Read Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—Así es.
—¿Usted considera que el comportamiento del
Coyote
es digno de alabanza?
—Particularmente, considero justo el castigo del señor Adams. Como alcalde, ordené a la milicia que persiguiera al
Coyote
.
El gobernador inclinó la cabeza contra el pecho y estuvo jugueteando con su corbata. Luego, en voz baja y con tono impersonal, murmuró:
—Y tal vez le dijo que obedeciera al pie de la letra su orden de «perseguir» al
Coyote
, insistiendo en que no era necesario que le alcanzase.
Julián Carreras palideció visiblemente; pero el gobernador seguía ocupado en contemplarse la corbata y no pareció darse cuenta de la turbación de su interlocutor.
—Si considera que he faltado a mis deberes, pongo mi cargo a su disposición —dijo, con voz alterada, el alcalde.
Curtis levantó la cabeza y miró, como extrañado, al californiano.
—¿Por qué dice eso? —preguntó—. ¿Le coloqué yo en ese cargo?
—No; pero…
—Le eligió libremente el pueblo de Monterrey —siguió Curtis—. Mientras ese pueblo no opine lo contrario, usted debe seguir siendo su alcalde.
—Pero usted ha insinuado…
—He dicho que usted dio orden de perseguir al
Coyote
y eso es verdad; pero también es verdad que, sonriendo, indicó al teniente Ortiz, jefe de la milicia, que se limitase a perseguir y no se esforzara en alcanzar…
—¿Ha dicho el teniente Ortiz…?
—¡No, por Dios! El teniente Ortiz es un caballero, un admirador del
Coyote
y un californiano de todo corazón. Al lado de estas cualidades, tiene el defecto de hablar demasiado. Por eso me he enterado de lo ocurrido. Pero no pienso tomar ninguna medida contra él ni contra usted. Si el Ejército detiene al
Coyote
, le ahorcarán inmediatamente; pero no es fácil que lo consiga.
El Coyote
tiene demasiados amigos entre los californianos de todas las clases sociales. Y como las autoridades civiles, excepto en los casos donde son norteamericanas, también le apoyan, temo que consiga eludir nuestra persecución y continuar realizando libremente sus fechorías.
Carreras fue a protestar, pero Curtis le interrumpió casi violentamente:
—Sí, fechorías, señor Carreras. Hasta hace unos meses,
El Coyote
podía ser considerado como un elegante vengador de las injurias y atropellos que se cometían con el buen pueblo de California. Pero desde hace tiempo su comportamiento es tan sólo el de un vulgar salteador de caminos. Ya no hay nobleza en sus hazañas. Ataca sólo a los norteamericanos; pero lo hace con innecesaria crueldad. A un ranchero de Los Olivos, en Santa Bárbara, le dijo que le iba a marcar una oreja y de un disparo le destrozó la cara. Fue un crimen estúpido. En Atascadero asaltó una diligencia y mató a los tres viajeros que iban en ella. También quiso matar al conductor; pero sólo le dejó mal herido. De ese asalto obtuvo unos cinco mil dólares. Más tarde, en Santa Margarita, entró en una oficina federal y exigió la entrega del oro que se guardaba allí. Se llevó doce mil dólares y mató a tres soldados. Por último, en San Luis Obispo detuvo un correo que llevaba once mil dólares y mató a dos hombres y una mujer que iban en compañía del conductor. A éste se limitó a cortarle una oreja. ¿Cree usted, Carreras, que todo eso es propio de un caballero noble? Yo opino que su
Coyote
es un vulgar asesino.
—Siempre he dudado de que fue
El Coyote
el autor de esos asaltos.
—Lo ha dudado porque, a pesar de todo, le repugna a usted creer que un hombre pueda llegar a cometer semejantes crímenes; pero la realidad es que
El Coyote
los comete, y que ustedes, al apoyarle, apoyan a un canalla.
—Es muy fácil, señor gobernador, echarle al
Coyote
las culpas de todo.
—Los habitantes de Santa Margarita vieron cómo
El Coyote
, revólver en mano, escapaba de la oficina general. Y todos le despidieron con entusiastas aclamaciones. Tal vez algún día se arrepientan de no haber disparado contra él.
—Tal vez el Gobierno se arrepienta, algún día de no indultar al
Coyote
—replicó Carreras—. Estoy seguro de que en todos los californianos produciría un beneficioso efecto el indulto de ese hombre.
—Sospecho que
El Coyote
no aceptaría jamás ese indulto —declaró Curtis—. Para él sería siempre más provechoso robar y asesinar bajo una personalidad encubierta, que aceptar la paz.
El Coyote
es…
—¿También usted habla del
Coyote
, señor gobernador? —preguntó en aquel momento una voz masculina.
El gobernador y el alcalde volviéronse para hallarse frente a un caballero vestido a la moda de California, pero con un lujo que sobrepasaba al del mismo Carreras. La doble hilera de botones que servía para abrochar sus calzoneras estaba formada por perlas de regular tamaño y constituía un alarde de riqueza.
