Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (9 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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En lo alto de la amplia escalinata de mármol, los invitados eran recibidos por el gobernador y su esposa. César saludó a Curtis con una inclinación, y el gobernador declaró:

—Es un placer verle aquí, don César. Más tarde tendré mucho gusto en hablar con usted sobre ciertos detalles acerca de la ciudad de Los Ángeles.

—Cuando usted guste, excelencia —respondió César, marchando a reunirse con unos amigos.

A las diez de la noche se sirvió, en la gran sala, la cena, y a las once se sirvió el café.

El gobernador Curtis no parecía tener más vicio, al menos en la mesa, que el del café, del que bebió unas cuatro tazas, excusándose ante sus invitados con la declaración de que la necesidad en que se encontraba muy a menudo de pasar la noche en vela, le había convertido en un adepto de la negra infusión.

—Aunque esta noche no parece hacerme tanto efecto —dijo, pasándose una mano por los ojos, que estaban visiblemente cargados de sueño.

Cuándo a las once y media se salió del comedor, Curtis acercóse a César y le pidió:

—Dentro de cinco minutos le aguardo en mi despacho, señor Echagüe.

Al decir esto contuvo con grandes esfuerzos un bostezo.

César le vio salir del salón y, transcurridos los cinco minutos, le siguió, preguntando a los criados dónde estaba el despacho del gobernador.

Llegó al fin al lugar indicado y no viendo a nadie, llamó a la puerta. La voz de Curtis respondió desde el otro lado:

—Aguarde unos minutos, don César —pidió—. En seguida estoy con usted.

César sentóse en uno de los butacones de la antesala y entretúvose unos minutos contemplando la estancia. Oyó arrastrar unas sillas dentro del despacho y luego el inconfundible gemido de unos muelles. Fueron pasando los minutos y, al fin, a las doce menos diez, César volvió a llamar al despacho. Nadie contestó. César aumentó la violencia de los golpes, y al no recibir tampoco respuesta, una sospecha se filtró en su cerebro. Al fin, abandonando rápidamente la antesala, dirigióse al salón donde se celebraba el baile.

Apenas había entrado en él, escuchó unos golpes y una voz que gritaba:

—¡Excelencia, abra en seguida! ¡Conteste!

César se detuvo y, tras una breve vacilación, volvió sobre sus pasos. Los gritos sonaban en la antesala que él había abandonado. A través de las abiertas puertas de otras dos habitaciones, veíase la del despacho de Curtis, que era golpeada por un sargento del Ejército Federal, mientras la voz de Clemens repetía:

—¡Por favor, excelencia, responda!

Varios oficiales acudían ya hacia la antesala, y en aquel momento, Clemens, decidiendo, sin duda, obrar por su cuenta, cargó con todo su peso contra la puerta y, a la segunda embestida, la abrió violentamente.

Por un momento todos vieron al gobernador tendido de bruces sobre la mesa de trabajo. Luego, se oyó un grito y el sargento corrió hacia Curtis. Cuando el comandante Fisher entró en el despacho, vio que el sargento le señalaba, con temblorosa mano, al general Curtis, que, caído de bruces sobre la mesa, estaba clavado a ella por una daga de finísima hoja triangular y cuya empuñadura estaba adornada por varios rubíes, que parecían manchas de sangre. Era un arma oriental, perfectamente templada, y no era necesario un examen muy detenido para comprender que la herida que había producido en el cuello del gobernador era mortal.

En aquel momento, como recordando la amenaza recibida por Curtis, los campanarios de Monterrey comenzaron a anunciar las doce de la noche.

Capítulo VI: La captura del
Coyote

La emoción y consternación de los testigos del drama fueron evidentes. Transcurridos los primeros momentos de desconcierto, el comandante Fisher se hizo cargo del mando y trató de poner orden. Su primera medida fue intentar devolver la vida al gobernador. Luego, convencido de que ya no se podía hacer nada por el cuerpo del general Curtis, ordenó que nadie abandonara el edificio y delegó al sargento Clemens para que transmitiera a la guardia la orden de disparar sin previo aviso contra toda persona que intentase entrar o salir del edificio.

Hecho esto, Fisher examinó el escenario del drama. Al momento saltó a su vista lo casi imposible del crimen. El despacho no tenía otra entrada que la de la antesala, careciendo también de ventanas. Estaba alumbrado día y noche por un gran velón colocado sobre la mesa. Volviendo la mirada hacia la puerta, Fisher advirtió que ésta debía de haber estado cerrada con llave, pues la hembrilla de la cerradura estaba saltada y pendía de un tornillo. Sin duda, el embate de Clemens era la causa de ello. En cambio la llave estaba colocada dentro, lo cual hacía más misteriosa la muerte de Curtis.

Dejando para más tarde la solución de aquel misterio, Fisher decidió resolver los problemas más sencillos. Inclinóse sobre el muerto y examinó el arma del crimen. No se trataba de un arma vulgar, sino de una riquísima daga, que debía de valer varios cientos de dólares, ya que los gruesos y bien tallados rubíes eran, por si solos, dignos de un emperador.

