Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (10 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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—Todo puede salvarse aún —murmuró—. Es difícil, pero no lo veo imposible. ¿Dime, te ha dado alguna instrucción más?

Martínez asintió con la cabeza.

—Me dijo que si usted estaba conforme, que citase a todas estas personas.

Al decir esto, tendió una lista a su ama, que la leyó rápidamente.

—No conozco a nadie —dijo—; pero puedes avisarles.

—¿Se atreve a hacer lo que él pide, señora?

—Claro que me atrevo. Me atrevería a hacer cosas más imposibles. Y, sobre todo, después de conocer sus verdaderos motivos. Creo que ninguno de nosotros comprenderá jamás a César. Ve a dar las órdenes oportunas para que se cumpla lo encargado por César. Mientras tanto, yo prepararé lo demás.

Durante aquella tarde, don Pedro Ortega, el teniente Ortiz, jefe de la milicia, el comandante Fisher, el teniente Barrow, el sargento Clemens, el alcalde Charles Adams y el capitán Smithers, también de la guarnición de Monterrey, recibieron un aviso en el cual se les citaba, a excepción del primero, en el palacio Ortega, a las diez de la noche. El señor Ortega recibió una carta con la orden de disponerlo todo para recibir a los visitantes, cuyos nombres se incluían. Se le advertía también que debía callar, pues con ello beneficiaría a su amigo César de Echagüe.

A las ocho de la noche un coche se detuvo ante la cárcel de Monterrey. De él descendió una mujer, envuelta en un tupido velo, sin duda para evitar la malsana curiosidad de la plebe. Rápidamente entró en el edificio, después de anunciar que era la esposa de don César. Los soldados de la milicia que custodiaban la cárcel cambiaron comentarios acerca de lo bien que olía la dama y de lo pronto que quedaría viuda.

Leonor hizo como si no les oyera y entró en el cuarto desde donde el carcelero vigilaba las puertas de las cuatro celdas de la prisión. Al ver a la dama, el hombre se puso respetuosamente en pie.

—Quiero ver a mi marido —pidió, imperiosamente, Leonor.

—Señora…, estas horas no son…

—¡Cállate! —interrumpió, violentamente, Leonor, a la vez que tiraba sobre la mesa un puñado de monedas de oro de a veinte dólares. Por lo menos había más de quince, y al carcelero los ojos casi le saltaron fuera de las órbitas.

—Siendo así, señora… Pero le aseguro que no está permitido. Su esposo es preso muy peligroso…

—¡Ya lo sé! —cortó secamente Leonor—. Sé qué clase de hombre es mi marido y sé también lo que voy a decirle. Tú ábreme la puerta y déjame con él.

Luego, hablando consigo misma, mientras el hombre abría la reja que comunicaba con la sala a la que daban las cuatro celdas, siguió:

—¡Hacerme a mí semejante cosa! ¡Citarse con una mujer en pleno jardín y comprometerse con ella! ¡El muy canalla sabrá bien pronto quién soy yo!

—Por favor, señora —suplicó el carcelero, un poco asustado por lo que decía Leonor—. Piense que si llega usted a la violencia me comprometerá…

—Si te comprometo te cubriré de oro —dijo, con voz chillona, la joven—. ¡Ah! Recuerda que esta noche volveré arrastrando del pelo a la sinvergüenza que se ha estado citando con mi marido. No te muevas de aquí, pues aunque sean las doce de la noche, volveré.

—Eso es imposible, señora.

Por toda respuesta Leonor acabó de vaciar la bolsa de oro que había traído, y de la cual cayeron diez o doce monedas más.

—Toma —dijo, siempre con su chillona voz—. Si te portas bien, te traeré otra bolsa igual.

—Desde luego, señora —jadeó el carcelero—. Pero tenga en cuenta que me expongo mucho, que si llega a saberse…

—No perdamos más tiempo —interrumpió Leonor—. ¡Abre! Estoy deseando decirle a ese bandido…

—¡Carcelero! —pidió César—. ¡No la dejes entrar!

—¡Cállate! —chilló Leonor, mientras el carcelero, no muy seguro de hacer lo que debía, acababa de abrir la reja que daba paso al departamento de celdas.

Leonor, con paso firme y los brazos en jarra, dirigióse a la celda de donde salía la voz de su marido. El carcelero la abrió y Leonor entró en ella en tromba, mientras César protestaba a todo pulmón.

El carcelero los encerró juntos y retiróse, aunque no lo suficiente para dejar de oír todo cuanto se habló dentro de la celda.

—¡Por fin te veo donde mereces estar! dijo Leonor.

—¡Y yo que creí que aquí, al menos, me vería libre de ti! —exclamó César.

—¡Bandido! ¡En la horca tenías que acabar!

—¡Mejor en la horca que a tu lado!

—¡Pues te juro que lo último que verán tus ojos antes de que los tapen para ahorcarte, será mi cara! —chillaba Leonor.

—¡Mejor! Así cuando vea al diablo, me parecerá un ángel.

Una estridente bofetada resonó dentro de la celda y el carcelero, quizá dejándose llevar por una reminiscencia, se acarició la mejilla izquierda y pensó en su mujer.

