Había que aguardar todavía un par de horas. El granero situado sobre el establo de mulas estaba tan destrozado por el bombardeo que era peligroso moverse sin una luz. Sólo le quedaba la mitad del suelo y había una caída de seis metros hasta las piedras de abajo. Alguien encontró un pico y arrancó unas tablas, con las que al cabo de pocos minutos encendimos un buen fuego y nuestras ropas empapadas comenzaron a despedir vapor. Un miliciano sacó un mazo de naipes y comenzó a circular el rumor —uno de esos rumores misteriosos, endémicos en la guerra— de que se disponían a repartir café caliente con coñac. Bajamos raudos la escalera a punto de derrumbarse y nos pusimos a buscar por el patio oscuro, preguntando dónde estaba el café. ¡Ay!, no había café. En vez de eso, nos reunieron, nos hicieron formar una fila única y Jorge y Benjamín iniciaron la marcha en la oscuridad, seguidos por todos nosotros.
Continuaba el tiempo lluvioso y la intensa oscuridad, pero el viento había cesado. El fangal era indescriptible. Los senderos a través de los campos de remolacha eran una mera sucesión de aglomeraciones de barro, tan resbaladizas como una cucaña, con enormes charcos por todas partes. Mucho antes de que llegáramos al lugar donde debíamos abandonar nuestro propio parapeto, ya nos habíamos caído varias veces y teníamos los fusiles embarrados. En el parapeto, un pequeño grupo de hombres, nuestra reserva, nos aguardaba con el médico junto a una fila de camillas. Pasamos de uno en uno a través de la abertura del parapeto y vadeamos una acequia. Plash-glu-glu-glu, una vez más, con el agua hasta la cintura y el barro maloliente y resbaladizo que penetraba por los caños de las botas. Jorge aguardó sobre la hierba del otro lado de la acequia hasta que todos hubimos pasado. Entonces, doblado casi en dos, comenzó a avanzar lentamente. El parapeto fascista estaba a unos ciento cincuenta metros. Nuestra única posibilidad de llegar hasta él radicaba en movernos sin hacer ruido.
Yo marchaba delante con Jorge y Benjamín. Doblados en dos, pero con los rostros levantados, nos arrastramos en la oscuridad casi total a un ritmo que se hacía más lento a cada paso. La lluvia golpeaba ligeramente nuestros rostros. Cuando miré hacia atrás, pude ver a los hombres que estaban más cerca de mí: un racimo de formas jorobadas como enormes hongos negros deslizándose lentamente. Cada vez que levantaba la cabeza, Benjamín, a mi lado, me susurraba furioso al oído: «¡Mantén la cabeza baja! ¡Mantén la cabeza baja!». Podría haberle dicho que no necesitaba preocuparse. Sabía por experiencia que, en una noche oscura, no se puede ver a un hombre a veinte pasos. Era mucho más importante avanzar en silencio; si nos oían una sola vez estábamos perdidos. Les bastaba barrer la oscuridad con la ametralladora y sólo nos quedaría huir o dejarnos masacrar.
Pero, en aquel terreno resultaba casi imposible avanzar sin ruido. Por más precauciones que tomáramos, el barro se pegaba a los pies y a cada paso que dábamos hacía chop-chop, chop-chop. Y para acabar de empeorar las cosas, el viento había cesado y, a pesar de la lluvia, la noche era muy silenciosa. Los sonidos debían de llegar muy lejos. Hubo un momento inquietante cuando tropecé con una lata. Pensé que los fascistas en muchos kilómetros a la redonda debían de haberlo oído. Pero no, ni un disparo, ni un movimiento en las líneas enemigas. Seguimos deslizándonos, cada vez más lentamente. Me resulta imposible expresar la intensidad con que deseaba llegar allí, ¡tener el objetivo al alcance de las granadas antes de que nos oyeran! En tales ocasiones, uno ni siquiera tiene miedo, sólo siente un tremendo y desesperado anhelo de cruzar el terreno intermedio. Experimenté idéntica sensación al ir al acecho de un animal salvaje: el mismo deseo angustioso de ponerlo a tiro, la misma certeza —como en sueños— de que eso resulta imposible. ¡Y cómo se alargaba la distancia! Yo conocía bien el lugar, sólo debíamos recorrer ciento cincuenta metros: no obstante, parecía faltar más de un kilómetro. Cuando uno se arrastra con tales precauciones percibe, tal como lo haría una hormiga, todas las variaciones del terreno: la espléndida mancha de hierba suave allí, la maldita mancha de fango pegajoso aquí, las altas cañas crujientes que deben evitarse, el montón de piedras que uno desespera de poder atravesar sin ruido.
