En el hospital de Monzón el medico repitió la operación habitual de tirarme de la lengua e introducirme un espejo, y me aseguró con el mismo tono alegre que nunca recuperaría la voz y me firmó el certificado. Mientras esperaba a que me examinaran, en la sala de cirugía se llevaba a cabo alguna espantosa operación sin anestesia, por motivos que desconozco. La operación se prolongó muchísimo, los alaridos se sucedían y, cuando entré allí, había sillas tiradas por el suelo y charcos de orina y sangre por todas partes.
Los detalles de ese viaje final se conservan en mi memoria con extraña claridad. Mi actitud era diferente, más observadora que en los últimos meses. Había obtenido mi licencia, que ostentaba el sello de la División 29, y el certificado médico que me declaraba «inútil». Era libre de regresar a Inglaterra y, en consecuencia, me sentía casi por primera vez en condiciones de contemplar España. Debía permanecer un día en Barbastro, pues sólo había un tren diario. Antes había visto Barbastro muy de pasada, y me había parecido simplemente una parte de la guerra: un lugar frío, fangoso y gris, lleno de estruendosos camiones y tropas andrajosas. Ahora me resultaba extrañamente diferente. Caminando sin rumbo fijo, descubrí agradables y tortuosas callejuelas, viejos puentes de piedra, bodegas con grandes toneles goteantes, altos como una persona, e intrigantes talleres semisubterráneos con hombres haciendo ruedas de carro, puñales, cucharas de madera y las clásicas botas españolas de piel de cabra. Me puse a observar cómo un hombre hacía una de estas botas y así me enteré, con gran interés, que el exterior de la piel se coloca hacia adentro, de modo que uno en realidad bebe pelo de cabra destilado. Las había utilizado durante meses sin saberlo. Y detrás de la ciudad había un río color verde jade, poco profundo, del cual emergía un risco perpendicular; con casas construidas en la roca, de modo que desde la ventana del dormitorio se podía escupir hacia el agua que corría treinta metros más abajo. Innumerables palomas vivían en los huecos del risco. Y en Lérida había viejos edificios ruinosos en cuyas cornisas anidaban millares y millares de golondrinas; desde una pequeña distancia, el dibujo que formaban los nidos parecía una florida moldura rococó. Resultaba extraño comprobar hasta qué punto durante seis meses yo no había tenido ojos para esas particularidades del lugar. Con mi certificado de licencia en el bolsillo me sentía de nuevo un ser humano, y también casi un turista. Por primera vez tuve plena conciencia de estar realmente en España, en el país que toda mi vida ansié conocer. En las tranquilas callejuelas apartadas de Lérida y Barbastro me pareció tener una visión fugaz, una especie de lejano rumor de la España que vive en la imaginación de todos. Sierras blancas, manadas de cabras, mazmorras de la Inquisición, palacios moriscos, hileras oscuras y ondulantes de mulas, verdes olivares, montes de limoneros, muchachas de mantillas negras, vinos de Málaga y Alicante, catedrales, cardenales, corridas de toros, gitanos, serenatas: en pocas palabras, España, el país de Europa que mas había atraído mi imaginación. Era una pena que, habiendo logrado por fin llegar aquí, sólo hubiera conocido este rincón del nordeste, en medio de una guerra confusa y la mayor parte del tiempo en invierno.
Cuando llegué a Barcelona ya era tarde, y no circulaban taxis. No había manera de llegar al Sanatorio Maurín, que quedaba fuera de la ciudad, así que me dirigí al hotel Continental, no sin antes detenerme a cenar. Recuerdo la conversación que sostuve con un camarero bastante paternal a propósito de las jarras de nogal con bordes de cobre en las que servían el vino. Le dije que me gustaría comprar un juego para llevármelo a Inglaterra. El camarero se mostró comprensivo. «Sí, son bonitas, ¿verdad? Pero hoy día no se pueden comprar. Nadie las fabrica ya, nadie fabrica nada. Esta guerra, ¡qué lástima!» Estuvimos de acuerdo en que esa guerra era una lástima. Mientras charlábamos volví a sentirme como un turista. El camarero me preguntó amablemente si me había gustado España y si pensaba regresar. Oh, si, claro que volvería a España. El tono apacible de la conversación persiste en mi recuerdo a causa de lo que ocurrió inmediatamente después.
Cuando llegué al hotel mi esposa estaba sentada en el vestíbulo. Se levantó y caminó hacia mi con una indiferencia que me llamó la atención; luego me rodeó el cuello con un brazo y, con una dulce sonrisa dedicada a las personas que estaban en el vestíbulo, me susurró al oído:
—¡
Lárgate
!
—¿Qué?
—¡Lárgate de aquí
enseguida
!
—¿Qué?
—¡No te quedes ahí parado! ¡Tienes que salir de aquí enseguida!
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
Me había tomado del brazo y me conducía ya hacia las escaleras. A mitad de camino nos encontramos con un francés, cuyo nombre no daré, pues si bien no estaba vinculado al POUM, nos ayudó mucho durante todo el jaleo. Me miró con rostro preocupado.
