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Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

Homenaje a Cataluña (12 page)

BOOK: Homenaje a Cataluña
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En ese momento, alguien gritó que los fascistas se acercaban. Sin duda el estrépito de las detonaciones se había hecho mucho más intenso. Resultaba obvio que los fascistas no lanzarían un contraataque desde la derecha, pues ello implicaba atravesar la tierra de nadie y asaltar su propio parapeto. Si tenían sentido común nos atacarían desde el interior de la línea. Me dirigí hacia el otro extremo de la posición, que tenía forma de herradura, de modo que otro parapeto nos protegía a la izquierda. Un fuego graneado procedía de esa dirección, pero no tenía mayor importancia. El peligro estaba enfrente, pues allí no contábamos con protección alguna. Una lluvia de balas pasaba por encima de nuestras cabezas. Parecía proceder de la otra posición fascista sobre la línea; era evidente que el Batallón de Choque no había logrado capturarla. Ahora el ruido resultaba ensordecedor. Era el estruendo incesante, como un redoble de tambores, de una masa de fusiles que yo estaba acostumbrado a oír desde cierta distancia; por primera vez, me encontraba en medio de él. A estas horas el fuego se había extendido ya, desde luego, varios kilómetros a lo largo del frente y en torno a nosotros. Douglas Thompson, con un brazo herido que le colgaba inútil a un costado, se aguantaba recostado en el parapeto y disparaba con una sola mano hacia los fogonazos. Alguien cuyo fusil se había atascado, le recargaba el suyo.

Éramos unos cuatro o cinco en este lado. Estaba claro lo que había que hacer. Había que arrastrar los sacos de arena desde el parapeto delantero y levantar una barricada en el lado no protegido; y había que hacerlo sin demora. Las balas pasaban muy alto todavía, pero la altura podía reducirse en cualquier momento. Por los fogonazos a nuestro alrededor calculé que nos las veíamos con cien o doscientos hombres. Comenzamos a tirar de los sacos para arrastrarlos unos veinte metros hacia adelante y apilarlos de forma desordenada. Era una tarea ímproba. Los sacos eran grandes, cada uno pesaba un quintal, y moverlos exigía un gran esfuerzo. A veces la arpillera podrida se rasgaba y la arena húmeda caía sobre nosotros como una cascada, metiéndosenos por el cuello y las mangas. Recuerdo haber sentido un profundo horror ante todo aquello: la confusión, la oscuridad, el ruido, el barro, la lucha con los sacos que reventaban, y todo el. tiempo estorbado por el fusil, que no me atrevía a dejar en ninguna parte por temor a perderlo. Hasta le grité a alguien mientras avanzábamos a trompicones llevando un saco: «¡Esto es la guerra! ¿No es espantoso?». De pronto, una sucesión de largas figuras comenzó a saltar por encima del parapeto de delante. Cuando se aproximaron, vimos que llevaban el uniforme del Batallón de Choque y nos alegramos, pensando que eran refuerzos; sin embargo, sólo eran cuatro, tres alemanes y un español. Más tarde nos enteramos de lo que les había ocurrido a las milicias de choque. No conocían el terreno y, en la oscuridad, habían avanzado en dirección errónea hasta toparse con la alambrada fascista, donde muchos de ellos perdieron la vida. Estos cuatro se habían perdido, por suerte para ellos. Los alemanes no hablaban una palabra de inglés, francés o español. Con gran dificultad y muchos gestos, les explicamos lo que hacíamos y les pedimos ayuda para construir la barricada.

