Homenaje a Cataluña (26 page)

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Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

BOOK: Homenaje a Cataluña
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Y luego Inglaterra, el sur de Inglaterra, probablemente el paisaje más acicalado del mundo. Cuando se pasa por allí, en especial mientras uno va recuperándose del mareo anterior, cómodamente sentado sobre los blandos almohadones del tren de enlace con el barco, resulta difícil creer que realmente ocurre algo en alguna parte. ¿Terremotos en Japón, hambrunas en China, revoluciones en México? No hay por qué preocuparse, la leche estará en el umbral de la puerta mañana temprano y el
New Statesman
saldrá el viernes. Las ciudades industriales, una mancha de humo y miseria oculta por la curva de la superficie terrestre, quedaban lejos. Allí, en el sur, Inglaterra seguía siendo la que había conocido en mi infancia: las zanjas de las vías del ferrocarril cubiertas de flores silvestres, las onduladas praderas donde grandes y relucientes caballos pastan y meditan, los lentos arroyuelos bordeados de sauces, los pechos verdes de los olmos, las espuelas de caballero en los jardines de las casas de campo; luego la serena e inmensa paz de los alrededores londinenses, las barcazas en el río fangoso, las calles familiares, los carteles anunciando partidos de críquet y bodas reales, los hombres con bombín, las palomas en la Plaza de Trafalgar, los autobuses rojos, los policías azules… todos durmiendo el sueño muy profundo de Inglaterra, del cual muchas veces me temo que no despertaremos hasta que no nos arranque del mismo el estrépito de las bombas.

Apéndice I

[Antiguo capítulo V de la primera edición inglesa, situado originalmente entre los capítulos IV y V de esta edición.]

Al comienzo, yo había ignorado el aspecto político de la guerra, fue por esta época cuando comencé a prestarle atención. Quien no esté interesado en los horrores de la política partidista, hará bien en saltarse estos fragmentos; con el propósito de facilitar esa tarea, he tratado de mantener las partes políticas de mi narración en capítulos separados. Pero, al mismo tiempo, sería del todo imposible escribir sobre la guerra española desde un ángulo puramente militar. Porque sobre todas las cosas se trataba de una guerra política. Ningún hecho en ella, por lo menos durante el primer año, resulta inteligible si uno no tiene una mínima idea de la lucha interpartidista que se desarrollaba detrás de las líneas gubernamentales.

Cuando llegué a España, y durante algún tiempo después, no sólo me desinteresé de lo relativo a la situación política, sino que no la percibí. Sabía que estábamos en guerra, pero no tenía idea de en qué clase de guerra. Si me hubieran preguntado por qué me uní a la milicia, habría respondido: «Para luchar contra el fascismo»; y si me hubieran preguntado por qué luchaba, habría respondido: «Por simple decencia». Había aceptado la versión que el
News Chronicle
y el
New Statesman
daban de la guerra como la defensa de la civilización contra el estallido maníaco de un ejército de coroneles Blimps pagados por Hitler. La atmósfera revolucionaria de Barcelona me atrajo profundamente, pero no había hecho intento alguno por comprenderla. En cuanto al calidoscopio de partidos políticos y sindicatos, con sus agotadores nombres —PSUC, POUM, FAI, CNT, UGT, JCI, JSU, AIT—, simplemente me exasperaba. A primera vista, daba la impresión de que España sufría una plaga de siglas. Sabía que formaba parte de algo que se llamaba el POUM (me había unido a la milicia del POUM y no a ninguna de las otras porque llegué a Barcelona con una credencial del ILP), pero no me di cuenta de que existían marcadas diferencias entre los partidos políticos. Una vez que en Monte Pocero señalaron la posición situada a nuestra izquierda diciendo: «Aquéllos son los socialistas» (refiriéndose a los del PSUC), me sentí desconcertado y pregunté: «¿Acaso no somos todos socialistas?». Me pareció una idiotez que hombres que se jugaban la vida por igual tuvieran partidos distintos; mi actitud siempre fue: «¿Por qué no dejamos de lado todas esas tonterías políticas y seguimos adelante con la guerra?». Ésta era, por supuesto, la actitud «antifascista» correcta que los periódicos ingleses habían difundido cuidadosamente, en gran parte con el fin de impedir que la gente comprendiera la naturaleza real de la lucha. Pero en España, especialmente en Cataluña, era una actitud que nadie podía mantener por mucho tiempo. Todo el mundo, aunque fuera de mala gana, tomaba partido tarde o temprano. Incluso si a uno no le importaban en absoluto los partidos políticos y sus posiciones ideológicas, era demasiado evidente que ello afectaba al propio destino personal. En tanto que miliciano, se era soldado contra Franco, pero también un peón en un gigantesco combate que enfrentaba a dos teorías políticas. Si cuando buscaba leña en la ladera de la montaña me había de preguntar si existía realmente una guerra o si era un invento del
News Chronicle
, si tuve que esquivar las ametralladoras comunistas en los tumultos de Barcelona, si finalmente tuve que huir de España con la policía pisándome los talones, todo eso me ocurrió de esa forma concreta porque pertenecía a la milicia del POUM y no a la del PSUC. ¡Tan enorme es la diferencia entre dos grupos de iniciales!

Para comprender la situación del bando gubernamental es necesario recordar cómo comenzó la guerra. El 18 de julio, cuando estalló la lucha, es probable que todos los antifascistas de Europa sintieran renacer sus esperanzas: por fin, aparentemente, una democracia se levantaba contra el fascismo. Durante muchos años, los países llamados democráticos se habían sometido al fascismo reiteradamente. Se había permitido a los japoneses hacer lo que habían querido en Manchuria. Hitler había subido al poder y se había dedicado a masacrar a sus opositores políticos de todos los colores. Mussolini había bombardeado a los abisinios mientras cincuenta y tres naciones (creo que eran cincuenta y tres) apenas si hicieron oír sus piadosas quejas desde la distancia. Pero cuando Franco trató de derrocar un gobierno tibiamente izquierdista, el pueblo español, contra todo lo esperado, se levantó y le hizo frente. Parecía, y posiblemente lo era, el cambio de la marea.

Varios hechos pasaron inadvertidos a la observación general. Franco no era estrictamente comparable a Hitler o a Mussolini. Su ascenso se debió a un golpe militar respaldado por la aristocracia y la Iglesia y, en lo esencial, especialmente al comienzo, no constituyó tanto un intento de imponer el fascismo como de restaurar el feudalismo. Ello significaba que Franco debía hacer frente no sólo a la clase trabajadora, sino también a diversos sectores de la burguesía liberal, precisamente los mismos grupos que apoyan al fascismo cuando éste aparece en una forma más moderna. Más importante que todo esto es el hecho de que la clase trabajadora española no resistió a Franco en nombre de la democracia y el
status quo
, como podríamos haberlo hecho nosotros en Inglaterra: su resistencia se vio acompañada de un estallido revolucionario definido, y casi podría decirse que éste fue su carácter. Los campesinos se apoderaron de la tierra; los sindicatos se hicieron cargo de muchas fábricas y la mayor parte del transporte; se arrasaron iglesias y se expulsó o mató a los sacerdotes. El
Daily Mail
, entre los aplausos del clero católico, pudo representar a Franco como a un patriota que liberaba a su tierra de las hordas de «rojos» malvados.

Durante los primeros meses de la guerra, el verdadero opositor de Franco no fue tanto el gobierno como los sindicatos. En cuanto se produjo el levantamiento, los trabajadores urbanos organizados replicaron con un llamamiento a la huelga general y exigieron y obtuvieron, luego de cierta lucha, armas de los arsenales oficiales. De no haber actuado de manera espontánea y más o menos independiente, es probable que nunca se hubiera podido parar a Franco. Desde luego, no puede afirmarse esto con toda certeza, pero por lo menos hay motivos para pensarlo. El gobierno no había hecho nada o prácticamente nada por impedir el levantamiento, que se esperaba desde hacía bastante tiempo, y cuando comenzaron las dificultades su actitud fue débil y vacilante; tanto es así, que España tuvo tres primeros ministros en un solo día.
[19]
Además, la única medida que podía salvar la situación inmediata, armar a los trabajadores, fue tomada con renuencia y en respuesta al violento clamor popular. Se distribuyeron las armas y, en las ciudades importantes del este de España, los fascistas fueron derrotados mediante un tremendo esfuerzo, principalmente de la clase trabajadora, con la colaboración de parte de las fuerzas armadas (guardias de asalto, etcétera) que se mantenían leales. Se trataba del tipo de esfuerzo que quizá sólo puede realizar un pueblo que lucha con una convicción revolucionaria, esto es, que lucha por algo mejor que el
status quo
. Se cree que, en los diversos centros de la rebelión, tres mil personas murieron en las calles en un solo día. Hombres y mujeres armados tan sólo con cartuchos de dinamita atravesaban corriendo las plazas abiertas y se apoderaban de edificios de piedra controlados por soldados regulares provistos de ametralladoras. Los nidos de ametralladoras que los fascistas habían colocado en puntos estratégicos fueron aplastados por taxis que se precipitaron sobre ellos a cien kilómetros por hora. Aun no sabiendo nada sobre la entrega de la tierra a los campesinos, sobre la creación de consejos locales, etcétera, resultaría muy difícil creer que los anarquistas y socialistas, que formaban la columna vertebral de la resistencia, hacían todo eso a fin de preservar la democracia capitalista, la cual, especialmente desde el punto de vista anarquista, no era más que una maquinaria centralizada de estafa.

