Habían apostado guardias armados en casi todas las ventanas, y en la calle un pequeño grupo de tropas de choque detenía e interrogaba a los pocos transeúntes. Un coche patrulla anarquista cargado de armas se detuvo frente a la puerta. Junto al conductor una hermosa joven morena de unos dieciocho años albergaba una metralleta sobre sus rodillas. Pasé largo tiempo vagando por el edificio, un gran local laberíntico cuya distribución resultaba imposible de aprender. En las distintas dependencias encontré muebles rotos, papeles rasgados, el desorden habitual que parece ser un producto inevitable de la revolución. Por todas partes había gente durmiendo; en un pasillo, sobre un sofá desvencijado, dos pobres mujeres de la zona de los muelles roncaban plácidamente. El edificio había sido un teatro-cabaret antes de que el POUM lo ocupara. Varias de las habitaciones tenían escenarios elevados. Sobre uno de ellos quedaba un gran piano solitario. Por fin encontré lo que buscaba: el arsenal. No sabía cómo terminaría todo aquello y necesitaba desesperadamente un arma. Había oído decir tantas veces que el PSUC, el POUM y la CNT-FAI acumulaban armas en Barcelona que no podía creer que dos de los principales edificios del POUM contuvieran únicamente los cincuenta o sesenta fusiles distribuidos. El cuarto que servía de arsenal no estaba vigilado y tenía una puerta bastante endeble; con otro inglés, la forzamos sin dificultad. Al entrar, comprobamos que nos habían dicho la verdad: no
había
más armas. Sólo encontramos unas dos docenas de rifles de calibre pequeño y de modelo anticuado y unas pocas escopetas, pero ninguna munición. Subí a la oficina y pregunté si disponían de balas para mi pistola; no tenían. Solamente había unas pocas cajas de granadas, de un tipo primitivo, traídas por uno de los coches patrulla anarquistas. Guardé un par en una de mis cartucheras. Era un tipo de granada muy tosca que se accionaba frotando una especie de cerilla en la parte superior y muy propensa a explotar por iniciativa propia.
El suelo estaba cubierto de gente dormida. En una habitación un bebé lloraba sin cesar. Aunque estábamos en mayo, la noche se puso fría. En uno de los escenarios todavía quedaban restos del telón, lo arranqué con el cuchillo, me envolví en él y dormí unas pocas horas. Recuerdo que mi sueño se vio perturbado por la idea de que esas malditas granadas podían hacerme volar si llegaba a aplastarlas. A las tres de la mañana, el hombre alto y buen mozo que parecía estar al mando de todo me despertó, me dio un fusil y me puso de guardia en una de las ventanas. Me dijo que Sala, el jefe de policía, responsable del ataque contra la Central Telefónica, había sido arrestado. (En realidad, como supimos después, sólo había sido destituido de su cargo. No obstante, la noticia confirmó la impresión general de que la Guardia Civil había actuado sin orden previa.) Al amanecer, la gente comenzó a levantar dos barricadas, una frente al Comité Local y otra frente al hotel Falcón. Las calles de Barcelona están empedradas con adoquines cuadrados, fáciles de apilar y, debajo de ellos, hay una especie de gravilla muy útil para llenar sacos. El proceso de construcción de esas barricadas constituyó un espectáculo singular y maravilloso; hubiera dado cualquier cosa por fotografiarlo. Con esa suerte de apasionada energía que despliegan los españoles cuando han tomado la firme decisión de realizar alguna tarea, largas filas de hombres, mujeres y criaturas muy pequeñas arrancaban las piedras, las transportaban en una carretilla que habían encontrado en alguna parte y trastabillaban de un lado a otro bajo los pesados sacos. En la puerta del Comité Local, una muchacha judía alemana, con un pantalón de miliciano cuyas rodilleras le llegaban a los tobillos, observaba todo con una sonrisa. En un par de horas las barricadas estuvieron listas y en sus troneras se apostaron los hombres armados; detrás de una de ellas ardía un fuego y unos hombres freían huevos.
