Esa noche McNair; Cottman y yo dormimos entre unas hierbas altas que crecían en un solar abandonado. Era una noche fría para esa época del año, y ninguno de los tres durmió mucho. Recuerdo las largas y lúgubres horas que vagamos al azar antes de poder conseguir una taza de café. Por primera vez desde que estaba en Barcelona fui a la catedral, un edificio moderno y de los más feos que he visto en el mundo entero
[18]
. Tiene cuatro agujas almenadas, idénticas por su forma a botellas de vino del Rin. A diferencia de la mayoría de iglesias barcelonesas, no había sufrido daños durante la revolución; se había salvado debido a su «valor artístico», según decía la gente. Creo que los anarquistas demostraron mal gusto al no dinamitarla cuando tuvieron oportunidad de hacerlo, en lugar de limitarse a colgar un estandarte rojinegro entre sus agujas.
Esa tarde mi esposa y yo fuimos a ver a Kopp por última vez. No podíamos hacer nada por él, absolutamente nada, excepto despedirnos y dejarle algún dinero a cargo de los amigos españoles, que le llevarían comida y cigarrillos. Poco tiempo después, cuando ya no estábamos en Barcelona, fue incomunicado* y ni siquiera fue posible enviarle comida. Esa noche, caminando por las Ramblas, pasamos frente al Café Moka, que los guardias civiles seguían ocupando. Movido por un impulso, entré y me dirigí a dos de ellos que. estaban apoyados en el mostrador con los fusiles colgados del hombro. Les pregunté si sabían cuáles de sus camaradas habían estado de guardia allí durante los sucesos de mayo. Lo ignoraban y, con la habitual imprecisión española, tampoco sabían cómo averiguarlo. Les dije que mi amigo Jorge Kopp estaba en la cárcel y que quizá sería sometido a juicio por algo relacionado con los sucesos de mayo; que los hombres entonces de guardia allí sabían que había evitado la lucha y salvado algunas de sus vidas; debían presentarse y declarar en ese sentido. Uno de los hombres con quienes hablaba tenía aspecto taciturno y abatido, y sacudía la cabeza sin cesar porque no podía entenderme con el bullicio del tránsito. Pero el otro era distinto. Me dijo que había oído a algunos de sus camaradas hablar de lo que había hecho Kopp; que Kopp era un buen chico*. Pero ya mientras lo escuchaba tenía la seguridad de que todo era inútil. Si alguna vez se juzgaba a Kopp, lo sería, como en todos esos juicios, sobre la base de pruebas falsificadas. Si ya lo han fusilado (y me temo que sea lo más probable), su epitafio será: el buen chico* del pobre guardia civil que formaba parte de un sucio sistema, pero seguía siendo lo bastante humano como para reconocer un acto noble cuando lo veía.
Llevábamos una existencia extravagante y de locura. Por la noche vivíamos como criminales, pero de día éramos prósperos turistas ingleses o, al menos, tratábamos de parecerlo. Afeitarse, bañarse y lustrarse los zapatos hacen maravillas en el aspecto de una persona, incluso después de una noche al aire libre. Lo más seguro en ese momento era parecer tan burgués como fuera posible. Frecuentábamos el barrio residencial de la ciudad, donde nuestras caras no eran conocidas, y comíamos en caros restaurantes donde nos mostrábamos muy ingleses con los camareros. Por primera vez en mi vida me puse a escribir en las paredes. Los pasillos de varios restaurantes de moda ostentaban en las suyas «¡Visca POUM!»* en letras tan grandes como pude hacer. Aunque me mantenía técnicamente escondido todo el rato, no me sentía en peligro. Todo parecía demasiado absurdo. Tenía la inerradicable convicción inglesa de que «ellos» no podían arrestar a alguien a no ser que hubiera violado la ley. Es una creencia extremadamente peligrosa durante un pogromo político. Había orden de apresar a McNair; y era probable que el resto de nosotros figuráramos también en la lista. Los arrestos, registros y allanamientos continuaban sin pausa; prácticamente todos los que conocíamos, exceptuando aquellos que seguían en el frente, estaban ya en la cárcel. La policía incluso llegó a subir a los barcos franceses que periódicamente se llevaban refugiados en busca de sospechosos de «trotskismo».
Gracias a la bondad del cónsul británico, quien debió de pasar una semana muy difícil, logramos poner nuestros pasaportes en regla. Cuanto antes partiéramos, mejor sería. Había un tren que salía para Portbou a las siete y media de la noche y que, según cabía esperar; lo haría a eso de las ocho y media. Acordamos que mi esposa pediría un taxi con anticipación y prepararía luego las maletas, pagaría la cuenta y abandonaría el hotel en el último momento posible. Si los empleados del hotel se enteraban a tiempo de sus propósitos, seguro que avisarían a la policía. Llegué a la estación hacia las siete, y me encontré con que el tren ya había partido a las siete menos diez. El maquinista había cambiado de idea, como de costumbre. Por fortuna, logramos avisar a mi esposa a tiempo. Otro tren salía a primera hora de la mañana siguiente. McNair; Cottman y yo cenamos en un pequeño restaurante cerca de la estación y, tras un tanteo cauteloso, descubrimos que el dueño del restaurante era miembro de la CNT y que simpatizaba con nosotros. Nos proporcionó una habitación con tres camas y se olvidó de avisar a la policía. Era la primera vez en cinco noches que podía dormir sin ropa.
