Durante las últimas semanas que pasé en Barcelona, el aire estaba viciado por una desagradable atmósfera de sospecha, temor, incertidumbre y odio velado. Las luchas de mayo habían causado efectos imborrables. Con la caída del gobierno de Caballero los comunistas conquistaron definitivamente el poder; el orden interno había ido a parar a manos de ministros comunistas y nadie dudaba de que aplastarían a sus rivales políticos en cuanto tuvieran la primera oportunidad. Por el momento nada ocurría y yo no tenía ni idea de lo que iba a suceder; pero, sin embargo, había una permanente y difusa sensación de peligro, la conciencia de algo malo a punto de acaecer. Por poco que uno realmente conspirara la atmósfera te obligaba a sentirte como un conspirador. La gente parecía pasarse todo el rato conversando en voz baja en los rincones de los cafés, preguntándose si la persona de la mesa vecina sería o no espía de la policía.
Gracias a la censura periodística circulaban los rumores más siniestros. Uno de ellos afirmaba que el gobierno de Negrín-Prieto se preparaba para llegar a un acuerdo negociado del final de la guerra. En ese momento me sentí inclinado a creerlo, pues los fascistas estaban cerrando el cerco sobre Bilbao y el gobierno no tomaba ninguna medida visible para impedirlo. Banderas vascas aparecieron en toda la ciudad, numerosas muchachas realizaban colectas callejeras y las emisoras de radio hablaban como de costumbre de los «heroicos defensores», pero los vascos no recibían ninguna ayuda concreta. Era tentador pensar que el gobierno hacía un doble juego. Acontecimientos posteriores demostraron mi error, pero indudablemente Bilbao habría podido salvarse si se hubiera actuado con algo más de energía. Una ofensiva en el frente de Aragón, aunque fracasara, habría obligado a Franco a distraer parte de su ejército; pero el gobierno no tomó ninguna medida ofensiva hasta que no fue demasiado tarde, es decir, hasta el momento en que cayó Bilbao. La CNT distribuyó en enormes cantidades un manifiesto en el cual pedía a la población que se mantuviera alerta, e insinuaba que «un cierto partido» (los comunistas) preparaba un golpe de Estado. También existía el difundido temor de que Cataluña fuera objeto de una invasión. Tiempo antes, cuando regresamos del frente, había visto las poderosas defensas que se levantaban a muchos kilómetros de la línea de fuego, y en toda Barcelona se estaban construyendo refugios antiaéreos. Con frecuencia se anunciaban ataques por aire y por mar; casi siempre eran falsas alarmas, pero, cada vez que sonaban las sirenas, las luces permanecían apagadas durante largas horas y la gente asustadiza se tiraba de cabeza a los sótanos. Los espías de la policía estaban por todas partes. Las cárceles continuaban abarrotadas de personas detenidas cuando los sucesos de mayo, y había más presos —por supuesto, siempre anarquistas y miembros del POUM— que continuaban desapareciendo en ellas solos o acompañados. Por lo que se pudo averiguar, ningún preso fue nunca acusado o juzgado —ni siquiera acusado de algo tan definido como «trotskismo»—. Simplemente se arrojaba a un hombre a la cárcel y allí se le mantenía, por lo común, incomunicado*. Bob Smillie seguía encarcelado en Valencia. No pudimos averiguar nada excepto que ni el representante del ILP ni el abogado que lo defendía lograron verlo. Cada vez era mayor el número de extranjeros de la Columna Internacional y Otros milicianos que eran arrestados casi siempre acusados de desertores. Era típico de la situación de entonces que ya nadie sabía con certeza si un miliciano era un voluntario o un soldado regular. Pocos meses antes, todo el que se alistaba en la milicia lo hacía como voluntario y podía, si así lo deseaba, pedir la licencia en cuanto le correspondiera un permiso. En esos días parecía que el gobierno había cambiado de parecer: un miliciano era un soldado regular y se convertía en desertor si intentaba regresar a su casa. Pero ni siquiera esto parecía estar claro del todo. En algunas zonas del frente, las autoridades seguían concediendo licencias a quienes la solicitaban. En la frontera éstas a veces eran aceptadas y otras no; cuando no, te enviaban de inmediato a la cárcel. Con el tiempo, el número de «desertores» extranjeros encarcelados llegó a varios centenares, pero en su mayoría fueron repatriados cuando hubo protestas en sus propios países.