Avanzábamos desde hacia tanto tiempo que comencé a pensar que habíamos equivocado el camino. En ese momento empezamos a distinguir delgadas líneas paralelas y oscuras. Era la alambrada exterior (los fascistas tenían dos alambradas). Jorge se arrodilló y empezó a rebuscar en el bolsillo; tenía nuestro único par de tenazas. Clic, clic. Apartamos con mucho cuidado el alambre cortado y aguardamos a que los últimos hombres se nos acercaran. Nos parecía que hacían un ruido tremendo. Ahora faltaban cincuenta metros hasta el parapeto fascista. Seguimos adelante, doblados en dos. Un paso cauteloso, posando el pie con tanta suavidad como un gato que se aproxima a una ratonera; luego, una pausa para escuchar; después, otro paso. Una vez levanté la cabeza; sin hablar, Benjamín me puso la mano en la nuca y me la bajó violentamente. Sabía que la alambrada interior quedaba apenas a veinte metros del parapeto. Me parecía inconcebible que treinta hombres pudieran llegar hasta allí sin que nadie los oyera. Nuestra respiración bastaba para denunciarnos. Con todo, llegamos. El parapeto fascista ya era visible, un borroso montículo negro que se elevaba ante nosotros. Jorge se arrodilló y rebuscó de nuevo en su bolsillo. Clic, clic. No hay manera de cortar alambres en silencio.
Estábamos, pues, junto a la alambrada interior. La atravesamos a cuatro patas y con mayor rapidez. Si teníamos tiempo de desplegarnos todo iría bien. Jorge y Benjamín atravesaron agachados la alambrada hacia la derecha. Pero los hombres que estaban dispersos detrás de nosotros tuvieron que formar una cola para pasar por la angosta abertura y justo en ese momento hubo un fogonazo y una detonación en el parapeto fascista. El centinela nos había oído por fin. Jorge se apoyó en una rodilla e hizo girar el brazo como un jugador de bolos. ¡Brum! Su granada reventó en alguna parte al otro lado del parapeto. De inmediato, con mucha mayor rapidez de la que uno habría creído posible, se oyó el rugido de diez o veinte fusiles desde el parapeto fascista. Nos habían estado esperando, después de todo. La lívida luz nos permitía ver los sacos de arena de manera intermitente. Los hombres estaban demasiado lejos para arrojar sus granadas. Cada tronera parecía escupir chorros de fuego. Siempre es horrible estar bajo el fuego en la oscuridad, donde cada fogonazo parece apuntar directamente hacia uno. Lo peor son las granadas, no es posible concebir su horror hasta que se las ha visto reventar de cerca en la oscuridad; durante el día sólo se oye el estruendo de la explosión, pero en la oscuridad también está el cegador resplandor rojizo. Me había arrojado boca abajo a la primera descarga. Durante todo ese tiempo estuve echado de costado sobre el barro, luchando desesperadamente con el seguro de una granada. El maldito se negaba a salir. Por fin, me di cuenta de que tiraba en dirección equivocada. Saqué el seguro, me puse de rodillas, arrojé la granada y volví a tirarme cuerpo a tierra. Explotó hacia la derecha, antes del parapeto: el miedo había arruinado mi puntería. En ese momento, otra granada estalló delante de mí, tan cerca que pude sentir el calor de la explosión. Me aplasté contra el suelo y enterré la cara en el barro con tanta fuerza que me hice daño en el cuello y pensé que estaba herido. En medio del estrépito alcancé a oír una voz inglesa que decía quedamente a mis espaldas: «Estoy herido». La granada había alcanzado a varios hombres a mi alrededor, sin tocarme. Me puse de rodillas y arroje mi segunda granada. He olvidado dónde cayó.