—Desgraciadamente, tenemos que hablar de él, señor Echagüe —replicó el gobernador, tendiendo la mano al propietario del rancho de San Antonio y del rancho Acevedo, los dos más importantes de Los Ángeles. Además de ser muy poderoso, César de Echagüe era cuñado de Edmonds Greene, quien ocupaba un importantísimo cargo de Washington.
Echagüe era un hombre de agradable aspecto; pero de modales excesivamente lánguidos, a quien se veía más veces tumbado o sentado que moviéndose activamente. Era el polo opuesto de lo que había sido su padre.
—¿Y por qué hablan de un personaje tan poco agradable? —preguntó César, sacudiéndose una invisible mota de polvo del negro terciopelo de su traje.
—Porque nos da muchos quebraderos de cabeza —contestó el gobernador, y, significativamente, agregó—: Por lo menos, me los da a mí.
—¿A usted no, don Julián? —preguntó Echagüe, dirigiéndose al alcalde.
—A mí también —contestó Carreras.
—Siempre he opinado que ese
Coyote
debiera ser ahorcado para que al fin nos viésemos libres de él —suspiró César de Echagüe—. Cuando visito mis propiedades, no oigo más que hablar del
Coyote
. Mis peones no apartan de sus labios su nombre. Lo consideran lleno de virtudes, de cualidades y de perfecciones. Me asombra que no lo coloquen en lugar de San Antonio, en nuestro rancho.
—Es muy agradable oír a un californiano hablar mal del
Coyote
—dijo el gobernador—. Creo que es la primera vez que oigo a uno de ustedes mostrarse disconforme con lo que hace ese asesino.
—Los Echagüe siempre han pretendido ser originales —declaró el alcalde—. Ellos hacen lo contrario que los demás.
—Quizá por eso hemos conservado nuestras propiedades —replicó César—. Si hubiésemos hecho lo que todos, hubiéramos aceptado a los yanquis por lo que parecían, y no por lo que son, y ahora nos encontraríamos pobres y viviendo en casa ajena. Cuando hemos vendido, hemos dado recibo de lo que entregábamos. Y cuando hemos pagado, no nos hemos conformado con un apretón de manos; al contrario, hemos dirigido la mano hacia la pluma y el tintero. Por eso seguimos siendo ricos.
—Señor Echagüe, ¿debo considerar sus palabras como un insulto? —preguntó Julián Carreras, palideciendo intensamente.
César de Echagüe le miró con burlón asombro.
—¿Un insulto? —preguntó—. No comprendo. ¿En qué puedo haberle insultado?
—Habla usted mucho, don César, y el hablar tanto no es siempre conveniente.
—Empieza usted a asustarme, señor alcalde. Por fortuna, está presente el señor gobernador, que no me abandonará en tan apurado trance.
—Sobre todo si recuerda al señor Greene —dijo, despectivo, Carreras—. No todos tenemos la fortuna de contar en nuestra familia con un importante personaje del Gobierno Federal.
—Es cierto —admitió César de Echagüe—, no todos tienen la prudencia de asegurarse el porvenir. Pero creo que no hay motivo para que dos viejos californianos se disgusten. Si usted, señor Carreras, necesita los buenos oficios de mi cuñado, tendré sumo gusto en encontrar un momento disponible y escribirle solicitando que resuelva el asunto que usted tenga pendiente.
—Gracias —dijo secamente Carreras—. Sé resolver mis problemas sin necesidad de que nadie me ayude.
—¿Ni
El Coyote
? —preguntó distraídamente Echagüe.
—¿Qué quiere decir? —casi gritó el alcalde.
César de Echagüe encogióse de hombros.
—Nada. Sólo que hasta mí han llegado ciertos rumores acerca de un caballero que hizo un mal negocio y para vengarse habló con alguien que, según se decía, estaba en relación con
El Coyote
. Ese caballero dijo a ese alguien que
El Coyote
podía visitar a cierto comerciante sin miedo a que la milicia ciudadana le persiguiese.
El Coyote
aceptó la oferta, presentóse, cortó unas orejas y se llevó unos miles de dólares, sin que la milicia se molestara en perseguir con excesiva saña al famoso bandido.
—¡Caballero! —Carreras estaba lívido de ira—. Le exijo que retire en seguida esas palabras.
—¡Por favor, conténgase usted, Carreras! —pidió el gobernador.
César de Echagüe se acarició la barbilla y con voz cansada replicó:
—Si usted quiere, señor Carreras, admitiré que no es cierto nada de cuanto he dicho. No me importa decir una mentira, si con ella puedo evitar un ataque apopléjico a un buen amigo.
Dando un paso adelante, Julián Carreras cruzó de una bofetada el rostro de César de Echagüe. En seguida retrocedió un paso y pareció aguardar a que el joven le replicase.