Grupos armados de guardias de asalto recorrían las calles, los guardias civiles seguían ocupando cafés y otros edificios en puntos estratégicos, y muchos de los locales del PSUC todavía estaban protegidos con sacos de arena y barricadas. En diversos puntos de la ciudad había retenes de guardias civiles o carabineros donde se paraba a los transeúntes y se examinaba su documentación. Todos me advirtieron de que no mostrara mi credencial de miliciano del POUM y me limitara a presentar el pasaporte y mi certificado del hospital. Que se supiera que había servido en la milicia del POUM era ya inciertamente peligroso. Los milicianos del POUM que habían sido heridos o estaban de permiso eran penalizados con pequeños inconvenientes y así, por ejemplo, les resultaba difícil cobrar su paga.
La Batalla
seguía apareciendo, pero la censura la había reducido casi a cero.
Solidaridad
y los otros periódicos anarquistas también eran objeto de una severa censura. Según una nueva reglamentación, las partes censuradas de un periódico no podían quedar en blanco, sino que tenían que llenarse con otro texto. En consecuencia, a menudo resultaba imposible saber si algo había sido objeto de censura.
La escasez de alimentos, que había fluctuado durante toda la guerra, se encontraba en una de sus peores etapas. Faltaba pan, y los tipos más baratos estaban adulterados con arroz; el que comían los soldados en los cuarteles era abominable y parecía masilla. La leche y el azúcar también escaseaban y casi no había tabaco, excepto los carísimos cigarrillos de contrabando. Casi no quedaba tampoco aceite de oliva, que los españoles utilizan para múltiples fines. Las colas de mujeres que aguardaban para comprarlo estaban vigiladas por guardias civiles montados que a veces se entretenían haciendo retroceder a los caballos hasta penetrar en las colas, tratando de que pisaran los pies de las mujeres. Otro inconveniente menor de esa época era la falta de cambio. La plata había sido retirada y, como no se había acuñado nueva moneda, resultaba que no circulaban valores intermedios entre la moneda de diez céntimos y el billete de dos pesetas y media, y todos los billetes inferiores a las diez pesetas eran muy escasos. Para la gente más pobre esto significaba un agravamiento de la escasez de comida. Una mujer con sólo un billete de diez pesetas podía pasarse horas ante la cola de una tienda y encontrarse luego con que no podía comprar nada, simplemente porque el tendero no disponía de cambio y ella no se podía gastar todo el dinero.
No es fácil describir la atmósfera de pesadilla de ese periodo, el peculiar malestar creado por los rumores siempre cambiantes, la prensa censurada y la presencia continua de hombres armados. No resulta fácil de describir porque, en ese momento, lo esencial de una atmósfera así no existía en Inglaterra. En Inglaterra la intolerancia política no es aceptada todavía. Hay persecución política en un grado insignificante; si yo fuera minero procuraría que el jefe no se enterara de que soy comunista; pero el «buen miembro del partido», el gángster que repite y obedece incondicionalmente característico de los partidos continentales, sigue siendo una rareza, y la idea de «liquidar» o «eliminar» a todo aquel que esté en desacuerdo no parece todavía natural. Sólo parecía demasiado natural en Barcelona. Los «estalinistas» tenían la sartén por el mango y, por lo tanto, se daba por descontado que todo «trotskista» estaba en peligro. Lo que todos temían era algo que, a fin de cuentas, no ocurrió: un nuevo brote de lucha callejera del que se haría responsables, como antes, al POUM y a los anarquistas. A veces me descubría a mi mismo tratando de oír los primeros disparos. Era como si alguna poderosa inteligencia maligna planeara sobre la ciudad. Curiosamente, todos comentaban la situación en términos casi idénticos: «La atmósfera de este lugar es horrible. Es como vivir en un manicomio». Pero quizá no debería decir todos. Algunos de los visitantes ingleses que pasaron rápidamente por España, de hotel en hotel, no parecen haber notado nada desagradable en el ambiente general. Como pude observar, la duquesa de Atholl escribe (
Sunday Express
, 17 de octubre de 1937):
Estuve en Valencia, Madrid y Barcelona… un orden perfecto prevalecía en las tres ciudades, sin ningún despliegue de fuerza. Todos los hoteles en los que viví no sólo eran «normales» y «agradables», sino también muy cómodos a pesar de la escasez de mantequilla y café.