Los fascistas disparaban, nuestros hombres disparaban desde la retaguardia y yo tenía plena conciencia de estar en el medio. Sentí muy próxima una ráfaga y me di cuenta de que un hombre tiraba inmediatamente detrás de mí. Me puse de pie y le grité: «¡No tires contra mi, pedazo de idiota!». En ese momento vi que Benjamín, apostado a unos diez metros hacia mi derecha, me hacía señas con un brazo. Corrí hacia él. Decidí cruzar la línea de troneras llameantes y, mientras lo hacía, me protegí la mejilla con una mano —ademán bastante idiota—, ¡como si una mano pudiera detener las balas!, pero es que sentía horror de recibir una herida en la cara. Benjamín estaba apoyado en una rodilla con una diabólica expresión de placer en el rostro, mientras disparaba cuidadosamente contra las troneras con su pistola automática. Jorge había sido herido con la primera descarga y no se lo veía desde allí. Me arrodillé junto a Benjamín, saqué el seguro de mi tercera granada y la arrojé. ¡Ah! No cabía duda. La bomba estalló esta vez al otro lado del parapeto, en la esquina, justo al lado del nido de ametralladoras.
El fuego fascista pareció menguar de forma muy súbita. Benjamín se puso de pie y gritó: «¡Adelante! ¡A la carga!». Nos lanzamos hacia la breve y empinada pendiente sobre la que se levantaba el parapeto. Digo «nos lanzamos», pero no es la expresión más exacta, pues resulta imposible moverse con rapidez cuando uno está empapado, cubierto de barro de la cabeza a los pies y cargado con un pesado fusil y bayoneta y ciento cincuenta cartuchos. Daba por sentado que arriba me aguardaba un fascista. Si disparaba a esa distancia no podía errarme y, sin embargo, nunca esperé que lo hiciera, sino que me atacara con la bayoneta. Me parecía sentir de antemano la sensación de nuestras bayonetas entrechocándose, y me pregunté si su brazo sería más fuerte que el mío. Sin embargo, ningún fascista me aguardaba. Con una vaga sensación de alivio descubrí que se trataba de un parapeto bajo y que los sacos de arena proporcionaban un buen punto de apoyo. Por lo general son difíciles de superar. Al otro lado la destrucción era total, con pedazos de vigas y grandes fragmentos de uralita dispersos por todas partes. Nuestras granadas habían destrozado todas las barracas y refugios. No se veía un alma. Pensé que estarían escondidos bajo tierra, y grité en inglés (no se me ocurría nada en español en ese momento): «¡Salid de ahí! ¡Rendíos!». No hubo respuesta. En ese momento un hombre, una figura borrosa en la penumbra, saltó desde el tejado de una de las barracas destruidas y huyó hacia la izquierda. Salí en su persecución, clavando mi bayoneta absurdamente en la oscuridad. Cuando daba la vuelta a la esquina del barracón, vi a un hombre —no sé si era el mismo que había divisado antes huyendo por la trinchera de comunicación que conducía a la otra posición fascista—. Debo de haber estado muy cerca de él, pues pude verlo con toda claridad. Tenía la cabeza descubierta y parecía no llevar nada puesto, salvo una manta sobre los hombros. A esa distancia podía haberlo hecho volar en pedazos. Pero, por temor a que nos disparáramos entre nosotros, se nos había ordenado que usáramos sólo las bayonetas una vez que estuviéramos al otro lado del parapeto. De cualquier manera, ni siquiera se me ocurrió apuntar. En vez de eso, mi mente saltó veinte años atrás, al profesor de boxeo del colegio, quien me describía con vívida pantomima cómo en los Dardanelos había atravesado a un turco con la bayoneta. Cogí el fusil por la parte delgada de la culata y arremetí contra la espalda del hombre. Estaba fuera de mi alcance. Arremetí otra vez, pero seguía fuera de mi alcance. Y así seguimos durante un corto trecho, él corriendo por la trinchera y yo detrás, tratando de dar alcance a su espalda y sin conseguirlo; un recuerdo cómico para mi, pero supongo que no tanto para él.
