Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (7 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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César se inclinó sobre él y lo tocó suavemente, y sólo cuando, aumentando la sacudida, César le hizo volver la cabeza pudo reconocer en él a Clifton Overbeck, en cuyo rostro se pintaban, inconfundibles, las señales de la muerte.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del
Coyote
. Posó una mano en la frente del muerto y la encontró aún caliente. Luego, con ayuda del candil, comprobó que la herida había sido causada con un arma de hoja triangular, que había producido una hemorragia muy escasa.

El Coyote
registró rápidamente los bolsillos del muerto, sin encontrar en ellos ningún objeto de especial interés y que no fuera lo que lógicamente podía esperarse encontrar en poder de un soldado. Lo único que se podía considerar interesante era una pistola de dos cañones, muy cortos, que Overbeck había guardado en la caña de la bota derecha.

De pronto, cuando César de Echagüe se disponía a salir de la habitación, su mirada se vio atraída por la mano derecha del muerto. Junto a ella, trazada en el polvo que cubría parte de la mesa, se veía una «C» escrita, sin duda, con un dedo.

El Coyote
levantó la mano derecha de Overbeck, y vio que el dedo índice estaba sucio de polvo.

—¿Qué quisiste escribir, infeliz? —preguntó en voz baja, cual si esperase una respuesta del muerto. Luego, comprendiendo que perdía el tiempo permaneciendo allí y que, además, se exponía a un grave peligro, se dispuso a salir fuera del reservado.

La prudencia y las precauciones que instintivamente tomaba siempre y a las que debía
El Coyote
el estar aún con vida, le salvaron también en aquella ocasión. Antes de salir del reservado se pegó un momento a la jamba de la puerta y, acallando los latidos de su corazón, escuchó atentamente. De la planta baja llegaban, ahogadas, las voces de los bebedores; pero entre aquel ruido sonó otro más próximo, que procedía del chocar de la rodela de una espuela contra otra. Luego sonó una casi imperceptible respiración y, por último, el leve chasquido de un bien engrasado fusil.

El Coyote
irguióse, dejando en reposo todos sus músculos. Comprendió que había caído en una trampa y que el corredor estaba lleno de soldados. Sin duda, todos ellos apuntaban con sus fusiles hacia la puerta para saludar su aparición con una descarga cerrada.

De nuevo escuchó
El Coyote
. Sólo un privilegiado oído como el suyo podía captar la diferencia entre las distintas y leves respiraciones que sonaban en el pasillo. Al cabo de unos segundos, murmuró:

—Seis hombres.

Por lo menos cinco de ellos irían armados de rifles, y el otro, sargento o cabo, quizá llevase un revólver. Si su salida era saludada con una descarga, los cinco soldados quedarían poco menos que desarmados, y a no ser que llevaran bayonetas, sus fusiles serían más un estorbo que otra cosa.

César de Echagüe cerró fuertemente los ojos. Necesitaba habituarse a las tinieblas, pues en ellas se reñiría la próxima batalla. Con movimientos seguros, a pesar de no ver nada, fue hasta Clifton Overbeck y, tomando infinitas precauciones, le quitó el sable, desenfundándolo con gran cuidado y sin el menor ruido delator. Luego, sosteniendo el sable bajo el brazo y cogiendo con una mano el candil y con la otra una de las sillas, avanzó de espaldas hacia la puerta, haciendo que la sombra de su cuerpo se proyectara sobre el suelo del pasillo. Al llegar al umbral, apagó el candil y, moviendo los pies como si corriera, lanzó la silla hacia el lado opuesto que ocupaban los emboscados.

El estruendo de la silla al chocar contra las paredes del corredor fue cortado por una descarga cerrada, que repercutió en todo el edificio y al que siguió un alarido del
Coyote
, que hizo creer a los que habían disparado que alguna de las balas había llegado a su destino.

Pero en seguida fueron arrancados de su error, pues a través de la densa nube de sofocante humo de pólvora cayó sobre ellos una sombra armada de un pesado sable de caballería que, certeramente manejado, comenzó a caer de plano contra los soldados. En un momento, cuatro de ellos se desplomaron sin sentido. El quinto huyó hacia el otro extremo del pasillo, mientras el barbudo sargento que mandaba el grupo levantaba su revólver para disparar contra la casi invisible sombra.

César apenas vio el hombre, pero captó el brillo del arma y dirigió contra ella la punta de su sable, haciendo saltar el revólver, que se disparó inofensivamente.

El fogonazo permitió ver al
Coyote
el asustado rostro del sargento, que, tras una brevísima vacilación, echó mano a su sable. Pero también permitió ver a César la escalera que conducía a la planta baja del edificio, y antes de que el sargento pudiera desenfundar su arma,
El Coyote
había salvado de un solo salto el primer tramo de escalera y, después de otro salto inverosímil, apareció en el descansillo, desde el cual se dominaba toda la sala de la taberna de Jacinto.