Los fascistas habían hecho traer una ametralladora. La podíamos ver escupiendo fuego como un buscapiés a unos cien o doscientos metros; las balas pasaban por encima de nosotros con un chasquido seco y continuo. No tardamos en colocar bastantes sacos como para contar con un parapeto bajo, detrás del cual los pocos hombres que estábamos a ese lado de la posición nos podíamos echar y disparar. Yo estaba de rodillas detrás de ellos. Un disparo de mortero silbó y se estrelló en alguna parte de la tierra de nadie. Ése era otro peligro, pero necesitarían algunos minutos para ubicar nuestra posición. Ahora que habíamos terminado de luchar con esos malditos sacos de arena podía incluso resultar de alguna manera divertido el ruido, la oscuridad, los fogonazos que se acercaban cada vez más, nuestros propios hombres respondiendo a los fogonazos. Hasta había tiempo para pensar un poco. Recuerdo haberme preguntado si tenía miedo, y haberme respondido que no. Afuera, donde quizá había corrido menos peligro, me había sentido casi enfermo de miedo. De pronto, alguien volvió a gritar que los fascistas se acercaban. Esta vez no había duda al respecto, pues los fogonazos se veían mucho más cercanos. Vi uno a menos de veinte metros. Evidentemente avanzaban por la trinchera de comunicación. A veinte metros estábamos a tiro de granada; éramos ocho o nueve, muy cerca unos de otros; bastaría una sola granada bien colocada para hacernos volar por los aires. Bob Smillie, con la sangre chorreándole por la cara debido a una pequeña herida, se puso de rodillas y arrojó una granada. Nos agachamos, esperando el estallido. En la trayectoria fue dejando una estela de chispas, pero no explotó. (Por lo menos una cuarta parte de estas granadas eran inútiles.) Yo tenía solamente las de los fascistas y no sabía con certeza cómo manejarlas. Pregunté si todavía les quedaba alguna granada. Douglas Moyle buscó en el bolsillo y me pasó una. La arrojé y me tiré boca abajo. Por uno de esos golpes de suerte que suceden una vez al año logré arrojar la granada exactamente en el sitio donde había visto un fogonazo. Se oyó el estruendo de la explosión y de inmediato un alboroto infernal de alaridos y quejidos. Por lo menos le habíamos dado a uno de ellos; no sé si murió, pero sin duda estaba malherido. ¡Pobre desgraciado! ¡Pobre desgraciado! Sentí un vago pesar mientras le oía gritar. En ese instante, a la tenue luz de unos fogonazos, vi o creí ver una figura de pie cerca del lugar de donde habían salido los disparos. Dirigí en esa dirección mi fusil y disparé. Hubo otro alarido, pero creo que seguía siendo de la víctima de la granada. Se arrojaron varias granadas más. Los próximos fogonazos que vimos estaban ya muy lejos, a cien metros o más. Los habíamos hecho retroceder; por lo menos provisionalmente.

Todos comenzaron a maldecir y a preguntar por qué demonios no nos mandaban refuerzos. Con una metralleta o veinte hombres con fusiles limpios podíamos defender ese lugar contra un batallón. En ese momento Paddy Donovan, que era el segundo en la línea de mando tras Benjamín y había sido enviado en busca de órdenes, trepó por encima del parapeto delantero.

—¡Eh! ¡Salid! ¡Todos afuera, inmediatamente!

—¿Cómo?

—¡Hay que retirarse! ¡Salid!

—¿Por qué?

—Órdenes. ¡De vuelta a nuestras líneas y a paso ligero!

Algunos ya escalaban el parapeto de delante. Varios trataban de transportar una pesada caja de municiones. Pensé en el telescopio que había dejado apoyado contra el parapeto, al Otro lado de la posición. Pero entonces vi que los cuatro integrantes de las milicias de choque, actuando, supongo, según una orden misteriosa recibida con antelación, habían comenzado a correr por la trinchera que conducía a la otra posición fascista, donde los esperaba la muerte. Ya habían desaparecido en la oscuridad. Corrí tras ellos, tratando de traducir al español la orden de retirada hasta que por fin grité: «¡Atrás! ¡Atrás!», que quizá tenía el mismo significado. El español me entendió e hizo retroceder a los otros. Paddy aguardaba junto al parapeto.

—Vamos, daos prisa.