Por un momento, Fisher pensó en arrancar el arma de donde estaba hundida, pero no tuvo valor para ello, y, volviéndose hacia el teniente Barrow, ordenó:

—Saque la daga y límpiela. Veremos si alguien la conoce.

Haciendo un esfuerzo de voluntad, Barrow cumplió la orden y tendió la hermosa daga a su superior, a la vez que se asombraba de la facilidad con que había salido de la herida.

—¿Reconoce alguien esta arma? —preguntó Fisher, saliendo a la antesala, donde se agolpaban gran parte de los invitados, que, por segunda vez en cuarenta y ocho horas, veían turbada una fiesta por un crimen.

Nadie contestó; pero Fisher advirtió que don Pedro Ortega miraba, lleno de horror, a César de Echagüe.

—¿Reconoce usted esta daga, don Pedro? —preguntó en seguida el comandante.

—Es mía —contestó César de Echagüe.

—¿Es de usted? Bien. ¿Y puede explicarme el hecho de que haya servido para asesinar al gobernador de California?

—No, no puedo explicarle —respondió César—. En realidad, creo que el señor Ortega es el más indicado para dar explicaciones. Si no recuerdo, mal, el arma quedó en su casa…

—¡Don César! —tronó Ortega—. Demuestra usted ser muy poco caballero al tratar de echar sobre otra persona la culpa que… En fin, no quiero decirle lo que opino de usted.

—No me ha comprendido usted, don Pedro —dijo César—. He querido decir…

—Sé lo que ha dicho —interrumpió Ortega—. Cuando vi la daga en manos del señor comandante, decidí cerrar los labios y no descubrir, aunque se me sometiera a tormento, que conocía la identidad de su dueño; pero nunca creí que la persona a quien yo trataba de escudar se revolviera contra mí acusándome…

—No le he acusado de nada, señor Ortega —protestó César—. Iba a decir que anteanoche, en su casa, yo hice con esa daga una demostración de cómo se lanza un cuchillo. La dejé clavada en la parra de la galería, y al marcharme quedó allí. Desde entonces no ha vuelto a mi poder; y no quiero decir con ello que usted la haya utilizado…

—Le ruego, señor Echagüe, que me indique los testigos de su demostración de tiro de cuchillo —pidió Fisher—. Supongo que no lanzaría la daga a solas.

—Desgraciadamente, no puedo presentarle ningún testigo —replicó César.

—¿Por qué? ¿Se trataba también de damas a quienes podía comprometer?

—No; pero mis testigos eran el señor Carreras y su excelencia el gobernador. Los dos han muerto. A no ser que alguien recuerde haberse fijado en la daga hundida en el tronco del árbol, temo que tendrá usted que conformarse con mi palabra de honor.

—Sospecho que la palabra de honor de usted sea poca prueba para satisfacer a un jurado, señor Echagüe. Sobre todo, después de lo ocurrido en el palacio del señor Ortega.

—¿Debo considerarme detenido?

—Sí, a menos que pueda usted justificar, sin el menor género de duda, qué ha hecho usted desde que el general Curtis abandonó el comedor.

César se encogió de hombros.

—Su excelencia me pidió que me reuniera con él en su despacho, comandante. Vine aquí y llamé a la puerta. Estaba cerrada por dentro, y el gobernador me pidió que aguardase un poco. Le oí moverse, correr sillas, sentarse y, por fin, extrañado por el silencio que reinaba en el despacho salí de la antesala para preguntar si había otra entrada, pues temía que al gobernador le hubiera ocurrido algo.

—¿Le acompañó alguien durante su espera?

—No, comandante. Estuve solo en esta antesala, con la puerta cerrada. No crea que nadie se fijara en mí.

En aquel momento regresó Clemens. Fisher dirigióse a él y preguntó:

—¿Puede explicarnos lo que sucedió, sargento?

Clemens contestó afirmativamente.

—¿A qué subió usted?

—A entregar este mensaje, mi comandante. Es de Washington y el correo llegó con retraso. Pensé que podía ser urgente y abandonando mi puesto en el cuarto de guardia, subí a traerlo.

—Recuerdo que le vi subir —dijo Fisher—. Prosiga.

—Al llegar a la antesala llamé con los nudillos en la puerta del despacho, pues se me dijo que su excelencia estaba en él Nadie respondió. Repetí la llamada con algo más de fuerza y, al no oír ningún ruido, pensé que el despacho estaba vacío, a pesar de que se me había asegurado que su excelencia se hallaba en él. La puerta estaba cerrada, y, muy inquieto, recordando la amenaza que recibió esta mañana, llamé con fuerza. Tampoco se me contestó y, entonces, quizá faltando a mi deber, aporreé la puerta y, al no recibir tampoco ninguna contestación, perdí la cabeza y me lancé contra la puerta, forzándola y entrando en el despacho. Cuando recobré el equilibrio, vi a su excelencia tendido de bruces en la mesa y pensé que dormía, aunque mal podía haber permanecido durmiendo en medio del escándalo que yo armé. Al acercarme más, vi el puñal clavado en la nuca de su excelencia y comprendí que
El Coyote
le había asesinado. Y creo poder añadir que todos sabemos ya quién es
El Coyote
.