—¡
El Coyote
! —gritaron a la vez todos los allí presentes, que desde hacía unos minutos tenían la mirada fija en el descansillo y en la puerta por donde llegaban los rumores de la lucha.

—Buenas noches, caballeros —saludó el enmascarado, desenfundando uno de sus revólveres, mientras con la mano derecha agitaba el sable—. Supongo que todos ustedes son gente de paz. Demuéstrenlo apartándose a la derecha.

La orden fue obedecida en masa, y cuando
El Coyote
saltó por encima de la baranda de madera y fue a caer en el centro de la sala, nadie trató de cerrarle el paso.

Arriba se oían voces de mando e imprecaciones, pero nadie apareció en persecución del fugitivo. Entonces
El Coyote
, en vez de salir por la puerta principal, saltó el mostrador de roble, tras el cual se encontraba, temblando de miedo, el dueño de la taberna, a quien el enmascarado golpeó suavemente con el plano del sable, logrando, sin proponérselo, un absoluto desmayo del tabernero, que sin duda se creyó poco menos que descuartizado. En seguida, empujando la puerta que conducía al interior de la casa,
El Coyote
cruzó un par de habitaciones y llegó a la cuadra, donde había unos quince caballos, todos ellos con las marcas del Ejército.

Teniendo en cuenta que él sólo había hecho frente a seis soldados, era fácil suponer que los nueve restantes se hallaban apostados en lugares desde donde fuera fácil impedir la huida del
Coyote
, si éste, contra toda lógica, conseguía librarse de la trampa.

César de Echagüe no se entretuvo lo más mínimo. A sablazos cortó las bridas de los caballos, dejándolos libres. Cuando los quince animales formaron un confuso remolino, César clavó el sable en una de las vigas del techo y evitando a los caballos abrió la puerta de la cuadra.

Los soldados que habían sido apostados unos momentos antes en las azoteas inmediatas, desde las cuales cubrían todas las salidas de la taberna, vieron, de pronto, cómo sus caballos salían al galope asustados por una detonación que acababa de sonar dentro del corral.

Los quince caballos salieron despavoridos y después de cruzar la calle partieron en tres distintas direcciones, antes de que sus amos pudieran hacer nada por detenerlos. Sólo cuando ya estaban demasiado lejos para que fuese posible intentar nada, vieron llenos de asombro cómo sobre el lomo de uno de los caballos que hasta entonces había ido, como los demás, sin jinete, aparecía un hombre vestido de negro, cuyo traje era, inconfundiblemente, el del
Coyote
.

Sonaron unos disparos inútiles y el fugitivo, que había salido de la cuadra oculto bajo el vientre del caballo, agitó su sombrero, picó espuelas y se perdió en las oscuras callejuelas de Monterrey.

Una vez más,
El Coyote
había escapado a la cita con la muerte.

Capítulo IV: La sentencia del
Coyote

El general Curtis había retrasado su regreso a Sacramento. En aquellos momentos se paseaba de un lado a otro de la estancia que ocupaba en el palacio municipal, en cuyas paredes se veían aún los retratos de gobernadores españoles y mejicanos.

—¡Otra vez
El Coyote
se ha burlado de nosotros! —tronó, dirigiéndose a los hombres que estaban frente a él.

Eran éstos el comandante Fisher, el teniente Barrow y el barbudo sargento Clemens.

—La trampa estaba bien dispuesta, excelencia —aseguró Fisher.

—Debían haber llevado más hombres —gruñó Curtis.

—En ese caso,
El Coyote
se habría dado cuenta de que teníamos la taberna rodeado —indicó el comandante—. Era imposible llevar más hombres si queríamos detenerle.

—Sí, ya lo sé; pero no comprendo cómo se pudo permitir que
El Coyote
asesinara a Overbeck y escapase ante las narices de cinco soldados que estaban a menos de tres metros de él. ¿Puede usted explicarlo, sargento?

Clemens cerró los puños y, al fin, explicó:

—Vimos que iba a salir y dije a mis hombres que disparasen sobre él, excelencia. En cuanto apagó la luz y oímos ruido en el pasillo, disparamos todos; pero lo que hizo
El Coyote
fue tirar una silla, contra la cual fueron a dar casi todas las balas. Tan pronto como tuvo la seguridad de que los fusiles estaban descargados, cayó sobre nosotros y con el sable de Overbeck dejó a cuatro de mis hombres sin sentido. El quinto escapó y ha sido ya arrestado.

—¿Y usted qué hizo? —preguntó severamente Curtis.

—Traté de disparar contra él, pero en el momento en que iba a apretar el gatillo de mi revólver, me lo arrancó de la mano de un sablazo. Cuando pude recuperar el arma, él ya estaba lejos.

—La actuación del sargento Clemens ha sido en todo momento digna de elogio, excelencia —aseguró Fisher—. Él fue quien nos indicó la conveniencia de vigilar a Overbeck.