—Pero, el telescopio…

—¡Al diablo el telescopio! Benjamín aguarda afuera…

Trepamos hacia el otro lado. Paddy aguantó la alambrada para que pasara. En cuanto nos apartamos de la protección que ofrecía el parapeto fascista nos encontramos con un fuego infernal que parecía proceder de todas partes, también de nuestro sector; pues todo el mundo disparaba a lo largo de la línea. Dondequiera que nos dirigiésemos, una nueva lluvia de balas pasaba junto a nosotros; nos condujeron de un lado a otro en la oscuridad como a un rebaño de ovejas. El hecho de arrastrar la caja de municiones —una de esas cajas que contienen mil setecientas cincuenta cargas y pesan casi un quintal— dificultaba la marcha, sobre todo porque también llevábamos granadas y fusiles abandonados por los fascistas. Aunque la distancia de parapeto a parapeto no era ni de doscientos metros y la mayoría de nosotros conocíamos el terreno, en pocos minutos nos encontramos completamente perdidos. Chapoteábamos al azar en el barro, sabiendo únicamente que las balas venían de ambos lados. No había luna para guiarse, pero el cielo se estaba poniendo un poco más claro. Nuestras líneas estaban al este de Huesca; yo quería quedarme donde estábamos hasta que los primeros rayos de la aurora nos indicaran dónde quedaba el este, pero los demás se opusieron. Seguimos chapoteando, modificando nuestra dirección varias veces y haciendo turnos para tirar de la caja de municiones. Por fin, vimos la baja línea plana de un parapeto frente a nosotros. Podía ser la nuestra o la fascista; nadie tenía la menor idea de adónde íbamos. Benjamín reptó sobre su vientre entre unos altos hierbajos blancuzcos hasta situarse a unos veinte metros de aquélla y gritó una contraseña. Un grito de «¡POUM!» le respondió. Nos pusimos de pie, avanzamos hacia el parapeto, vadeamos una vez más la acequia y nos encontramos a salvo.

Kopp nos aguardaba adentro con unos pocos españoles. El médico y los camilleros ya no estaban. Parecía que todos los heridos habían sido rescatados con excepción de Jorge y uno de nuestros propios hombres, llamado Hiddlestone, que habían desaparecido. Kopp, muy pálido, caminaba sin cesar. Incluso los pliegues de grasa de la nuca se le veían pálidos; no prestaba ninguna atención a las balas que pasaban por encima del bajo parapeto y se estrellaban cerca de su cabeza. La mayoría de nosotros estábamos agazapados detrás del parapeto buscando protección. Kopp murmuraba ininterrumpidamente: «¡Jorge! ¡Coño! ¡Jorge!»*. Y luego, en inglés: «¡Si Jorge ha muerto, es terrible, terrible!». Jorge era su amigo personal y uno de sus mejores oficiales. De inmediato se dirigió a nosotros y pidió cinco voluntarios, dos ingleses y tres españoles, para buscar a los hombres que faltaban. Moyle y yo, junto con tres españoles, nos ofrecimos.