Al decir esto, el sargento Clemens señaló a César, que, sonriendo, preguntó:

—¿Podría decirme, ya que es usted tan buen policía, cómo entré en el despacho del gobernador, le apuñalé, volví a salir y cerré por dentro?

—No creo que eso sea muy difícil de explicar —gruñó el sargento—. Esa puerta tendrá más de una llave, y quizás encontró usted la manera de cerrarla por fuera…

—Eso lo averiguaremos más tarde, Clemens —interrumpió Fisher—. De momento, lo importante es que el señor Echagüe no puede probar ninguna coartada. Suya es el arma del crimen, tuvo tiempo sobrado para cometerlo, o sea que no faltó la oportunidad, y sólo nos falta hallar la solución a un misterio que es ínfimo, si se le compara con los demás. Señor Echagüe, queda usted detenido bajo la acusación de haber asesinado a su excelencia el gobernador de California. Comparecerá lo antes posible ante un tribunal que decidirá si existen contra usted pruebas suficientes para su procesamiento. En caso afirmativo, será conducido usted a Sacramento, la capital de California, y allí se le juzgará respetándose todos sus derechos constitucionales. Creo que es más de lo que usted se merece, pues una cuerda y un árbol estarían más indicados para quien es capaz de cometer semejantes delitos. Tres hombres han muerto a sus manos…

—Creo, comandante Fisher, que todos esos reproches están fuera de sus atribuciones —dijo César—. Limítese a cumplir su obligación. No pienso hacer resistencia y prefiero que no sea usted duro conmigo, pues luego, cuando llegue el momento de pedirme excusas, le resultará muy difícil pedírmelas de tantas cosas.

—¡Ojalá sea así! —replicó el comandante—. Le aseguro que nada me placerá tanto como reconocer ante usted que me he equivocado… Pero no creo que llegue a suceder eso. Sargento, hágase usted cargo de este hombre.

Poco después, César de Echagüe abandonó el palacio municipal rodeado por una numerosa escolta de soldados. Aquella noche la pasó encerrado en una celda de la cárcel de Monterrey, construida por los españoles, y que, a pesar de tener más de medio siglo, no daba muestras de debilidad.

Gran parte de la noche, César la pasó reflexionando sobre lo ocurrido. A la madrugada siguiente, su capataz fue a llevarle el desayuno. El carcelero no estaba seguro de si legalmente podía permitir aquello; pero una moneda de veinte dólares, entregada por Julián Martínez, le convenció de que no había ningún mal en que don César recibiese una alimentación mejor de la que podía proporcionarle la cocina de la cárcel. Lo único que hizo el buen hombre fue asegurarse de que dentro de los platos no iba ningún barreno, lima, martillo o hacha, aunque todo ello hubiera sido poco para poder echar abajo la recia puerta de roble que, ayudada por recios flejes de hierro, convertía la huida de aquel lugar en una aventura de titanes. Como, además, el carcelero iba armado con un revólver, y ya los centinelas se habían asegurado de que Julián Martínez no llevaba encima ningún arma, no hubo inconveniente en que el capataz entrara en la celda y permaneciese encerrado con su amo durante el tiempo que César invirtió en comer lo que su criado le servía.

Capítulo VII: La esposa del
Coyote

Leonor de Acevedo, la esposa de César, llegó a Monterrey a primera hora de la tarde. La noticia de la prisión de su marido llegó a ella mucho antes, y, presa de una terrible agonía, quiso, en seguida, acudir junto a su esposo.

—No lo haga, señora —aconsejó Martínez—. Ahora no podría hacer nada por él. Ya me ha dado instrucciones.

—¿Cómo ha podido ser tan loco? —sollozó la joven, cuando ella y el capataz estuvieron encerrados en su casa—. ¿Por qué ha hecho eso?

Durante varios minutos dio rienda suelta a sus lágrimas, luego, algo más calmada, declaró:

—Tenemos que salvarle. Sea como sea, aunque tengamos que dar toda nuestra fortuna. ¡Ya sabía yo que esto tenía que acabar mal! ¡Matar a tres hombres, y uno de ellos el propio gobernador de California! ¿Cómo? ¡Oh! Ya sé que es inútil lamentarse y que lo hecho no tiene remedio. César tuvo sus motivos para hacer lo que hizo. Estoy segura.

—El señor me dejó una carta para usted —anunció Martínez—. Creo que temía algo de lo que ha ocurrido.

—¿Una carta? —La esperanza brilló en los hermosos ojos de Leonor—. ¡Pronto! ¿Dónde está? Dámela en seguida.

Julián salió de la estancia, regresando un momento después con una carta y un paquete. Éste contenía el antifaz y las armas del
Coyote
, así como su traje. Leonor abrió en seguida la carta y a medida que la iba leyendo su rostro se iba iluminando.

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