Habían vuelto a quitarme el fusil y no parecía que quedara nada útil por hacer allí. Otro inglés y yo decidimos regresar al hotel Continental. Resonaban muchos disparos en la lejanía, pero ninguno parecía proceder de las Ramblas. Camino arriba, echamos una mirada en el mercado de abastos. Muy pocos puestos estaban abiertos, y los asediaba una multitud procedente de los barrios obreros situados al sur de las Ramblas. En el momento en que penetramos en el mercado afuera se produjo un tiroteo, algunos vidrios del techo se vinieron abajo y la gente se precipitó por las salidas posteriores. Con todo, algunos puestos siguieron abiertos, y pudimos conseguir una taza de café y un trozo de queso de cabra que guardé junto a las granadas. Unos días después me alegraría mucho de tener ese queso.
En la esquina donde los anarquistas habían comenzado a disparar el día anterior se levantaba ahora una barricada. El hombre situado detrás de ella (yo me encontraba al otro lado de la calle) me gritó que tuviera cuidado, pues los guardias civiles instalados en la torre de la iglesia disparaban indiscriminadamente contra cualquier transeúnte. Me detuve y luego crucé corriendo; una bala pasó silbando desagradablemente cerca. Cuando me aproximaba a la sede central del POUM, siempre del otro lado de la calle, oí otros gritos de aviso que no comprendí procedentes de un grupo de las tropas de choque apostadas en la puerta de acceso. La calle tenía un ancho paseo central y había algunos árboles y un puesto de diarios entre el edificio y el lugar donde me encontraba, de manera que no podía ver dónde señalaban. Entré en el hotel Continental, me aseguré de que todo estaba bien, me lavé la cara y regresé a la sede central del POUM (a unos cien metros en la misma calle) a solicitar órdenes. Para ese entonces, el fuego de los fusiles y las ametralladoras que venía de diversas direcciones producía un fragor casi comparable al de una batalla. Yo acababa de encontrar a Kopp y le estaba preguntando qué debíamos hacer cuando, desde abajo, se oyó una serie de tremendos estallidos, tan fuertes que podían confundirse con disparos de cañón. En realidad, sólo eran granadas, cuyos estruendos se multiplicaban entre los edificios de piedra.
Kopp miró por la ventana, apoyó su bastón en el hombro y dijo: «Investiguemos». Luego bajó la escalera con su despreocupado aire habitual; lo seguí pisándole los talones. A la entrada, un grupo de las tropas de choque lanzaba granadas a lo largo de la acera como si estuvieran jugando a los bolos. Las granadas estallaban a unos veinte metros con un estrépito ensordecedor que se mezclaba con el de los disparos de fusil. En la mitad de la calle, detrás del puesto de diarios, asomaba la cabeza de un miliciano norteamericano a quien conocía bien y que parecía un coco en una feria. Sólo más tarde comprendí lo que realmente ocurría. Al lado del edificio del POUM estaba el Café Moka, con un hotel en el primer piso. El día antes, veinte o treinta guardias civiles armados habían entrado en el café y, cuando comenzó la lucha, se apoderaron por sorpresa del edificio y levantaron una barricada. Probablemente les habían ordenado apoderarse del café como paso preliminar para un ataque posterior contra las oficinas del POUM. Por la mañana, temprano, intentaron salir; hubo un tiroteo, en el que uno de nuestros hombres resultó herido y un guardia civil, muerto. Los guardias civiles permanecían en el interior del café, pero, cuando el norteamericano avanzaba por la calle, abrieron fuego contra él, a pesar de que iba desarmado. Éste se arrojó detrás del puesto de diarios y los nuestros lanzaron granadas contra los guardias civiles para impedirles salir del café.