—¡Eres un mal hombre! —siguió luego Leonor—. ¿Puede saberse qué hacías con aquella mujer en el jardín?

—Procuraba olvidarme de la locura que cometí al casarme contigo.

—¿Puede saberse el nombre de semejante mujerzuela?

—¿Para qué?

—Para arrastrarla del moño por todo Monterrey. Y para que todos supiesen quién es. Por lo visto la consideras muy digna y no quieres que los demás la conozcan.

—¡Vete al diablo, Leonor!

—Al diablo irás tú; pero ella también irá. ¿Quieres decirme quién es?

—Si tan lista eres, adivínalo tú.

—No necesito adivinarlo. Todo Monterrey sabe quién ayuda a don César de Echagüe a olvidar sus deberes. ¡Es una piojosa!

—¡Ahhhhü, Me has llamado imbécil!

Los sollozos de Leonor se hicieron estridentes.

—¡Mal hombre! ¡Insultar así a una pobre mujer desvalida!

Una nueva bofetada resonó en el interior de la celda y mientras César soltaba una imprecación, se oyeron unos golpes en la puerta de la celda y la voz de Leonor resonó mezclada entre violentos sollozos pidiendo:

—¡Carcelero! ¡Ábreme! ¡No puedo seguir aquí con este salvaje!

—¡Sí, carcelero, llévate a esta bruja y no vuelvas a dejarla entrar!

El carcelero, temiendo que desde el otro extremo de Monterrey se oyese el altercado, se apresuró a abrir la puerta.

Leonor, llorando violentamente, salió de la celda, dentro de la cual César de Echagüe parecía estarse reforzando la mejilla izquierda.

Sin detenerse ni un momento, Leonor subió la escalera, y unos minutos después estaba en la calle, mientras el carcelero, después de cerrar la celda decía, a través de la mirilla:

—Las mujeres son muy extrañas. La mía también me pegaba de cuando en cuando; pero, a pesar de todo, me quería. Lo que ocurre es que a veces, nosotros, les damos motivos para que se enfaden. Ya verá cómo la suya vuelve pronto más mansa que un cordero.

Pero César de Echagüe no parecía estar de humor y volviendo la espalda a la puerta se tumbó de bruces sobre su camastro gruñendo algo ininteligible.

El carcelero se encogió de hombros y volvió a su puesto, a contar las monedas de oro recibidas. Si la mujer volvía aquella noche y le traía otro tanto, pronto podría dejar aquel empleo y comprar unas tierras en los alrededores de Monterrey y dedicarse a cultivar verduras y a criar vacas y cabras. Era una lástima que todos los días no encerrasen allí a gente tan rica como el señor Echagüe.

Capítulo VIII: El tribunal del
Coyote

En el salón reservado de don Pedro Ortega se encontraban reunidos, además del dueño de la casa, el teniente Ortiz, el comandante Fisher, el teniente Barrow, el sargento Clemens, Charles Adams, el alcalde y el capitán Smithers.

—¿De veras no ha sido usted quien nos ha citado, Ortega? —preguntó el nuevo alcalde.

—Les aseguro que no, señores. Recibí una misteriosa carta en la que se me anunciaba la visita de ustedes, y lo dispuse todo para recibirlos; pero no tengo la menor idea de quién la escribió. Sólo se me dice que esta reunión beneficiará a don César.

—No creo que nada pueda beneficiarle —intervino Fisher—. Se ha comprobado ya que el arma que utilizó contra su excelencia es la misma que se empleó para asesinar al soldado Overbeck.

—¿Cómo puede saberse eso? —preguntó Ortega.

—En primer lugar, porque en ambos casos el acero atravesó el cuerpo y se hundió en la mesa, dejando una marca que en ambos casos coincide con la punta de la daga.

—¿Es que no puede haber otra daga semejante?

—No, señor Ortega. Se trata de un arma muy curiosa, de hoja triangular y, además, de tres filos. Puede decirse que es una daga que se hunde sola, y no es necesario un puño muy recio para hundirla a través del cuerpo de un hombre.

—Pero yo he examinado la parra de que habló el señor Echagüe y en ella he encontrado la señal de la daga.

—Lo creo, señor Ortega; pero eso no demuestra nada. La daga pudo estar hundida allí y luego ser retirada por el propio don César.

—O por otro, comandante —intervino el capitán Smither—. Conocí bien a don César en Los Ángeles, y jamás se habló de él como de que pudiera ser
El Coyote
. La actuación del
Coyote
comenzó mucho antes de que don César volviese de Cuba.

—Los cargos contra él son concretos —insitió Fisher.

—Los he repasado y veo en ellos muchos puntos oscuros, mi comandante —dijo Smither—. Si su excelencia estaba encerrado en su despacho ¿cómo pudo ser asesinado? Tenga en cuenta que la llave no estaba sobre la mesa del despacho ni en un bolsillo del general, sino en la cerradura, colocada de forma que era imposible abrir y cerrar aunque se poseyera otra llave. Sin embargo, el crimen se cometió, y casi resultaría comprensible sospechar de un fantasma o cosa por el estilo.