Desde luego, él conocía el terreno mejor que yo y pronto me dio esquinazo. Cuando regresé a la posición, ésta se encontraba llena de hombres que gritaban. Los estampidos habían disminuido algo. Los fascistas seguían disparando contra nosotros desde tres direcciones pero a mayor distancia. Los habíamos hecho retroceder por el momento. Recuerdo haber dicho con tono de oráculo: «Podemos defender este lugar durante media hora, nada más». No sé por qué dije media hora. Hacia la derecha, sobre el parapeto, podían verse los innumerables fogonazos verdosos de los fusiles que perforaban la oscuridad; pero estaban muy lejos, a unos cien o doscientos metros. Nuestra tarea consistía ahora en explorar la posición y apoderarnos de todo lo que pudiera considerarse valioso. Benjamín y algunos otros estaban ya escarbando entre las ruinas de un enorme barracón o refugio en el centro de la posición. Benjamín se tambaleó excitado sobre el techo en ruinas, tirando del asa de cuerda de una caja de municiones.
—¡Camaradas! ¡Municiones! ¡Muchísimas municiones, aquí!
—No queremos municiones —dijo alguien—, queremos fusiles.
Era verdad. La mitad de nuestros fusiles estaban inutilizados por el barro. Podían limpiarse, pero es peligroso sacar el cerrojo de un fusil en la oscuridad, donde fácilmente puede extraviarse. Carecíamos de todo medio de iluminación, salvo una pequeña linterna que mi esposa había logrado comprar en Barcelona. Unos pocos hombres que habían conservado sus fusiles en condiciones iniciaron un fuego desganado contra los lejanos resplandores. Nadie se atrevía a disparar demasiado seguido, pues hasta los mejores fusiles podían encasquillarse si se recalentaban. Éramos unos dieciséis dentro del parapeto, incluidos los pocos heridos. Algunos de éstos, ingleses y españoles, habían quedado al otro lado. Patrick O’Hara, un irlandés de Belfast que tenía cierta experiencia en primeros auxilios, iba de un lado a otro con paquetes de vendas vendando a los heridos. Cada vez que regresaba al parapeto, y a pesar de sus indignados gritos de ¡POUM!, se exponía incluso al fuego de los propios compañeros.
Comenzamos a registrar la posición. Había varios muertos tirados por ahí, pero no me detuve a examinarlos. Lo que me interesaba era la ametralladora. Mientras yacíamos sobre el barro, me había preguntado vagamente por qué no disparaba. Iluminé con mi linterna el nido de ametralladoras. ¡Amarga desilusión! No estaba allí. Quedaban el trípode y varias cajas de municiones y repuestos, pero el arma había sido trasladada. Sin duda, actuaron cumpliendo una orden, pero fue estúpido y cobarde proceder así, pues de haber dejado la ametralladora en su lugar habrían aniquilado a muchos de nosotros. Nos sentíamos furiosos, pues soñábamos con apoderarnos de una ametralladora.
Miramos por todas partes, pero no encontramos nada de gran valor. Abundaban las granadas, de un tipo bastante inferior a las nuestras, que explotaban tirando de una cuerda. Guardé un par en el bolsillo como recuerdo. Resultaba imposible no sentirse conmovido ante la miseria de las trincheras fascistas. El desorden de ropas, libros, comida, objetos personales, que existía en nuestras trincheras, aquí faltaba por completo; estos pobres reclutas sin paga no parecían poseer otra cosa que algunas mantas y unos pocos trozos de pan mojado. En el extremo más alejado había un pequeño refugio con un ventanuco que se encontraba en parte sobre el nivel del suelo. Lo iluminamos con la linterna desde la ventanilla y de inmediato dimos rienda suelta a nuestra alegría. Un objeto cilíndrico en un estuche de cuero, de más de un metro de alto y diez centímetros de diámetro, estaba apoyado contra la pared. Se trataba seguramente del cañón de la ametralladora. Nos precipitamos a través de la abertura y descubrimos que el estuche de cuero no contenía nada perteneciente a una ametralladora, sino algo que, en nuestro ejército desprovisto de armas, resultaba aún más valioso. Era un enorme telescopio, de sesenta o setenta aumentos por lo menos, con un trípode plegable. En nuestro sector no se conocían esos telescopios y los necesitábamos desesperadamente. Lo sacamos de manera triunfal y lo colocamos contra el parapeto para llevárnoslo más tarde con nosotros.