Cuando salimos, los españoles murmuraron que estaba clareando peligrosamente. Era cierto; el cielo tenía ya una ligera tonalidad azulada. Había un tremendo follón de voces excitadas procedentes del reducto fascista. Evidentemente habían vuelto a ocupar el lugar con fuerzas más numerosas. Estábamos a cincuenta o sesenta metros del parapeto cuando nos vieron o nos oyeron, pues lanzaron una cerrada descarga que nos obligó a echarnos de bruces. Uno de ellos arrojó una granada por encima del parapeto, signo seguro de pánico. Permanecíamos estirados sobre la hierba, aguardando una oportunidad para seguir adelante, cuando oímos o creímos oír —no tengo dudas de que fue pura imaginación, pero entonces pareció bastante real— voces fascistas mucho más cercanas. Habían abandonado el parapeto y venían a por nosotros. «¡Corre!», le grité a Moyle, y me puse en pie de un salto. ¡Cielos, cómo corrí! Al comienzo de la noche había pensado que no se puede correr cuando se está empapado de pies a cabeza y cargado con un fusil y cartuchos. Supe en ese momento que
siempre
se puede correr cuando uno cree tener pegados a los talones a cincuenta o cien hombres armados. Si yo corría velozmente, otros podían hacerlo aún con mayor rapidez. Durante mi huida, algo que podría haber sido una lluvia de meteoritos me sobrepasó. Eran los tres españoles que nos habían encabezado. Alcanzaron nuestro propio parapeto sin detenerse y sin que yo pudiera alcanzarlos. La verdad es que teníamos los nervios deshechos. Sabía, en todo caso, que a media luz, donde cinco hombres son claramente visibles, uno solo no lo es, de manera que resolví continuar explorando por mi cuenta. Me las ingenié para llegar a la alambrada exterior y examinar el terreno lo mejor que pude, lo cual no era mucho, pues debía yacer boca abajo. No había señales de Jorge o Hiddlestone y retrocedí reptando. Más tarde supimos que ambos habían sido llevados mucho antes a la sala de primeros auxilios. Jorge tenía una herida leve en el hombro. Hiddlestone estaba gravemente herido, una bala le había atravesado el brazo izquierdo, rompiéndole el hueso en varios lugares; mientras yacía en el suelo, una granada explotó cerca de él produciéndole numerosas heridas. Me alegra poder decir que se recuperó. Más tarde me contaría que se había arrastrado de espaldas algunos metros hasta encontrar a un español herido, con el cual, ayudándose mutuamente, logró regresar.

Ya estaba aclarando. A lo largo de la línea todavía resonaba un fuego sin sentido, como la llovizna que sigue cayendo luego de una tormenta. Recuerdo que todo tenía un aspecto desolador: las ciénagas, los sauces llorones, el agua amarilla en el fondo de las trincheras y los rostros agotados de los hombres cubiertos de barro y ennegrecidos por el humo. Cuando regresé a mi refugio en la trinchera, los tres hombres con quienes la compartía ya estaban profundamente dormidos. Se habían arrojado al suelo con el equipo puesto y los fusiles embarrados apretados contra ellos. Todo estaba mojado, dentro y fuera. Una larga búsqueda me permitió reunir bastantes astillas secas como para encender un pequeño fuego. Luego fumé el cigarro que me había estado reservando y que, con gran sorpresa por mi parte, no se había roto durante la noche.

Tiempo después supe que la acción había resultado un éxito. Se trataba meramente de una salida para que los fascistas apartaran tropas del otro lado de Huesca, donde los anarquistas volvían a atacar. Yo supuse que los fascistas habían utilizado cien o doscientos hombres en el contraataque, pero un desertor nos dijo más tarde que eran seiscientos. Creo que mentía —los desertores, por motivos evidentes, a menudo tratan de caer bien mediante adulaciones—. Era una gran pena lo del telescopio. La idea de haber perdido ese magnífico botín me duele aún ahora.

VII

Los días se tornaron más cálidos y hasta las noches se hicieron tolerablemente tibias. En el cerezo marcado por las balas que había frente a nuestro parapeto comenzaron a formarse apretados racimos de cerezas. Bañarse en el río dejó de ser una tortura y se convirtió casi en un placer. Rosas silvestres de grandes capullos rosados surgían de los hoyos dejados por las bombas alrededor de Torre Fabián. Detrás de la línea veíamos campesinos que llevaban flores silvestres en— la oreja. Al anochecer; solían salir con redes verdes a cazar perdices. Extienden la red a una cierta altura sobre la hierba y luego se echan a imitar el grito de la perdiz hembra. Cualquier macho que lo oye acude sin tardanza; cuando están debajo de la red, arrojan una piedra para asustarlos, ante lo cual pegan un salto y quedan atrapados en aquélla. Aparentemente sólo cazaban machos, lo cual me pareció injusto.

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