—¡Escuche! No debe venir por aquí. Salga inmediatamente y escóndase antes de que llamen a la policía.
En ese preciso momento, al final de la escalera, un empleado del hotel, miembro del POUM (aunque supongo que nadie lo sabía), salió furtivamente del ascensor y me exhortó en mal inglés a que me fuera. Yo seguía sin entender qué pasaba.
—¿Qué quiere decir todo esto? —pregunté en cuanto estuvimos en la acera.
—¿No te has
enterado
?
—¿Enterado de qué? No he oído nada.
—El POUM ha sido disuelto. Sus edificios han sido confiscados. Prácticamente todo el mundo está en la cárcel. Y se comenta que han comenzado a fusilar a gente.
Conque era eso. Buscamos un lugar donde poder hablar. Todos los cafés de las Ramblas estaban llenos de policías, pero encontramos uno tranquilo en una calle lateral. Mi esposa me explicó lo ocurrido durante mi ausencia.
El 15 de junio la policía arrestó inesperadamente a Andrés Nin en su oficina. Esa misma noche hizo una batida en el Hotel Falcón y detuvo a todos sus ocupantes, en su mayoría milicianos de permiso. El lugar fue convertido de inmediato en una cárcel y, en breve tiempo, se llenó con prisioneros de toda clase. Al día siguiente se anunció que el POUM era una organización ilegal y se confiscaron todas sus oficinas, puestos de libros, sanatorios, centros de Ayuda Roja, etcétera. Mientras tanto, la policía arrestaba a todos los que habían tenido alguna vinculación con el POUM. Al cabo de uno o dos días, todos o casi todos los cuarenta miembros del Comité Ejecutivo habían sido encarcelados. Quizá uno o dos habían logrado escapar y permanecían ocultos, pero la policía utilizaba el recurso (con frecuencia empleado en esta guerra por ambos bandos) de retener a la esposa del prófugo como rehén. No había manera de saber el número de personas presas. Mi esposa había oído decir que solamente en Barcelona llegaban a cuatrocientas. Desde entonces he pensado que, incluso en ese momento, la cifra debía de ser mayor. Se produjeron casos increíbles. La policía llegó a sacar de los hospitales a varios milicianos gravemente heridos.
Todo era profundamente desalentador. ¿Qué estaba pasando? Podía entender que disolvieran el POUM, pero ¿para qué arrestaban a la gente? Para nada, por lo que se podía averiguar. Aparentemente, la disolución del POUM tenía un efecto retroactivo; el POUM era ahora ilegal y, por lo tanto, uno violaba la ley al haber pertenecido antes a él. Como de costumbre, no se hizo acusación alguna contra ninguna de las personas arrestadas. Mientras tanto, sin embargo, los periódicos comunistas de Valencia difundían la historia de un gigantesco «complot fascista»: comunicación por radio con el enemigo, documentos firmados con tinta invisible, etcétera, etcétera. (Trato todo este asunto con más detalle en el
Apéndice II
.) Lo significativo era que sólo aparecía en los periódicos de Valencia; creo que ni una sola palabra sobre el supuesto complot o sobre la disolución del POUM apareció en ninguno de los periódicos de Barcelona, fueran comunistas, anarquistas o republicanos. Nuestra primera información acerca de la exacta naturaleza de las acusaciones contra los dirigentes del POUM no provino de ningún periódico español, sino de los diarios ingleses que llegaban a Barcelona con uno o dos días de retraso. Lo que no podíamos saber en ese momento es que el gobierno no era responsable de la acusación de traición y espionaje y que sus miembros habrían de rechazarla más tarde. Sólo sabíamos vagamente que los líderes del POUM y probablemente todos nosotros éramos acusados de estar a sueldo de los fascistas. Y ya circulaban rumores de fusilamientos secretos en la cárcel. Había mucha exageración en todo esto, pero sin duda ocurrió en algunos casos y casi seguramente en el de Nin. Tras su arresto, Nin fue trasladado a Valencia y de allí a Madrid, y ya el 21 de junio circuló en Barcelona el rumor de que lo habían fusilado. Más tarde, el rumor adquirió forma más definida: Nin había sido fusilado en prisión por la policía secreta y su cuerpo arrojado a la calle. Este rumor procedía de diversas fuentes, incluyendo a Federica Montseny, ex miembro del gobierno. Desde entonces, nunca se ha vuelto a oír hablar de Nin. Más tarde, cuando delegados de diversos países plantearon la cuestión al gobierno, éste sólo dijo que Nin había desaparecido y que no se conocía su paradero. Algunos periódicos afirmaron que había huido a territorio fascista. Ninguna prueba se proporcionó en este sentido, e Irujo, el ministro de Justicia, declaró más tarde que la agencia informativa
España
había falsificado su
comunicado oficial
[17]
. De cualquier manera, era muy improbable que se permitiera escapar a un prisionero político de la importancia de Nin. A menos que en el futuro aparezca vivo, creo que debemos admitir que fue asesinado en la cárcel.