Es una peculiaridad de los viajeros ingleses la de creer que nunca existe realmente nada fuera de los hoteles elegantes. Espero que hayan conseguido algo de mantequilla para la duquesa de Atholl.
Me encontraba en el Sanatorio Maurín, uno de los sanatorios dependientes del POUM, situado en los suburbios cercanos al Tibidabo, la montaña de extraña forma que se levanta abruptamente detrás de Barcelona y desde donde, según la tradición, Satán mostró a Jesús los países de la tierra (de ahí su nombre). La casa había pertenecido a un burgués y fue confiscada al comienzo de la revolución. La mayoría de los hombres alojados allí habían dejado el frente a causa de alguna herida que los incapacitaba definitivamente (miembros amputados o cosas así). Había varios ingleses: Williams, con una pierna herida; Stafford Cottman, un muchacho de dieciocho años enviado desde las trincheras por suponerse que padecía tuberculosis, y Arthur Clinton, cuyo brazo izquierdo destrozado seguía colgado de uno de esos enormes artilugios de alambre, llamados aeroplanos, que los españoles continúan utilizando en los hospitales. Mi esposa seguía en el hotel Continental y yo solía ir a Barcelona durante el día. Por la mañana acudía al Hospital General para el tratamiento eléctrico del brazo. Me aplicaron un tratamiento bastante extraño, basado en una serie de punzantes descargas eléctricas que hacían saltar los diversos grupos de músculos. Lentamente disminuyeron los dolores y fui recuperando el uso de los dedos. Mi mujer y yo acordamos que lo mejor era regresar a Inglaterra lo antes posible. Me sentía muy débil, había perdido la voz aparentemente para siempre y, según los médicos, en el mejor de los casos transcurrirían meses antes de que estuviera en condiciones de luchar. Tarde o temprano debía comenzar a ganar algo de dinero, y no tenía mucho sentido quedarse en España consumiendo alimentos que otros necesitaban. Sin embargo, decidieron mi partida motivos fundamentalmente egoístas. Experimentaba un deseo abrumador de alejarme de todo, de la horrible atmósfera de sospecha y odio político, de las calles llenas de hombres armados, de ataques aéreos, trincheras, ametralladoras, tranvías chirriantes, té sin leche, comida grasienta y escasez de cigarrillos: de casi todo lo que había aprendido a asociar con España.
Los médicos del Hospital General me dieron un certificado de incapacidad física, pero para conseguir mi licencia debía someterme a la junta médica de un hospital cercano al frente y trasladarme luego a Siétamo para que me sellaran los documentos en los cuarteles de la milicia del POUM. Kopp acababa de regresar del frente lleno de júbilo. Acababa de entrar en acción y afirmaba que por fin tomaríamos Huesca. El gobierno había llevado tropas del frente de Madrid y estaba concentrando treinta mil hombres, además de gran cantidad de aeroplanos. Los italianos que yo había visto partir de Tarragona habían atacado la carretera de Jaca, pero habían sufrido grandes bajas y perdido dos tanques. Con todo, la ciudad caería, según afirmaba Kopp. (Pero, ¡maldita sea!, no cayó. El ataque fue un lío espantoso y tuvo como única consecuencia una orgía de mentiras periodísticas.) Entretanto, Kopp debía viajar hasta Valencia para entrevistarse con el ministro de la Guerra. Tenía una carta del general Pozas, entonces comandante del Ejército del Este; era la carta habitual, donde describía a Kopp como una «persona de toda confianza» y lo recomendaba para un cargo especial en la Sección de Ingeniería (Kopp era ingeniero). Partió hacia Valencia el día en que yo salí para Siétamo, el 15 de junio.