Kopp captó la situación con una sola mirada, se abrió paso y paró a un alemán pelirrojo de las tropas de choque que se disponía a sacar el seguro de una granada con los dientes. Les gritó a todos que se apartaran de la puerta y nos dijo en varios idiomas que debíamos evitar el derramamiento de sangre. Luego salió y, a la vista de los guardias civiles, se quitó ostentosamente la pistola y la depositó en el suelo. Dos oficiales españoles de la milicia hicieron lo mismo, y los tres caminaron lentamente hasta la puerta donde se apretujaban los guardias civiles. Era algo que yo no hubiera hecho ni por veinte libras. Caminaban, desarmados, hacia hombres enloquecidos de terror y con armas cargadas en las manos. Un guardia civil, en mangas de camisa y pálido de miedo se acercó para parlamentar con Kopp. Señalaba agitadamente dos granadas sin explotar que estaban en la acera. Kopp regresó y nos dijo que sería mejor hacerlas explotar, eran un peligro para cualquiera que pasara. Un soldado de las tropas de choque disparó su fusil e hizo estallar una, pero le erró a la segunda. Le pedí el arma, me arrodillé y disparé contra ella. Lamento decir que también fallé; fue éste el único disparo que hice durante los disturbios. La acera se hallaba cubierta de cristales rotos procedentes del rótulo del Café Moka, y dos autos estacionados allí, uno de los cuales era el coche oficial de Kopp, estaban acribillados a balazos y con los parabrisas destrozados por los bombazos.
Kopp me llevó al primer piso y me explicó la situación. Debíamos defender los edificios del POUM si eran atacados, pero los dirigentes habían dado instrucciones en el sentido de mantenernos a la defensiva y no abrir fuego si podíamos evitarlo. Justo enfrente había un cine llamado Poliorama, con un museo en el primer piso y, en la parte más alta, muy por encima del nivel general de los tejados, un pequeño observatorio con dos cúpulas gemelas. Éstas dominaban la calle, y unos pocos hombres apostados allí podían impedir cualquier ataque contra los edificios del POUM. Los encargados del cine eran miembros de la CNT y nos dejarían entrar y salir. En cuanto a los guardias civiles del Café Moka, no representaban ningún problema: no deseaban luchar y estarían más que contentos de vivir y dejar vivir. Kopp repitió que teníamos orden de no disparar, a menos que nuestros edificios o nosotros fuéramos atacados. De su explicación deduje que los líderes del POUM estaban furiosos por verse arrastrados a intervenir en tales acontecimientos, pero sentían que debían solidarizarse con la CNT.
Ya habían colocado gente de guardia en el observatorio. Pasé los tres días y noches siguientes en la azotea del Poliorama, con breves intervalos en los que me deslizaba hasta el hotel para comer. No corría ningún peligro, sufría sólo hambre y aburrimiento y, no obstante, fue uno de los períodos más insoportables de mi vida. Creo que pocas experiencias podrían ser más asqueantes, más decepcionantes o, incluso, más exasperantes que esos días de guerra callejera.
Solía sentarme en la azotea y maravillarme ante la locura que significaba todo esto. Desde las pequeñas ventanas del observatorio podía ver a varios kilómetros a la redonda edificios altos y esbeltos, cúpulas de cristal y fantásticos techos ondulados con brillantes tejas verdes y cobrizas; hacia el este, el centelleante mar azul pálido que veía por primera vez desde mi llegada a España. Y la enorme ciudad de un millón de personas había caído en una especie de violenta inercia, una pesadilla de ruido sin movimiento. Las calles soleadas continuaban desiertas. Lo único que ocurría era el raudal de balas que salían desde las barricadas y las ventanas protegidas con sacos de arena. No circulaba un solo vehículo y, a lo largo de las Ramblas, los tranvías permanecían inmóviles allí donde sus conductores los habían abandonado al oír el primer disparo. Y mientras tanto el estrépito endemoniado, devuelto por el eco de miles de edificios de piedra, proseguía sin cesar, como una lluvia tropical. Crac-crac, ratatá-ratatá, brum; el estrépito se reducía en ocasiones a unos pocos disparos, y crecía a veces hasta formar una descarga ensordecedora, pero no se interrumpía nunca durante el día, y con la aurora comenzaba otra vez.