Al otro día mi esposa logró salir del hotel sin que nadie lo advirtiera. El tren partió con casi una hora de retraso. Yo ocupé el tiempo escribiendo una larga carta al Ministerio de la Guerra acerca del caso de Kopp: sin duda había sido arrestado por error; se necesitaba urgentemente su presencia en el frente, innumerables personas testificarían su inocencia, etcétera, etcétera, etcétera. Me pregunto si alguien leyó esa carta, escrita en páginas arrancadas de una libreta de notas, con letra temblorosa (tenía los dedos parcialmente paralizados) y en un español aún más tembloroso. En cualquier caso, ni esa carta ni ninguna medida tuvieron efecto alguno.
Mientras escribo, seis meses después de estos acontecimientos, Kopp (si no ha sido fusilado) sigue en la cárcel, sin juicio y sin acusación. Al comienzo recibimos dos o tres cartas de él, enviadas desde Francia por prisioneros liberados. Todas hablaban de lo mismo: encarcelamiento en sótanos oscuros y mugrientos, comida mala y escasa, enfermedad grave debida a las condiciones del encierro y negativa a prestarle atención médica. Todo esto me fue confirmado por varias fuentes diferentes, inglesas y francesas. Hacía poco que había desaparecido en una de las «cárceles secretas» con las que parece imposible establecer cualquier tipo de comunicación. Su caso es el de docenas o centenares de extranjeros y nadie sabe de cuántos millares de españoles.
Por fin cruzamos la frontera sin incidentes. El tren tenía vagón de primera clase y vagón-restaurante, el primero que veía en España. Hasta no hace mucho sólo existía clase única en los trenes de Cataluña. Dos policías de civil recorrieron el tren anotando el nombre de los extranjeros, pero cuando nos vieron en el vagón-restaurante parecieron conformarse con nuestro aspecto respetable. Resultaba extraño ver cómo había cambiado todo. Sólo seis meses antes, cuando aún dominaban los anarquistas, era el aspecto de proletario el que hacía a uno respetable. En la ida, camino de Perpiñán a Cerbére, un viajante francés sentado junto a mí me había dicho con toda solemnidad: «Usted no puede ir a España con ese aspecto. Quítese el cuello y la corbata. Se los van a arrancar en Barcelona». Sin duda exageraba, pero eso demuestra la idea que se tenía de Cataluña. En la frontera, los guardias anarquistas habían impedido la entrada a un francés vestido elegantemente y a su esposa por el único motivo, según creo, de que parecían demasiado burgueses. Ahora era al revés: para salvarse había que parecer burgués. En el puesto de control buscaron nuestros nombres en la lista de sospechosos, pero gracias a la ineficacia de la policía nuestros nombres no figuraban en ella, ni siquiera el de McNair. Nos registraron de pies a cabeza; no llevábamos nada comprometedor exceptuando mi certificado de licencia, pero los carabineros que me registraron no sabían que la División 29 pertenecía al POUM. Pasamos la barrera, y después de seis meses justos me encontraba de nuevo en suelo francés. Los únicos recuerdos que me llevaba de España eran una bota de piel de cabra y una de esas pequeñas lámparas de hierro en las que los campesinos aragoneses queman aceite de oliva y cuya forma es casi idéntica a la de las lámparas de terracota usadas por los romanos hace dos mil años. La había encontrado en una choza en ruinas e inexplicablemente seguía en mi poder.
Después de todo, resultó que no nos habíamos precipitado al marcharnos. El primer periódico que vimos anunciaba el arresto de McNair por espionaje; las autoridades españolas se habían apresurado un poco al anunciar esto. Por fortuna, el «trostkismo» no es un motivo de extradición.
Me pregunto cuál es el primer acto espontáneo de la gente cuando sale de un país en guerra y pone los pies en uno en paz. El mío fue correr a un puesto de tabaco y comprar cigarros y cigarrillos hasta llenarme los bolsillos. Luego fuimos a un bar y bebimos una taza de té, el primer té con leche fresca que tomábamos en muchos meses. Pasaron varios días antes de acostumbrarme a la idea de que podía comprar cigarrillos cada vez que lo deseara. Siempre esperaba ver cerrada la puerta del estanco y en el escaparate el temido cartel: «No hay tabaco»*.