Cinco días estuve ausente de Barcelona. Un camión lleno de milicianos nos dejó en Siétamo a medianoche; en cuanto llegamos a los cuarteles del POUM, nos hicieron formar y comenzaron a entregarnos fusiles y balas antes de preguntarnos siquiera nuestros nombres. Parecía que el ataque comenzaba y que podían necesitarse reservas en cualquier momento. Tenía el certificado hospitalario en el bolsillo, pero no podía negarme a ir con los demás. Me acosté en el suelo, teniendo como almohada una caja de cartuchos. Mi estado era de profundo desaliento. El estar herido me había socavado el coraje —creo que es la consecuencia habitual— y la perspectiva de entrar en acción me espantaba. Sin embargo, hubo un poco de mañana*, como de costumbre, y no nos llamaron; al día siguiente presenté mi certificado e inicié los trámites para que me dieran la licencia, lo que significó una serie de viajes confusos y agotadores. Me enviaron de un hospital a otro —Siétamo, Barbastro, Monzón, de vuelta a Siétamo para que me sellaran los papeles, luego a lo largo de la línea de fuego, vía Barbastro y Lérida—. La concentración de tropas en Huesca había monopolizado el transporte y desorganizado todo. Recuerdo que tuve que dormir en sitios bien extraños; una vez en un hospital, otra vez en una zanja, otra en un banco muy angosto del que me caí a mitad de la noche y otra en una especie de albergue municipal en Barbastro. En cuanto te alejabas de las vías del ferrocarril, la única posibilidad de viajar eran los camiones que quisieran parar. Había que esperar en la carretera durante horas, a veces tres o cuatro, junto a desconsolados campesinos que llevaban bultos llenos de patos y conejos, haciendo señas a un camión tras otro. Cuando finalmente se detenía un camión que no estaba repleto de hombres, pan o cajas de munición, el bamboleo sobre los pésimos caminos me reducía a pulpa. Ningún caballo me ha tirado nunca tan alto como esos camiones. La única manera posible de viajar consistía en apiñarse y aferrarse los unos a los Otros. Fue humillante comprobar que seguía demasiado débil como para subir a un camión sin ayuda.
Dormí una noche en el hospital de Monzón, donde había de ver a la junta médica. En la cama de al lado había un guardia de asalto con una herida sobre el ojo izquierdo. Se mostró cordial y me dio cigarrillos. Yo le dije: «En Barcelona hubiéramos tenido que dispararnos el uno al otro», y ambos nos reímos. Resultaba notable el cambio del espíritu general en las proximidades del frente. Allí desaparecían todos o casi todos los odios perniciosos de los partidos políticos. Mientras estuve en el frente, no recuerdo haberme encontrado con ningún miembro del PSUC que me demostrara hostilidad por pertenecer al POUM. Eso era típico de Barcelona o de otras ciudades, aún más alejadas de la guerra. Había muchos guardias de asalto en Siétamo, enviados desde Barcelona para tomar parte en el ataque contra Huesca. La Guardia de Asalto no era un cuerpo destinado originalmente al frente, y muchos de sus miembros nunca habían estado bajo el fuego enemigo. En Barcelona se sentían dueños de la calle, pero aquí sólo eran quintos*, y se tenían que codear con milicianos de quince años con varios meses de antigüedad en el frente.