—Explique cómo ocurrió todo —pidió Curtis—. Sólo tengo una referencia muy somera de los acontecimientos.

—Durante la mañana de ayer, Clifton Overbeck estaba muy alegre, y uno de sus compañeros me dijo que había afirmado varias veces que para él se había acabado el pasar necesidad y que pronto podría beber siempre buena ginebra en lugar de mal vino —explicó Clemens—. Recordando lo ocurrido anteanoche, pensé que tal vez sus declaraciones acerca del caballero californiano no respondieran a la realidad y que tal vez esperase un pago importante por su ayuda. Comuniqué mis sospechas al comandante Fisher, y…

Al llegar a este punto, Clemens volvióse hacia el comandante, como esperando que él continuara el relato.

Fisher asintió con la cabeza y continuó:

—Reconociendo que las sospechas del sargento podían tener un gran fundamento, ordené a tres de mis hombres que se turnaran en la tarea de no perder de vista a Clifton Overbeck. Así lo hicieron, y después del rancho le vieron dirigirse a la llamada taberna de Jacinto, una de las principales de Monterrey, muy concurrida por los soldados de la guarnición. Allí se enteraron, por el dueño, que el soldado Overbeck había pedido que se le reservara una de las habitaciones del primer piso para aquella noche, a las nueve y media. Como esto no era corriente, decidí tomar las oportunas medidas para que si el soldado se reunía con
El Coyote
, éste no pudiese escapar. Al mismo tiempo, como no podíamos asegurar que, realmente, Overbeck se fuese a reunir con ese bandido, dispuse que las fuerzas que debían tender la emboscada fueran las justas. Un mayor despliegue de medios hubiera podido resultar ridículo si la cita de Overbeck era sólo con una mujer. En realidad, sólo obrábamos impulsados por unas sospechas que podían resultar infundadas.

—No lo fueron, y
El Coyote
se burló de nuevo del Ejército —gruñó Curtis—. Hubiera preferido que no se hubiese hecho nada contra él. Por lo menos, no tendríamos sobre nosotros un nuevo fracaso y ridículo. Pronto nadie en California respetará al Ejército de los Estados Unidos. ¿Qué explicación puede darse del asesinato de Overbeck?

—Sin duda, Overbeck, que había servido en Los Ángeles, conocía la identidad del
Coyote
, a quien acaso vio anteanoche en la fiesta de los Ortega —continuó el comandante Fisher—. Debió de citar a ese misterioso bandido para someterlo a un chantaje, y
El Coyote
, acudiendo a la cita, prefirió cerrar para siempre unos labios tan peligrosos.

—Creo que tiene razón, comandante —admitió Curtis—. ¿Se encontró el arma que utilizó
El Coyote
para cometer el crimen?

—No, excelencia; pero no resultaría difícil identificarla, pues después de atravesar el cuerpo de Overbeck se hundió en la tabla de la mesa, donde dejó una huella triangular. Hemos retirado de allí la mesa y la tenemos guardada en el cuartel. Además, antes de morir Overbeck escribió con el índice, en el polvo que llenaba la mesa, la letra «C», o sea, la inicial del
Coyote
. La muerte le impidió completar el nombre. Sin duda, el infeliz ignoraba que a pocos pasos de él estaban sus compañeros y temió que su asesino no pudiese ser identificado.

—¿Se tomó alguna medida para comprobar si César de Echagüe pudo haber estado anoche en la taberna ésa?

—Media hora después, el teniente Barrow se presentó en casa de don César —contestó el comandante, volviéndose hacia el teniente, como invitándole a que relatase lo ocurrido en casa del famoso hacendado.

El teniente explicó:

—Llegué a la casa que ocupa el señor Echagüe y, después de mucho llamar, se abrió la puerta. Apareció el mayordomo y me preguntó a qué venía tanto ruido, Le contesté que deseaba hablar con el señor Echagüe, a lo cual el criado me respondió que su amo no podía recibirme por estar en aquellos momentos descansando. Insistí, y el mayordomo insistió más. Amenacé con pedir una orden judicial y registrar con ella la casa, y entonces una voz que llegaba del interior ordenó al mayordomo que me disparase un tiro, agregando que era imposible dormir con tanto ruido. Al oír aquella voz, reconocí la del señor Echagüe y grité que necesitaba verlo, indicando mi personalidad. Entonces salió envuelto en una larga bata y me preguntó qué motivo me llevaba allí. Le dije que
El Coyote
había vuelto a las andadas y que lo estábamos persiguiendo por Monterrey. Entonces él preguntó burlonamente si creíamos que estaba en su casa, y me invitó a que la registrase. Le dije que no creíamos semejante cosa, agregando que si había ido a verle era para prevenirle, pues la última hazaña del
Coyote
había sido asesinar al soldado que la noche antes le había salvado a él de las sospechas que sobre su persona recaían.

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