Pero, después de todo, sólo era el comienzo de una revolución, no una revolución total. Cuando los trabajadores, desde luego en Cataluña y quizá en alguna otra parte, tuvieron el poder necesario para ello, no derrocaron o reemplazaron totalmente al gobierno. Evidentemente no podían hacerlo mientras Franco golpeaba a la puerta y sectores de la clase media lo apoyaban. El país se encontraba en una etapa de transición, y podía desembocar en el socialismo o en el retorno a una república capitalista corriente. Los campesinos tenían la mayor parte de la tierra y era muy probable que la conservaran, a menos que Franco ganara; se habían colectivizado todas las grandes industrias, pero que se mantuvieran así o que volviera a introducirse el capitalismo dependería en última instancia del grupo que obtuviera el control. Al comienzo podía decirse que el gobierno central y la Generalitat de Cataluña (el gobierno catalán semiautónomo) representaban a la clase trabajadora. El gobierno estaba encabezado por Caballero, un socialista del ala izquierda, e incluía ministros que representaban a la UGT (sindicato socialista) y a la CNT (sindicato controlado por los anarquistas). La Generalitat catalana fue reemplazada virtualmente durante un tiempo por un Comité de Defensa Antifascista
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, compuesto principalmente por delegados de los sindicatos. Más tarde, el Comité de Defensa se disolvió y la Generalitat se reorganizó de modo que representara a las organizaciones obreras y a los partidos de izquierda. Pero las subsiguientes modificaciones del gobierno significaron un cambio hacia la derecha. Primero se expulsó al POUM de la Generalitat; seis meses más tarde, Caballero fue reemplazado por Negrín, socialista de derechas; poco después, la CNT fue eliminada del gobierno; luego la UGT; posteriormente la CNT también tuvo que apartarse de la Generalitat; por fin, un año después del estallido de la guerra y la revolución, existía un gobierno totalmente compuesto por socialistas de derechas, liberales y comunistas.
El vuelco general hacia la derecha se produjo en octubre-noviembre de 1936, cuando la URSS inició el envío de armas al gobierno y el poder comenzó a pasar de los anarquistas a los comunistas. Con la excepción de Rusia y México, ningún gobierno había tenido la decencia de acudir en auxilio de la República, y México, por razones obvias, no podía proporcionar armas en grandes cantidades. En consecuencia, los rusos podían imponer sus condiciones. Caben muy pocas dudas de que tales condiciones eran, en esencia, «impedir la revolución o quedarse sin armas», y de que la primera medida contra los elementos revolucionarios, la expulsión del POUM de la Generalitat catalana, se tomó por orden de la URSS. Se niega la existencia de presiones del gobierno ruso, pero esto carece de mayor importancia, pues puede darse por descontado que los partidos comunistas de todos los países ponen en práctica la política rusa, y nadie niega que en España el Partido Comunista fue el principal opositor del POUM primero, luego de los anarquistas, más tarde del grupo socialista que apoyaba a Caballero y, siempre, de una política revolucionaria. Con la intervención de la URSS, el triunfo del Partido Comunista estaba asegurado. El agradecimiento hacia Rusia por las armas recibidas y el hecho de que el Partido Comunista, en particular desde la llegada de las Brigadas Internacionales, parecía capaz de ganar la guerra, sirvieron para incrementar su prestigio. Las armas rusas se distribuían a través del Partido Comunista y sus partidos aliados, quienes cuidaron muy bien de que sus opositores políticos prácticamente no recibieran ninguna
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. Al proclamar una política no revolucionaria, los comunistas pudieron agrupar a todos aquellos a quienes asustaban los extremistas. Resultaba fácil, por ejemplo, unir a los campesinos más acomodados contra las medidas de colectivización de los anarquistas. Hubo un prodigioso aumento en el número de afiliados del partido, provenientes en su mayor parte de la clase media: comerciantes, funcionarios, oficiales del ejército, campesinos acomodados, etcétera.