Al principio resultó muy difícil descubrir qué demonios ocurría, quién luchaba contra quién y quién iba ganando. La gente de Barcelona está acostumbrada a las luchas callejeras y tan familiarizada con la geografía política local que sabe, por una suerte de instinto, qué calle y qué edificios dominará cada partido. Un extranjero se encuentra en insuperable desventaja. Mirando desde el observatorio, era evidente que las Ramblas, una de las principales arterias de la ciudad, trazaban una línea divisoria. A la derecha, los barrios obreros eran decididamente anarquistas; a la izquierda, en las tortuosas callejuelas, se desarrollaba una lucha confusa, pero en esa zona eran el PSUC y la Guardia Civil quienes ejercían más o menos el control. En la parte alta de las Ramblas, alrededor de la Plaza de Cataluña, la situación era tan complicada que habría resultado incomprensible si cada edificio no hubiera ostentado la bandera del bando correspondiente. Allí el principal emplazamiento era el hotel Colón, cuartel general del PSUC, que dominaba toda la plaza. En una ventana próxima a la penúltima letra O del gigantesco letrero «Hotel Colón» que cruzaba la fachada, tenían una ametralladora que podía barrer la plaza con mortífera eficacia. Cien metros a nuestra derecha, Ramblas abajo, la JSU, la liga juvenil del PSUC (correspondiente a la Liga Juvenil Comunista en Inglaterra), dominaba unos importantes almacenes cuyas vidrieras laterales, protegidas por sacos de arena, quedaban frente a nuestro observatorio. Habían arriado la bandera roja para izar el estandarte nacional catalán. Sobre la Central Telefónica, punto de partida de todos los disturbios, la bandera catalana y la anarquista flameaban una al lado de la otra. Allí se había llegado a alguna clase de arreglo transitorio, la Central funcionaba normalmente y no se hacían disparos desde el edificio.
En nuestra zona todo estaba extrañamente tranquilo: En el Café Moka los guardias civiles habían bajado las persianas metálicas y apilado los muebles en forma de barricada. Más tarde, media docena de ellos se subieron al terrado, frente a nosotros, y construyeron otra barricada con colchones sobre la cual colgaron la bandera nacional catalana. Era evidente que no deseaban provocar una refriega. Kopp había llegado a un acuerdo definitivo: si no disparaban contra nosotros, tampoco lo haríamos contra ellos. Para entonces, Kopp había conseguido establecer una relación bastante cordial con los guardias civiles, a los que había ido visitando con cierta frecuencia en el Café Moka. Naturalmente, éstos se habían apoderado de toda la bebida del café y le regalaron quince botellas de cerveza. A cambio, Kopp llegó a darles uno de nuestros fusiles para compensarles el que habían perdido el día anterior. En cualquier caso, resultaba extraño estar sentado en esa azotea. A veces simplemente me sentía aburrido de todo, no prestaba atención al estrépito endemoniado y me pasaba horas leyendo una serie de libros de la colección Penguin que, por suerte, había comprado pocos días antes; había ocasiones en que tenía plena conciencia de los hombres armados que me observaban a unos cincuenta metros. En cierto sentido, era como encontrarse otra vez en las trincheras. Varias veces me sorprendí llamando «los fascistas» a los guardias civiles. Por lo general, éramos seis allí arriba. Poníamos a un hombre de guardia en cada una de las torres, y los demás nos sentábamos más abajo, sobre un tejado de plomo, donde una cornisa de piedra nos servía de protección. Sabía muy bien que, en cualquier momento, los guardias civiles podían recibir órdenes telefónicas de abrir fuego. Habían prometido avisarnos antes de hacerlo, pero no existía la certeza de que cumplieran su palabra. Sin embargo, sólo una vez pareció que las cosas se pondrían feas. Uno de los guardias civiles se arrodilló y comenzó a disparar por encima de la barricada. Yo estaba de guardia en el observatorio en ese momento. Le apunté con el fusil y le grité: