Homenaje a Cataluña (23 page)

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Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

BOOK: Homenaje a Cataluña
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Reconozco que monté en cólera cuando me enteré del arresto de Kopp. Era mi amigo personal, había actuado a sus órdenes durante meses, había estado con él bajo el fuego y conocía su historia. Era un hombre que había sacrificado todo, familia, nacionalidad, forma de vida, para ir a España a luchar contra el fascismo. Al abandonar Bélgica y unirse a un ejército extranjero mientras formaba parte de la reserva del ejército belga y, anteriormente, al colaborar en la fabricación ilegal de municiones destinadas al gobierno español, había ido acumulando años de cárcel por cumplir si volvía alguna vez a su país. Había estado en el frente desde octubre de 1936, se había abierto camino desde miliciano a comandante, había intervenido en no sé cuántas acciones y había sido herido una vez. Durante los incidentes de mayo intercedió para evitar la lucha en nuestra zona y probablemente salvó diez o veinte vidas. Como recompensa a todo esto no se les ocurre otra cosa que arrojarlo a una celda. Enojarse es perder el tiempo, pero tan estúpida maldad pone a prueba la paciencia de cualquiera.

A pesar de todo esto, no habían «agarrado» a mi mujer. Aunque seguía en el hotel Continental, la policía no hizo intento alguno por arrestarla. Evidentemente querían valerse de ella como de un señuelo. Con todo, un par de noches antes, casi de madrugada, seis policías de civil allanaron nuestra habitación y se apoderaron hasta del último trozo de papel que encontraron, exceptuando, por fortuna, nuestros pasaportes y la libreta de cheques. Se llevaron mis diarios, nuestros libros, los recortes periodísticos que desde hacía meses se apilaban en el escritorio (muchas veces me he preguntado para qué los querían), todos mis recuerdos de guerra y todas nuestras cartas. (Dicho sea de paso, se llevaron también muchas cartas recibidas de lectores. Algunas de ellas no habían sido todavía respondidas, y como es de suponer no conservo las direcciones. Si alguien de los que me escribió en relación a mi último libro y que no recibió respuesta llega a leer estas líneas, ruego que las acepte como disculpa.) Más tarde supe que la policía también se había apoderado de algunas pertenencias mías dejadas en el Sanatorio Maurín. Hasta se llevaron un paquete de ropa sucia; quizá creyeron que contenía mensajes escritos con tinta invisible.

Evidentemente, era más seguro que mi esposa permaneciera en el hotel, al menos por el momento. Si intentaba irse, la seguirían de inmediato. En cuanto a mí, tendría que ocultarme, perspectiva que me repugnaba. A pesar de los innumerables arrestos, me resultaba casi imposible creer que estuviera en peligro. Todo aquello me parecía demasiado insensato, pero la misma negativa a tomar en serio ese estúpido ataque había hecho que Kopp terminara en la cárcel. Yo me repetía sin cesar: «¿Por qué habrían de querer arrestarme? ¿Qué he hecho yo?». Ni siquiera era miembro del POUM. Sin duda, había portado armas durante los sucesos de mayo, pero lo mismo hicieron, supongo, cuarenta o cincuenta mil personas. Además, necesitaba dormir urgentemente algunas horas. Prefería correr el riesgo y regresar al hotel. Mi esposa se negó en redondo. Pacientemente me explicó la situación. No importaba lo que hubiera hecho. No era una redada corriente de delincuentes, sino el reinado absoluto del terror. Yo no era culpable de ningún acto definido, pero si de «trotskismo». Haber luchado en la milicia del POUM bastaba para terminar en la cárcel. Era inútil aferrarse a la idea inglesa de que uno está a salvo mientras cumpla la ley. En la práctica, la ley era la voluntad de la policía. La única salida consistía en permanecer escondido y ocultar cualquier vinculación con el POUM. Mi esposa me obligó a romper el carnet de miliciano, que llevaba inscrito en grandes letras «POUM», así como la foto de un grupo de milicianos con la bandera del POUM de fondo. Ésas eran las cosas que bastaban en esos días para ser arrestado. En todo caso, tuve que conservar mi certificado de licencia; constituía un peligro, pues ostentaba el sello de la División 29 y era probable que la policía supiese que correspondía al POUM, pero sin él podían arrestarme por desertor.

Debíamos pensar en la manera de salir de España. No tenía sentido permanecer allí con la certeza de un arresto más tarde o más temprano. En realidad, ambos hubiéramos preferido quedarnos y presenciar el desenlace de los acontecimientos. Pero yo preveía que las prisiones españolas serían sitios espantosos (en realidad, eran peores de lo que imaginaba), y una vez que se entraba en la cárcel, nunca se sabía cuándo se saldría; además, mi estado de salud era bastante malo, aparte del dolor en el brazo. Quedamos en encontrarnos al día siguiente en el consulado británico, donde también acudirían Cottman y McNair. Probablemente se necesitarían un par de días para regularizar nuestros pasaportes. Antes de dejar España, era necesario hacer sellar el pasaporte en tres instancias distintas: donde el jefe de policía, donde el cónsul francés y donde las autoridades catalanas de inmigración. Desde luego, el peligro radicaba en el jefe de policía. Quizá el cónsul británico podría arreglar las cosas sin revelar nuestra vinculación con el POUM. Había una lista de extranjeros sospechosos de «trotskistas», y era probable que allí figuraran nuestros nombres, pero con un poco de suerte podríamos llegar a la frontera antes que ella. Era seguro que habría muchas demoras y mañanas*. Por suerte, estábamos en España y no en Alemania; la policía secreta española tenía algo del espíritu de la Gestapo, pero no tanto de su competencia.

Así que nos separamos. Mi esposa regresó al hotel y yo me perdí en la oscuridad, en busca de un sitio donde dormir. Recuerdo haberme sentido malhumorado y aburrido. ¡Deseaba tanto pasar una noche en una cama! No tenía dónde ir, no había ninguna casa en la que pudiera refugiarme. El POUM prácticamente no contaba con una organización clandestina. Sin duda los líderes sabían desde siempre que el partido podía ser disuelto, pero nunca esperaron una caza de brujas semejante. A tal punto no la esperaban, que se había continuado con las mejoras en los edificios (entre otras cosas, se estaba construyendo un cine en la sede central que antes había sido un banco) hasta el mismo día en que el POUM fue disuelto. En consecuencia, los sitios de reunión y escondites que todo partido revolucionario debe poseer no existían. Dios sabe cuántas personas, cuyos hogares habían sido registrados por la policía, dormían en las calles esa noche. Yo había tenido cinco días de viajes agotadores, durmiendo en sitios increíbles, con un dolor horroroso en el brazo; y ahora esos locos me perseguían por todas partes y tenía que dormir otra vez en el suelo. Esto era todo lo que mis pensamientos daban de sí. No había lugar para consideraciones políticas; nunca las hago mientras las cosas están sucediendo. Siempre que me veo mezclado en la guerra o en la política, sólo tengo conciencia de las molestias físicas y de un profundo deseo de que ese maldito disparate termine. Con posterioridad puedo comprender el significado de los hechos, pero mientras éstos ocurren sólo ansío verme lejos de ellos (rasgo quizá no muy digno de elogio).

Caminé durante largo rato y me encontré cerca del Hospital General. Buscaba un lugar donde poder echarme, sin que ningún policía fisgón me encontrara y me pidiera la documentación. Hice la prueba en un refugio antiaéreo, pero estaba recién cavado y era insoportablemente húmedo. Luego llegué a las ruinas de una iglesia saqueada e incendiada durante la revolución. Era sólo un cascarón, cuatro paredes sin techo que rodeaban pilas de escombros. Avancé a tientas hasta descubrir una especie de hueco donde pude echarme. Los escombros de un edificio no son ideales para descansar pero, por suerte, era una noche cálida y me las ingenié para dormir varias horas.

XII

El mayor inconveniente para alguien a quien persigue la policía en una ciudad como Barcelona es que todo abre muy tarde. Cuando uno duerme al aire libre siempre se despierta al amanecer, y ninguno de los bares de Barcelona abre antes de las nueve. Pasaron horas antes de que pudiera conseguir una taza de café o un lugar donde afeitarme. Me extrañó ver aún colgado en la barbería el cartel anarquista que prohibía las propinas. «La Revolución ha roto nuestras cadenas», decía el cartel. Me dieron ganas de decirles a los barberos que esas cadenas no tardarían en volver si no tenían cuidado.

Regresé al centro de la ciudad. En los edificios del POUM ya no flameaban las banderas rojas, sino los estandartes republicanos. Grupos de guardias civiles armados surgían de todos los portales. En el centro de Ayuda Roja, situado en la esquina de la Plaza de Cataluña, la policía se había entretenido destrozando casi todas las vidrieras y los puestos de libros habían sido vaciados y el tablón de anuncios, que había un poco más abajo de las Ramblas, había sido cubierto con el cartel anti-POUM en el que una mascara ocultaba un rostro fascista. Hacia el final de las Ramblas, cerca del muelle, contemplé un espectáculo curioso: una hilera de milicianos, todavía andrajosos y cubiertos del barro del frente, despatarrados exhaustos en las sillas de los limpiabotas. Sabía quiénes eran e incluso reconocí a uno de ellos. Eran milicianos del POUM que habían llegado el día anterior para encontrarse con la disolución de aquél y que habían tenido que pasar la noche a la intemperie por estar vigilados sus hogares. Todo miliciano del POUM que regresara a Barcelona en ese momento tenía que elegir entre ocultarse o terminar en la cárcel, recepción no muy agradable al cabo de tres o cuatro meses de trinchera.