La guerra era en esencia un conflicto triangular. La lucha contra Franco debía continuar, pero el gobierno tenía la finalidad simultánea de recuperar el poder que permanecía en manos de los sindicatos. Ello se logró mediante una serie de pequeños pasos y, en líneas generales, con suma inteligencia. No hubo un movimiento contrarrevolucionario general y evidente, y hasta mayo de 1937 casi no fue necesario recurrir a la fuerza. En todos los casos, desde luego, resultaba que lo exigido por las necesidades militares era la entrega de algo que los trabajadores habían conquistado para sí en 1936. A las organizaciones obreras siempre podía hacérselas volver sobre sus pasos con un argumento que es casi demasiado evidente para que sea necesario manifestarlo: «A menos que se haga esto y aquello, perderemos la guerra». Ese argumento no podía fallar, pues perder la guerra era lo último que deseaban los revolucionarios; si la guerra se perdía, democracia y revolución, socialismo y anarquismo se convertían en palabras vacías. Los anarquistas —único movimiento revolucionario que ejercía gran influencia— fueron obligados a ceder en un punto tras otro. Se frenó el proceso de colectivización, se eliminaron los comités locales, se disolvieron las patrullas de trabajadores y se restablecieron, reforzadas y muy bien armadas, las fuerzas policiales de antes de la guerra; el gobierno se hizo cargo de varias industrias clave que habían estado bajo el control de los sindicatos (la toma de la Central Telefónica de Barcelona, que provocó las luchas de mayo, fue un incidente dentro de este proceso); por fin —hecho de máxima importancia—, las milicias de trabajadores, formadas por los sindicatos, se disolvieron y redistribuyeron en el nuevo Ejército Popular, un ejército «apolítico» de líneas semiburguesas, con pagas diferenciadas, una casta privilegiada de oficiales, etcétera. En esas especiales circunstancias éste fue el paso realmente decisivo; en Cataluña se produjo más tarde que en cualquier otra parte porque allí los partidos revolucionarios eran muy fuertes. Sin duda, la única garantía con que contaban los trabajadores para conservar sus conquistas consistía en mantener parte de las fuerzas armadas bajo su control. Como ya era habitual, la disolución de la milicia se realizó en nombre de la eficiencia militar. Nadie negaba la necesidad de una reorganización militar a fondo. No obstante, se hubieran podido reorganizar las milicias y lograr en ellas una mayor eficiencia manteniéndolas bajo el control directo de los sindicatos; el propósito principal del cambio era el de asegurar que los anarquistas no contaran con un ejército propio. Además, el espíritu democrático de las milicias las convertía en semilleros de ideas revolucionarias. Los comunistas lo sabían muy bien y lucharon incesante y encarnizadamente contra el POUM y el principio anarquista de igual paga para todos los rangos. Se llevó a cabo un «aburguesamiento» general, una destrucción deliberada del espíritu igualitario de los primeros meses de la revolución. Todo ocurría de forma tan rápida que la gente que hacia frecuentes visitas a España declaraba que le parecía llegar a un país distinto cada vez; lo que por un breve instante y de manera superficial parecía haber sido un Estado de trabajadores, estaba convirtiéndose ante nuestros ojos en una república burguesa corriente, con la habitual división entre ricos y pobres. En otoño de 1937, el «socialista» Negrín declaraba en discursos públicos que «respetamos la propiedad privada», y los miembros de las Cortes que al comienzo de la guerra habían tenido que huir a causa de sus simpatías profascistas comenzaban a regresar a España.
El proceso resulta fácil de entender si recordamos que tiene su origen en la alianza temporal que el fascismo, en cierta forma, obliga a realizar entre la burguesía y los trabajadores. Tal alianza, conocida como Frente Popular, constituye en esencia una alianza de enemigos y parece probable que siempre haya de terminar con que uno de los bandos devore al otro. El único rasgo inesperado en la situación española que fuera de España ha causado muchos malentendidos— es que, entre los partidos del lado gubernamental, los comunistas no estuvieron en la extrema izquierda, sino en la extrema derecha. En realidad no debería resultar sorprendente, pues las tácticas del Partido Comunista en otros países, particularmente en Francia, han puesto en evidencia que es necesario considerar al comunismo oficial, al menos por el momento, como una fuerza contrarrevolucionaria. La política del Komintern está hoy subordinada (se comprende, considerando la situación mundial) a la defensa de la URSS, que depende de un sistema de alianzas militares. En concreto, la URSS es aliada de Francia, un país imperialista-capitalista. Tal alianza no es muy útil a Rusia a menos que el capitalismo francés sea fuerte y, por lo tanto, la política comunista en Francia debe ser antirrevolucionaria. Ello significa no sólo que los comunistas franceses marchen ahora tras la bandera tricolor y canten la Marsellesa, sino que —más importante aún— hayan tenido que dejar a un lado toda agitación efectiva en las colonias francesas. Hace menos de tres años que Thorez, secretario del Partido Comunista francés, declaró que los trabajadores franceses nunca serían llevados a luchar contra sus camaradas alemanes
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; actualmente, es uno de los patriotas más vocingleros de Francia. La clave para comprender la conducta del Partido Comunista en cualquier país es la relación militar (real o potencial) de ese país con la URSS. En Inglaterra, por ejemplo, la posición es aún incierta y, por ende, el Partido Comunista inglés sigue siendo hostil al gobierno nacional y se opone al rearme. Con todo, si Gran Bretaña entra en una alianza o en un acuerdo militar con la URSS, el comunista inglés, al igual que el francés, no podrá hacer otra cosa que convertirse en un buen patriota y en un imperialista. Ya hay signos premonitorios de esta situación. En España, la «línea» comunista dependía sin duda del hecho de que Francia, aliada de Rusia, se opusiera decididamente a tener un vecino revolucionario e hiciera todo lo posible por impedir la liberación del Marruecos español. El
Daily Mail
, con sus historias de una revolución roja financiada por Moscú, estaba aún más equivocado que de costumbre. En realidad, eran los comunistas, más que cualquier otro sector, quienes impedían la revolución en España. Más tarde, cuando las fuerzas derechistas asumieron el control total, los comunistas se mostraron dispuestos a ir mucho más allá que los liberales en la caza de dirigentes revolucionarios.