Las noticias sobre arrestos prosiguieron sin cesar a lo largo de meses, hasta que el número de prisioneros políticos, sin contar a los fascistas, llegó a varios miles. Una de las cosas a destacar es la autonomía de los cargos policiales inferiores. Muchos de los arrestos eran abiertamente ilegales, y diversas personas cuya liberación fue dispuesta por el jefe de policía, se vieron arrestadas otra vez en los portones de la cárcel y llevadas a «prisiones secretas». Un caso típico es el de Kurt Landau y su mujer; que fueron arrestados alrededor del 17 de junio, después de lo cual, Landau «desapareció». Cinco meses más tarde, su esposa seguía en la cárcel, sin juicio y sin noticias de su marido. Al iniciar una huelga de hambre en señal de protesta, el ministro de Justicia aseguró que Landau había muerto. Al cabo de breve tiempo salió en libertad para ser detenida nuevamente casi de inmediato e ir a parar otra vez a la cárcel.
Y también destacaba que la policía, por lo menos al principio, parecía por completo indiferente al efecto que sus acciones pudieran tener sobre la guerra. Estaban dispuestos a encarcelar a militares con cargos de importancia sin obtener permiso por anticipado. Hacia finales de junio, José Rovira, el general al mando de la División 29, fue arrestado cerca del frente por una partida policial procedente de Barcelona. Sus hombres enviaron una delegación a protestar ante el ministro de la Guerra. Se descubrió que el ministro de la Guerra y Ortega, el jefe de policía, no habían sido ni siquiera informados del arresto de Rovira. En todo este asunto el detalle que más me cuesta de digerir, aunque quizá no revista mayor importancia, es que se ocultaba a las tropas lo que sucedía. Como se habrá visto, ni yo ni nadie en el frente había oído nada acerca de la disolución del POUM. Todos sus cuarteles, los centros de Ayuda Roja y demás funcionaban con normalidad, e incluso el 20 de junio, en las trincheras y posiciones hasta Lérida, a menos de ciento cincuenta kilómetros de Barcelona, nadie se había enterado de lo que ocurría. Ni una sola palabra de todo esto aparecía en los periódicos de Barcelona, y los diarios de Valencia que publicaban esas historias de complot y espionaje no llegaban al frente de Aragón. Sin duda, una de las razones para arrestar a los milicianos del POUM de permiso en Barcelona era impedir que regresaran al frente con las novedades. El grupo con el que yo llegué al frente el 15 de junio debe de haber sido el último en partir. Aún me intriga saber cómo consiguieron mantener ocultos los hechos, pues los camiones de abastecimiento, por ejemplo, seguían yendo y viniendo, pero no cabe duda de que
mantuvieron
el secreto y, según me pude enterar después por otros compañeros, los hombres del frente no supieron nada hasta varios días más tarde. El motivo resulta bastante claro. El ataque contra Huesca acababa de comenzar, la milicia del POUM todavía constituía una unidad aparte y, probablemente, se temía que los hombres se negaran a luchar si se enteraban de lo que estaba sucediendo. En realidad, nada de esto ocurrió cuando llegaron las noticias. En los días intermedios, muchos hombres seguramente murieron sin saber que los periódicos de retaguardia los tildaban de fascistas. Resulta difícil de perdonar tales cosas. Sé que era la política habitual ocultar a las tropas las malas noticias, y quizá eso esté justificado en la mayoría de los casos. Pero es algo muy distinto mandar a los hombres a la batalla sin siquiera decirles que, a sus espaldas, su partido ha quedado disuelto, sus líderes han sido acusados de traición y sus amigos y parientes enviados a la cárcel.
Mi esposa comenzó a contarme lo que les había ocurrido a varios de nuestros amigos. Algunos de los ingleses y también otros extranjeros habían cruzado la frontera. Williams y Stafford Cottman no fueron arrestados durante el ataque contra el Sanatorio Maurín y permanecían escondidos en alguna parte. Lo mismo ocurría con John McNair, que había estado en Francia y había regresado a España cuando el POUM fue declarado ilegal —actitud bastante temeraria, pero no había querido permanecer a salvo mientras sus camaradas corrían peligro—. En cuanto a los demás, era una simple crónica de a éste lo «agarraron» así y al otro lo «agarraron» asá. Parecían haber «agarrado» a casi todo el mundo. Me sorprendió oír que también habían «agarrado» a George Kopp.
—¡Qué! ¿Kopp? Creía que estaba en Valencia.
Según parecía, Kopp había regresado a Barcelona; tenía una carta del ministro de la Guerra dirigida al coronel a cargo de las operaciones de ingeniería en el frente del este. Desde luego, sabía de la disolución del POUM, pero posiblemente no se le ocurrió que la policía fuera tan tonta como para detenerlo mientras se dirigía al frente en cumplimiento de una urgente misión militar. Había acudido al hotel Continental para recoger su equipo; mi esposa no se encontraba allí en ese momento y el personal del hotel se las ingenió para entretenerlo con alguna mentira mientras llamaban por teléfono a la policía.