momento, debía quedarme allí, pero les dije a todos que, en cuanto nos dieran permiso, trataría de pasarme a la Columna Internacional, lo cual significaba colocarme bajo control comunista. Varios trataron de disuadirme, pero nadie intentó interferir. Es justo decir que en el POUM había muy poca caza de herejes, quizá demasiado poca, considerando sus circunstancias especiales; nadie era castigado por tener opiniones políticas contrarias, exceptuando una tendencia profascista. Pasé buena parte de mi tiempo en la milicia criticando acerbamente la «línea» del POUM, pero nunca me vi envuelto en dificultades por ello. Ni siquiera se ejerció algún tipo de presión sobre mí para que ingresara en el partido, aunque pienso que la mayoría de los milicianos lo hacían. Nunca ingresé en el partido, actitud de la que me arrepentí bastante cuando el POUM fue disuelto.
[Antiguo capítulo IX de la primera edición, situado originalmente entre los capítulos IX y X de esta edición, y precedido por el último párrafo del capítulo X de la primera edición (capítulo IX de esta edición)]
Si no se está interesado en las disputas políticas y en la multitud de partidos y subpartidos con nombres tan confusos como los de los generales de una guerra china, será mejor saltarse estas páginas. Resulta terrible tener que entrar en los detalles de la polémica interpartidista; es algo así como zambullirse en un pozo negro. Pero es necesario tratar de esclarecer la verdad en la medida de lo posible. Esa insignificante reyerta en una ciudad lejana es más importante de lo que podría parecer a primera vista.
Nunca será posible obtener una versión completamente exacta e imparcial de la lucha de Barcelona porque los documentos necesarios no existen. Los historiadores del futuro dispondrán únicamente de una masa de acusaciones y de la propaganda partidista. Yo mismo cuento con muy pocos datos fuera de lo que vi con mis propios ojos y de lo que supe por otros testigos que considero fiables. Aun así, puedo contradecir algunas de las mentiras más flagrantes y ayudar a considerar los hechos tal como fueron.
En primer lugar, ¿qué ocurrió realmente?
Hacía ya algún tiempo que había tensiones a lo largo de Cataluña. En los primeros capítulos de este libro ya traté el conflicto entre comunistas y anarquistas. En mayo de 1937, la situación había llegado a un punto en que parecía inevitable algún estallido violento. La causa inmediata de la fricción fue el decreto del gobierno que exigía a los civiles la entrega de todas las armas, coincidente con la decisión de organizar una fuerza policial «no política» y muy bien armada, de la que quedarían excluidos los integrantes de las organizaciones obreras. El significado de esta medida era muy claro para cualquiera, y se podía prever que el siguiente paso sería intentar tomar algunas de las industrias claves que estaban en manos de la CNT. En la clase trabajadora existía, además, cierto resentimiento debido al creciente contraste entre ricos y pobres, y una vaga y extendida sensación de que se había saboteado la revolución. Muchos se sintieron agradablemente sorprendidos por la ausencia de disturbios el 1º de Mayo. El día 3, el gobierno decidió apoderarse de la Central Telefónica, que desde el comienzo de la guerra había estado bajo control principalmente de trabajadores de la CNT. Se alegó que los servicios no eran eficientes y que se interceptaban las llamadas oficiales. Sala, el jefe de policía (que pudo o no haberse excedido con respecto a las órdenes recibidas), envió tres camiones llenos de guardias civiles para tomar el edificio, mientras policías de civil despejaban las calles vecinas. Aproximadamente a la misma hora, Otros grupos de guardias civiles se apoderaron de varios edificios en puntos estratégicos. Cualquiera que haya sido la intención real, la opinión pública consideró que esas medidas señalaban el comienzo de un ataque general de la Guardia Civil y el PSUC (comunistas y socialistas) contra la CNT (anarquistas). Por la ciudad corrió la voz de que eran atacados los edificios obreros; aparecieron anarquistas armados en las calles, se interrumpió el trabajo y de inmediato se generalizó la lucha. Esa noche y a la mañana siguiente se levantaron barricadas en toda la ciudad, y el combate continuó sin interrupciones hasta el 6 de mayo. Con todo, ambos bandos mantenían una actitud principalmente defensiva. Muchos edificios fueron sitiados, pero, por lo que sé, ninguno fue tomado y no se utilizó artillería. En líneas generales, las fuerzas de la CNT-FAI-POUM dominaban los suburbios obreros, mientras que las fuerzas policiales y del PSUC controlaban la parte central y oficial de la ciudad. El día 6 hubo un armisticio, pero la lucha no tardó en reanudarse, debido probablemente a que los guardias civiles hicieron intentos prematuros de desarmar a los trabajadores de la CNT. A la mañana siguiente, sin embargo, muchos obreros comenzaron a abandonar las barricadas por propia iniciativa. Hasta la noche del 5 de mayo, la CNT conservaba una posición ventajosa y gran cantidad de guardias civiles se le habían rendido, pero no había un liderazgo aceptado por todos ni un plan concreto. (Por lo que yo pude juzgar, no parecía existir ningún tipo de plan, excepto la decisión de resistir a la Guardia Civil.) Los dirigentes oficiales de la CNT se unieron a los de la UGT para pedir que se retornara al trabajo. Los alimentos escaseaban. En tales circunstancias, nadie estaba bastante seguro de la situación como para proseguir la lucha. Durante la tarde del 7 de mayo, Barcelona volvió casi a la normalidad. Esa noche seis mil guardias de asalto, enviados por mar desde Valencia, entraron en la ciudad y asumieron el control. El gobierno ordenó la entrega de todas las armas, excepto las de las fuerzas regulares, y durante los días siguientes se incautaron grandes cantidades de armas. Según la versión oficial, las bajas producidas desde el inicio de la lucha ascendieron a cuatrocientos muertos y unos mil heridos. Quizá la primera cifra sea exagerada, pero como no podemos verificarla, la tenemos que tomar por exacta.