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He tratado de describir el curso general de la revolución española durante el primer año, a fin de facilitar la comprensión de la situación en cualquier momento dado. Pero no quisiera sugerir que en febrero yo ya contaba con todas las opiniones implícitas en lo que acabo de decir. Lo que más me aclaró las cosas aún no había ocurrido y, en cualquier caso, mis simpatías eran en cierto sentido diferentes de las actuales. Ello se debía, en parte, a que el aspecto político de la guerra me aburría y, naturalmente, reaccionaba contra el punto de vista que me tocaba oír con más frecuencia, esto es, el del POUM-ILP. Los ingleses, entre los que me encontraba, eran en su mayor parte miembros del ILP, exceptuados unos pocos pertenecientes al Partido Comunista, y casi todos ellos tenían una formación política más sólida que yo. Durante largas semanas, en el monótono período en que nada ocurría en los alrededores dé Huesca, me encontré en medio de una discusión política prácticamente interminable. En el granero maloliente y frío de la granja donde estábamos instalados, en la asfixiante oscuridad de las trincheras, detrás del parapeto en las heladas horas de la noche, el conflicto de las «líneas» partidistas se discutía una y otra vez. Entre los españoles ocurría lo mismo, y la mayoría de los periódicos que leíamos centraban su atención en el conflicto entre los partidos. Uno tendría que haber sido sordo o imbécil para no recoger algunas ideas acerca de los propósitos de los diversos partidos.
Desde el punto de vista de la teoría política, sólo importaban tres tendencias: la del PSUC, la del POUM y la de la CNT-FAI. Al referirnos a estas últimas organizaciones solíamos decir simplemente «los anarquistas». Consideraré primero el PSUC, por ser el más importante; fue el partido que triunfó finalmente y que, ya en esa época, se encontraba visiblemente en ascenso.
Es necesario explicar que, cuando uno habla de la «línea» del PSUC, en realidad se refiere a la «línea» del Partido Comunista. El PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña*) era el partido socialista de Cataluña; se había formado al comienzo de la guerra por la fusión de diversos partidos marxistas, entre ellos el Partido Comunista Catalán, pero ahora se encontraba bajo control comunista y estaba adscrito a la Tercera Internacional. En otras regiones de España no había tenido lugar ninguna unificación formal entre socialistas y comunistas, pero en todas partes se podían considerar idénticos los puntos de vista comunista y socialista de derecha. En términos generales, el PSUC era el órgano político de la UGT (Unión General de Trabajadores*) y de los sindicatos socialistas. El número de miembros de este sindicato en toda España ascendía en esos momentos al millón y medio. Agrupaba a muchas secciones de trabajadores manuales, pero desde el estallido de la guerra también había visto engrosadas sus filas por una gran afluencia de personas de clase media, puesto que ya en los comienzos de la revolución, personas de las más distintas procedencias habían considerado útil unirse a la UGT o a la CNT. Ambos bloques sindicales tenían bases comunes, pero de los dos, la CNT era más decididamente una organización de la clase trabajadora. En resumen, el PSUC estaba integrado por trabajadores y pequeña burguesía (comerciantes, funcionarios y los campesinos más acomodados).
La «línea» del PSUC, predicada en la prensa comunista y procomunista de todo el mundo, era aproximadamente ésta:
«En la actualidad, nada importa salvo ganar la guerra; sin una victoria definitiva, todo lo demás carece de sentido. Por lo tanto, éste no es el momento para hablar de llevar adelante la revolución. No podemos darnos el lujo de perder a los campesinos al obligarlos a aceptar la colectivización, ni de ahuyentar a la clase media que lucha a nuestro lado. Por encima de todo y por razones de eficacia, debemos acabar con el caos revolucionario. Necesitamos un gobierno central fuerte en lugar de comités locales, y un ejército bien adiestrado y completamente militarizado bajo un mando único. Aferrarse a los fragmentos de control obrero y repetir como loros frases revolucionarias es más que inútil: no sólo resulta un obstáculo, sino también contrarrevolucionario, porque conduce a divisiones que los fascistas pueden utilizar contra nosotros. En esta etapa no luchamos por la dictadura del proletariado, luchamos por la democracia parlamentaria. Quien trate de convertir la guerra civil en una revolución social le hace el juego a los fascistas y es, de hecho, aun sin quererlo, un traidor».