Durante una fracción de segundo, una llamarada de ira cruzó por los ojos de César; pero fue tan rápida que ninguno de los dos hombres se dio cuenta de ella. Luego, con la misma monótona voz de siempre, César de Echagüe declaró:
—Sin duda se sentirá usted muy feliz, señor Carreras. Ha demostrado que sus nervios son más fuertes que usted. ¿Espera que le proponga un desafío?
—De un caballero californiano lo esperaría —replicó el alcalde—. De usted no puedo decir que lo espere.
—Entonces me ha abofeteado porque «sabía» que yo me guardaría la bofetada, ¿no?
Carreras no replicó.
—Siendo así, reconozco que es usted un hombre valiente que hace las cosas sabiendo a lo que se expone. Por esta vez, y teniendo en cuenta que sólo nos ha visto el señor gobernador, dejaré pasar su ataque de nervios y no trataré de aumentar con una bala de plomo la densidad de su cerebro. Además, aparte de su cariño por
El Coyote
, es usted un buen alcalde y Monterrey no me perdonaría nunca que le privase de semejante joya.
—¿Debo entender que se niega a batirse conmigo? —preguntó Carreras.
—Sí. Me niego a matarle.
—Diga que se niega a intentar matarme.
—No, caballero —dijo secamente César de Echagüe—. Soy el ofendido y tengo derecho a elegir el arma que se debería utilizar para el desafío, ¿no?
—Desde luego —declaró el gobernador.
—¿Saben qué arma escogería? —preguntó burlonamente César. Y sin esperar la respuesta, de los dos hombres siguió diciendo—: Ésta.
Sacó de su faja de seda una daga de hoja triangular. Era un arma oriental, de finísimo acero, adornada con rubíes. Reparando en el delgado tronco de una parra que crecía en un gran tiesto y cuyas ramas se extendían por la galería, dijo:
—Unos treinta pasos nos separan de esa parra. Sería difícil clavar esta daga en el tronco, ¿no es cierto? Pues vea.
La mano de César de Echagüe trazó un veloz semicírculo y el acero, despedido con extraordinaria fuerza, fue a hundirse, hasta la empuñadura, en el tronco.
Los dos hombres le miraron llenos de asombro. Con una burlona sonrisa, César de Echagüe agregó:
—Como puede ver, señor alcalde, si no acepto su invitación al desafío es porque me repugna asesinar a un semejante. Le regalo la daga y le aconsejo que haga mucha práctica. El día en que sea capaz de repetir lo que he hecho, repita también su exabrupto de esta noche y…
Un prudente carraspeo interrumpió a César de Echagüe. Al volverse vio a uno de los criados del palacio que, dirigiéndose a él, anunció:
—Don César… una dama desea verle.
Echagüe miró, desconcertado, al sirviente.
—¿Una dama? —preguntó—. ¿Ha dado su nombre?
El hombre pareció algo turbado y mirando fijamente al gobernador y al alcalde, dijo:
—No… Asegura que necesita verle a solas…
—Con su permiso, señores —dijo César, volviéndose hacia los dos hombres—. Iré a ver quién es esa misteriosa dama.
Julián Carreras y el general Curtis le siguieron con la mirada.
—¡Un tipo repugnante! —gruñó Carreras—. ¡Un cobarde! Hace honor a la fama de que disfruta.
El gobernador dirigió una mirada a la daga hundida en el tronco de la parra y replicó:
—Sí, puede que lo sea.
Comprendiendo la insinuación, Carreras enrojeció intensamente.
—¿Quiere que bajemos al jardín? —preguntó.
—Como usted desee. Por cierto que me gustaría saber quién es la misteriosa dama que ha citado a nuestro amigo.
—Sin duda se trata de algún amorío secreto —dijo el alcalde—. Mientras tanto, la pobre Leonor estará en el rancho de San Antonio imaginando que su esposo está aquí cumpliendo el penoso deber de hacerse agradable a las autoridades locales…
—No profesa usted ninguna simpatía a don César —sonrió el gobernador—. Creo que es injusto con él. Vayamos a aquel rincón del jardín. Es el sitio más indicado para disfrutar de los fuegos artificiales. Mi esposa y la de usted ya se dirigen hacia allí.
El gobernador de California y el alcalde de Monterrey atravesaron el jardín en medio de los corteses saludos de los invitados y se dirigieron hacia una especie de pérgola, desde donde se divisaba el estanque al otro lado del cual estaba dispuesto el castillo de fuegos artificiales que debía marcar el punto culminante de la fiesta del gobernador.
La esposa del general Curtis, la del alcalde y varias damas de la aristocracia monterrecina, engalanadas todas ellas con sus mejores alhajas, estaban reunidas allí y saludaron con una profunda reverencia a los dos hombres, que correspondieron al saludo.
En el momento en que se disponían a acercarse a la balaustrada que quedaba sobre el estanque, una sombra se destacó de entre unos recortados arbustos y avanzó al encuentro de los presentes. La luz de uno de los farolillos se reflejó primero en el largo cañón del revólver que empuñaba el recién llegado y luego en la máscara que cubría su rostro.