Nos encontrábamos en una situación insólita. Por la noche se era un fugitivo acosado, durante el día se podía vivir de forma casi normal. Todas las casas habitadas por simpatizantes del POUM estaban vigiladas y era imposible ir a un hotel o a una pensión, por haberse dispuesto que los hoteleros informaran a la policía sobre la llegada de todo desconocido. Ello obligaba a pasar las noches al aire libre. Durante el día se podía andar con bastante seguridad. Las calles estaban llenas de guardias civiles, guardias de asalto, carabineros y policías corrientes, además de quién sabe cuántos espías de civil; sin embargo, no podían parar a todos los que pasaran, y si uno tenía un aspecto normal podía pasar inadvertido. Había que tratar de no quedarse cerca de los edificios del POUM y de no ir a los cafés y restaurantes donde había camareros que nos conocieran. Ese día y el siguiente pasé mucho tiempo bañándome en una casa de baños públicos. Me pareció una excelente manera de matar el tiempo y de mantenerme fuera de la circulación. Por desgracia, idéntica idea se le ocurrió a mucha gente. Pocos días después, cuando ya no estaba en Barcelona, la policía allanó una de esas casas y arrestó a buena cantidad de «trotskistas» en cueros.

A media altura de las Ramblas me crucé con uno de los heridos del Sanatorio Maurin. Intercambiamos ese guiño invisible que la gente utilizaba en esa época y nos las ingeniamos para quedar discretamente en un café algo más arriba. Había escapado al arresto durante la redada en el Maurín pero, como los demás, ahora se veía obligado a hacer vida en la calle. Estaba en mangas de camisa, ya que al huir no pudo recoger la chaqueta, y no tenía un centavo. Me contó cómo uno de los guardias civiles había arrancado de la pared el gran retrato de Maurín y lo había pateado hasta destrozarlo. Maurín (uno de los fundadores del POUM) estaba en poder de los fascistas y se creía que ya lo habían fusilado.

A las diez de la mañana me encontré con mi esposa en el consulado británico. McNair y Cottman no tardaron en presentarse. Lo primero que me dijeron fue que Bob Smillie había muerto en una cárcel de Valencia, nadie sabía de qué. Lo habían enterrado sin demora y al representante del ILP, David Murray, no se le había dado permiso para ver el cadáver.

Naturalmente, de inmediato supuse que lo habían fusilado. Es lo que todos creímos en ese momento, pero con posterioridad pensé que tal vez nos equivocamos. Más tarde se informó de que Smillie había muerto de apendicitis, y también hubo un prisionero liberado que nos aseguró que Smillie había estado realmente enfermo en la cárcel. Así pues, quizá la historia de una apendicitis era verídica. La negativa a permitir que Murray viera el cadáver puede haber tenido como causa el mero resentimiento. Empero hay algo que debo decir. Bob Smillie tenía sólo veintidós años y físicamente era uno de los hombres más fuertes que he conocido. Creo que fue el único miliciano, español o inglés, que pasó tres meses en las trincheras sin estar enfermo un solo día. Las personas con esa resistencia no suelen morir de apendicitis si se las cuida como es debido. Pero si uno veía cómo eran las cárceles españolas —las cárceles improvisadas utilizadas para los prisioneros políticos—, comprendía las pocas probabilidades que tenía un hombre enfermo de recibir en ellas la atención adecuada. Estas cárceles sólo podrían describirse como mazmorras. En Inglaterra habría que retroceder al siglo XVIII para encontrar algo comparable. Los prisioneros permanecían amontonados en pequeñas habitaciones donde casi no había espacio para echarse, y a menudo se los tenía en sótanos y otros lugares oscuros. Estas no eran medidas temporales, pues hubo casos de detenidos que pasaron cuatro o cinco meses casi sin ver la luz del día. Eran alimentados con una dieta repugnante e insuficiente, que consistía en dos platos de sopa y dos trozos de pan diarios. (Sin embargo, algunos meses más tarde parece ser que la comida mejoró algo.) No estoy exagerando; cualquier sospechoso político que haya estado encarcelado en España podría confirmar lo que digo. He recibido informaciones sobre las cárceles españolas de diversas fuentes separadas, y todas concuerdan demasiado como para dudar de ellas; además, yo mismo conocí una. Otro amigo inglés que fue detenido más tarde escribe que sus experiencias carcelarias le «permitieron comprender mejor el caso de Smillie». No es fácil perdonar la muerte de Smillie, ese muchacho valeroso y dotado, que había dejado a un lado su carrera universitaria para luchar contra el fascismo y que, como puedo atestiguar, había cumplido su tarea en el frente con coraje y voluntad intachables. Arrojarlo a la cárcel y dejarlo morir como a un animal fue una tremenda injusticia. Sé que en medio de una enorme y sangrienta guerra no tiene sentido hacer demasiado alboroto por una muerte individual. Para igualar los sufrimientos que causa una bomba arrojada desde un avión sobre una calle llena de gente hace falta bastante persecución política. Pero lo que indigna en una muerte como ésta es su absoluta inutilidad. Morir en medio de una batalla; sí, eso es lo que uno espera; pero verse encarcelado, ni siquiera por algún crimen imaginario, sino por causa de un resentimiento ciego, y que luego a uno lo dejen morir abandonado a su soledad es algo muy distinto. No acierto a comprender cómo este tipo de cosas —el caso de Smillie no es excepcional— podían tornar más factible la victoria.

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