—Estoy seguro de que hallaremos la explicación lógica —dijo Fisher—. De momento tenemos, como prueba bien firme, la de la daga. Pertenecía a César de Echagüe y no hay ningún testigo que pueda probar que quedó en esta casa.

—¿Y no le extraña, mi comandante —intervino el sargento Clemens—, que el asesino abandonara el arma en el lugar del crimen? Hubiera sido más lógico que se la llevase con él.

—¿Quién sino el señor Echagüe pudo cometer el crimen? —preguntó Fisher—. Echagüe estaba ante la única puerta de entrada al despacho. Si mientras él esperaba hubiese entrado alguien, podía decirlo; pero lo cierto es que a no llegar usted con el mensaje, sargento, Echagüe hubiese podido negar su culpa.

—¿No podría tratarse de un suicidio? —preguntó Charles Adams, el alcalde.

—¡Imposible! —exclamaron todos a una los militares.

Un reloj de pie dio las diez y cuarto de la noche.

—Creo que ya va siendo hora de que averigüemos quién ha sido el autor de la broma o de lo que sea esta cita —gruñó Fisher—. He dejado unos trabajos importantes y si no puedo averiguar pronto quién ha escrito las citaciones…

—¡
El Coyote
las ha escrito y las ha enviado, señores! —anunció una potente voz, desde la puerta del salón.

Volviéronse todos y se hallaron frente a un enmascarado que, apoyado contra la puerta del salón, que había cerrado sin que los demás se dieran cuenta, los tenía encañonados con dos negros y largos revólveres Colt.

—¡
El Coyote
! —exclamó Smithers.

—A sus órdenes, capitán —replicó el enmascarado, rozando con el cañón de uno de los revólveres el ala de su sombrero—. Creo que la última vez que nos vimos fue en la Posada Internacional, la noche en que ayudé a escapar a Telesforo Cárdenas ¿no?

—Creo que si —jadeó Smithers, lamentando haberse desprendido de su espada y pistola.

—Me alegro de que haya venido a la cita, capitán. Necesitaré su ayuda.

—¿Cómo se ha escapado de la cárcel? —preguntó Fisher.

El Coyote
soltó una carcajada.

—¡Pobre amigo Echagüe! —exclamó—. Le han cargado mis culpas, y las que no son mías. Por lo visto alguno de ustedes ha creído que ese pobre botarate era El
Coyote
. No, no lo es. Como no me gusta que recaigan culpas sobre quien no las tiene, he venido a interceder por él y a aconsejar que lo pongan en libertad, pues sospecho que no está muy cómodo en el sitio donde se encuentra.

—¿Cómo se atreve a volver después de lo que hizo conmigo? —tartamudeó Charles Adams.

—¿Se refiere a sus orejas? —
El Coyote
soltó una carcajada—. Fue una buena jugada, señor Adams. Pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. No fui yo quien le desorejó.

—¿No fue usted?

—No. En los últimos tiempos, señores, ha habido alguien que se ha dedicado a jugar al
Coyote
. Cuando la noticia llegó hasta mí yo me encontraba en la frontera mejicana. Acudí corriendo y me encontré con que en tres noches había asesinado a tres hombres, entre ellos la pieza más grande de mi colección: ¡Un gobernador de California! No, no lo asesiné yo, y, por lo tanto, declino el honor.

—¿Nos ha citado para decirnos esto? —preguntó Fisher.

—No —replicó
El Coyote
—. Los he reunido para que entre todos descifremos el misterio del falso
Coyote
. Soy muy celoso de mi fama y no acepto imitadores.

—¿Quiere decir que no fue usted quien cometió esos crímenes? —preguntó Smithers.

—Eso digo, y como ustedes están bien informados de todo, vamos a celebrar una especie de juicio para descubrir al asesino. Empecemos por el asesinato de Julián Carreras. El asesino hizo todo lo posible por comprometer a don César de Echagüe. Conozco muchos detalles complementarios, que ustedes ignoran y que demuestran que el verdadero criminal trató por todos los medios a su alcance de hacer recaer las sospechas sobre don César. El soldado Overbeck echó por tierra los planes del asesino y surtió a don César con una buena coartada. Pero luego Overbeck fue asesinado por ese
Coyote
, quien pagó así el favor hecho a don César. Yo nunca hubiera asesinado a un hombre tan bueno. Traté de salvarlo; pero llegué tarde. En cuanto al general Curtis tampoco pude hacer nada por él; pero ya que un hombre está en la cárcel pagando una culpa de la que es inocente, quiero intervenir en su favor y aclarar el misterio. Siéntense, señores, y así podremos hablar con toda comodidad.

Ante el imperioso movimiento de los dos revólveres, todos se sentaron. Por su parte
El Coyote
se acomodó también en un sillón, aunque sin apartar ni un momento los revólveres.

—Empecemos a justificarnos, señores —dijo, luego—. No pretendo ser un santo, ni niego haber ayudado a más de un canalla a salir de este mundo. Ha sido ésa una ocupación a la que me he entregado con mucho gusto y de la que no reniego en modo alguno. Examinemos pues, señores del jurado, los tres casos más recientes.

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