McNair y Cottman siguieron hasta París; mi esposa y yo dejamos el tren en Banyuls, la primera estación francesa, seguros de que necesitábamos un descanso. No nos recibieron demasiado bien en Banyuls cuando supieron que veníamos de Barcelona. Varias veces me vi envuelto en la misma conversación: «¿Usted viene de España? ¿De qué lado peleó? ¿Del gobierno? ¡Oh!», y luego una marcada frialdad. La pequeña ciudad parecía decantarse decididamente en favor de Franco, sin duda a causa de los refugiados españoles fascistas que habían ido llegando allí periódicamente. El camarero del café que frecuentaba era un español profranquista que me solía dirigir miradas de desprecio mientras me servía el aperitivo. Otra cosa ocurría en Perpiñán, llena de partidarios del gobierno y donde las intrigas entre las distintas facciones seguían casi como en Barcelona. Había un café donde la palabra «POUM» te procuraba de inmediato amistades francesas y sonrisas del camarero.
Creo que nos quedamos tres días en Banyuls. Fueron unos días de extraña inquietud. En esa tranquila ciudad pesquera, alejada de las bombas, las ametralladoras, las colas para comprar alimentos, la propaganda y las intrigas nos tendríamos que haber sentido profundamente aliviados y agradecidos. Nada de eso ocurrió. Lo que habíamos visto en España no se fue difuminando ni perdió fuerza; al contrario, ahora que estábamos lejos de todo, se nos venía encima de una manera mucho más vívida que antes. Pensábamos en España, hablábamos de España, soñábamos incesantemente con España. Nos habíamos dicho durante meses que «cuando saliéramos de España», iríamos a algún lugar cerca del Mediterráneo y nos quedaríamos allí tranquilos durante un tiempo, pescando, quizá; pero ahora que estábamos aquí nos sentíamos aburridos y decepcionados. El tiempo era frío y un viento persistente soplaba desde el mar, siempre gris y picado. En todo el puerto, una espuma mezcla de cenizas, corchos y entrañas de pescado golpeaba contra las piedras. Parecerá una locura, pero lo que ambos deseábamos era regresar a España. Aunque nadie se hubiera beneficiado de ello y hubiéramos podido salir muy mal parados, ambos lamentábamos no habernos quedado para ser encarcelados junto con los demás. Supongo que sólo he logrado transmitir en pequeñísima medida lo que esos meses en España significan para mí. He dado cuenta de algunos acontecimientos externos, pero no puedo describir los sentimientos que dejaron en mí. Todo se confunde en ese cúmulo de visiones, olores y sonidos que las palabras no pueden transmitir: el olor de las trincheras, la aurora en las montañas extendiéndose a distancias increíbles, el chasquido seco de las balas, el estrépito y el resplandor de las bombas, la luz clara y fría de las mañanas en Barcelona y el taconeo de las botas en el patio del cuartel, allá por diciembre, cuando la gente todavía creía en la revolución; y las colas para conseguir comida y las banderas rojinegras y los rostros de los milicianos españoles; sobre todo, los rostros de los milicianos, de los hombres que conocí en el frente y que ahora andarán dispersos por Dios sabe dónde, unos muertos en combate, algunos inválidos, otros en la cárcel y muchos, espero, aún sanos y salvos. Buena suerte a todos ellos; ojalá ganen su guerra y echen de España a todos los extranjeros, alemanes, rusos e italianos por igual. Esta guerra, en la que desempeñé un papel tan ineficaz, me ha dejado recuerdos en su mayoría funestos, pero aun así no hubiera querido perdérmela. Cuando se ha podido atisbar un desastre como éste —y, cualquiera que sea el resultado, la guerra española habrá sido un espantoso desastre, aun sin considerar las matanzas y el sufrimiento físico—, el saldo no es necesariamente desilusión y cinismo. Por curioso que parezca; toda esta experiencia no ha socavado mi fe en la decencia de los seres humanos, sino que, por el contrario, la ha fortalecido. Y espero que mi relato no haya sido demasiado confuso. Creo que, con respecto a un acontecimiento como éste, nadie es o puede ser completamente veraz. Sólo se puede estar seguro de lo que se ha visto con los propios ojos y, consciente o inconscientemente, todos escribimos con parcialidad. Si no lo he dicho en alguna otra parte de este libro, lo diré ahora: cuidado con mi parcialidad, mis errores factuales y la deformación que inevitablemente produce el que yo sólo haya podido ver una parte de los hechos. Pero cuidado también con lo mismo al leer cualquier otro libro acerca de este período de la guerra española.
Debido a la sensación de que teníamos que hacer algo, aunque en realidad nada podíamos hacer, dejamos Banyuls antes de lo pensado. A medida que se avanza hacia el norte, Francia se torna cada vez más suave y más verde; se alejan las montañas y los viñedos y vuelven la pradera y los olmos. Cuando había pasado por París, de viaje a España, me había parecido una ciudad decaída y lúgubre, muy diferente de la que había conocido ocho años antes, cuando la vida era barata y no se oía hablar de Hitler. La mitad de los cafés que solía frecuentar permanecían cerrados por falta de clientela, y todo el mundo estaba obsesionado por el elevado costo de la vida y el temor a la guerra. Ahora, después de la pobre España, París parecía alegre y próspero. La Exposición estaba en su apogeo, pero nos las ingeniamos para no visitarla.