Entretanto, los trabajadores contaban con armas y ya a esas alturas se negaban a devolverlas. (Un año más tarde se calculaba que los anarcosindicalistas en Cataluña poseían todavía treinta mil fusiles.) Las propiedades de los grandes terratenientes profascistas fueron tomadas en muchos lugares por los campesinos. Junto con la colectivización de la industria y el transporte, se hizo el intento de establecer los comienzos de un gobierno de trabajadores por medio de comités locales, patrullas de obreros en reemplazo de las viejas fuerzas policiales procapitalistas, milicias proletarias basadas en los sindicatos, etcétera. Desde luego, el proceso no era uniforme y llegó más lejos en Cataluña que en cualquier otra parte. Había zonas donde las instituciones del gobierno local permanecían casi inalteradas, y otras donde coexistían con los comités revolucionarios. En ciertos lugares se crearon comunas anarquistas independientes, algunas de las cuales siguieron existiendo hasta que el gobierno las disolvió un año después. En Cataluña, durante los primeros meses, el poder estaba casi por completo en manos de los anarcosindicalistas, quienes controlaban la mayor parte de las industrias clave. De hecho, lo que había ocurrido en España no era una mera guerra civil, sino el comienzo de una revolución. Ésta es la situación que la prensa antifascista fuera de España ha tratado especialmente de ocultar. Toda la lucha fue reducida a una cuestión de «fascismo frente a democracia», y el aspecto revolucionario se silenció hasta donde fue posible. En Inglaterra, donde la prensa está más centralizada y es más fácil engañar al público que en cualquier otra parte, sólo dos versiones de la guerra española tuvieron alguna publicidad digna de mención: la versión derechista de los patriotas cristianos enfrentando a los bolcheviques sedientos de sangre, y la versión izquierdista de los republicanos caballerosos que sofocaban una revuelta militar. Pero el hecho central fue exitosamente ocultado.

Existían varias razones para ello. Gracias a la prensa profascista circulaban espantosas mentiras sobre supuestas atrocidades, y los propagandistas bien intencionados creían, sin duda, que ayudaban al gobierno español al negar que España se había «vuelto roja». Pero la principal razón era ésta: exceptuando los pequeños grupos revolucionarios que existen en cualquier país, todo el mundo estaba decidido a impedir la revolución en España; en especial el Partido Comunista, respaldado por la Rusia soviética, invirtió su máxima energía contra la revolución. Según la tesis comunista, una revolución en esa etapa resultaría fatal y en España no debía aspirarse al control ejercido por los trabajadores, sino a la democracia burguesa. Es innecesario señalar por qué la opinión «liberal» adoptó idéntica actitud. El capital extranjero había hecho fuertes inversiones en España. La Barcelona Traction Company, por ejemplo, representaba diez millones de capital británico, y los sindicatos se habían apoderado de todo el transporte en Cataluña. Si la revolución seguía adelante, no habría ninguna compensación, o muy escasa; si prevalecía la república capitalista, las inversiones extranjeras estarían a salvo. Y puesto que era indispensable aplastar la revolución, simplificaba enormemente las cosas actuar como si la revolución no hubiera tenido lugar. De esa manera era posible ocultar el verdadero significado de los acontecimientos. Podía hacerse aparecer todo desplazamiento de poder de los sindicatos al gobierno central como un paso necesario en la reorganización militar. La situación resultaba muy curiosa: fuera de España pocas personas comprendían que se estaba produciendo una revolución; dentro de España, nadie lo dudaba. Hasta los periódicos del PSUC, controlados por los comunistas y más o menos comprometidos con una política antirrevolucionaria, hablaban de «nuestra gloriosa revolución». Y, mientras tanto, la prensa comunista en los países extranjeros vociferaba que no había ningún signo de revolución en ninguna parte; la toma de fábricas, la creación de comités de trabajadores y demás cosas no habían tenido lugar o bien habían ocurrido, pero «carecían de importancia política». De acuerdo con el
Daily Worker
(6 de agosto de 1936), quienes afirmaban que el pueblo español luchaba por la revolución social o por cualquier otra cosa que no fuera una democracia burguesa eran «canallas mentirosos». Por otro lado, Juan López, miembro del gobierno de Valencia, declaró en febrero de 1937 que «el pueblo español derramaba su sangre no por la República democrática y su constitución de papel, sino por… una revolución». Así, parecería que los canallas mentirosos integraban el gobierno por el cual luchábamos. Algunos de los periódicos extranjeros antifascistas descendieron incluso a la penosa mentira de afirmar que las iglesias sólo eran atacadas cuando los fascistas las utilizaban como fortalezas. La realidad es que los templos fueron saqueados en todas partes como algo muy natural, porque estaba perfectamente sobreentendido que el clero español formaba parte de la estafa capitalista. Durante los seis meses pasados en España sólo vi dos iglesias indemnes, y hasta julio de 1937 no se permitió reabrir ninguna ni realizar oficios, excepto en uno o dos templos protestantes de Madrid.

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