Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—El pimpollo —aclaró—, para la señorita Pura, que pronto se abrirá para convertirse en la flor más hermosa.
Purita lo recibió con una sonrisa, pero Laura, que la conocía exhaustivamente, interpretó su desagrado en el temblor de la mano y en la forma en que abría las fosas nasales.
—Te hace falta un perfume —mintió Laura, que ya le había comprado dos frascos—. Ve al salón y prueba alguno de tu preferencia mientras yo converso con el señor Lezica.
Pura dejó el confidente y se marchó. Laura se acomodó en su asiento para enfrentar a Lezica y lo pescó con la vista concentrada en la silueta de su sobrina. Tosió, y el hombre se recompuso de inmediato.
—Mi prima, la señora Lynch —explicó Laura—, me encargó que saldase una deuda que ella tiene con usted.
—Ah, sí, la deuda. Dígale a su prima, por favor, que no se preocupe, que todavía puedo esperarla unos meses.
—No —dijo Laura tan abruptamente que Lezica se movió en el confidente con un impulso nervioso—. Ella quiere saldar la deuda hoy, no desea hacerlo esperar a usted un día más.
Laura pagó al contado la abultada suma y Lezica le extendió un recibo con mala cara. Regresaron al salón de ventas donde Pura paseaba la mirada por las vitrinas.
—Por favor, señorita Pura —habló Lezica—, lleve lo que quiera, sin dudar. Escoja lo que guste. Este perfume de violetas es exquisito.
—No, gracias —dijo Pura, con timidez, sin levantar la vista—. Mi tía Laura ha gastado una fortuna en mí, ya es suficiente.
—Llévelo, por favor, yo se lo regalo.
Tanto Pura como Laura lo contemplaron con reproche. Las reglas sociales indicaban que un hombre de ningún modo podía regalarle algo tan íntimo como un perfume a una mujer sin comprometer su reputación. Climaco Lezica lamentó de inmediato su arranque y se disculpó. Devolvió el frasco al anaquel y las acompañó a la salida, donde las despidió con el ánimo hecho trizas.
Laura invitó a Purita a almorzar en el restaurante del mejor hotel de Buenos Aires, el Soubisa, tímida réplica del de París, pero con una cocina excelente. Eran casi las dos de la tarde y, aunque el lugar se hallaba a pleno, el
maitre
consiguió una mesa para la viuda de Riglos. Las libró de sombreros, guantes y escarcelas, les corrió las sillas y les entregó las cartas con los menús. Aunque Laura parecía concentrada en la elección de los platos, percibía las miradas admonitorias del resto de la clientela, que censuraba la presencia de una mujer en un restaurante con su pequeña sobrina como toda compañía.
—No debería decir esto —señaló Pura—, porque mi mamá asegura que el mandamiento «Honrar al padre y a la madre» también se refiere a los abuelos. Pero, ¡ay, tía, no soporto a la abuela Celina! Esta mañana me regañó porque, según ella, pronuncio muy mal el francés y dice que es porque no soy tan aplicada como mis primas.
Laura miró a su sobrina sobre el borde de la carta.
—Me haces acordar tanto a mí cuando tenía tu edad.
—Sí —expresó Purita, repentinamente apocada—, eso también dice la abuela Celina, que me parezco a ti.
—Estoy segura de que no lo dice como un cumplido —se divirtió Laura.
—No, no como un cumplido —admitió la muchacha—. Días atrás se enojó cuando le dije que era mentira que a los niños los traían las cigüeñas de París. La bobalicona de Genara —Pura se refería a su prima, la mayor de Juan Marcos Montes— asentía como sonsa mientras la abuela le mentía descaradamente. Yo me puse de pie y dije «Eso no es verdad. Los niños no vienen en cigüeñas» ¿Puedes creer que Genara me preguntó si los encontraban en repollos, entonces? —Laura soltó una carcajada, y atrajo la curiosidad de los clientes—. «No, Genara», le dije «A los niños los hacen los hombres y las mujeres cuando duermen juntos».
—Mejor no hubieras dicho nada —opinó Laura, al borde de la risotada nuevamente.
—Sí, habría sido mejor. La abuela Celina me dio una bofetada y me encerró en mi cuarto hasta la noche. Al día siguiente me obligó a confesarme con el cura del pueblo, un viejo amigo de Matusalén a quien tuve que enumerarle mis pecados a los gritos porque está completamente sordo. Medio Carmen de Areco debe de estar opinando acerca de mis maldades por estos días. —Pura leyó el menú otro rato hasta que volvió a preguntar—: ¿Por qué será que nadie quiere hablar de esas cosas? De cómo se hacen los niños, me refiero. Si tú no me hubieras explicado todo lo que sé, estaría en Babia como Genara y el resto de mis amigas. Cuando Virginia Basavilbaso tuvo su primer sangrado el año pasado, le pidió a su madre un sacerdote para que le diera los santos óleos.
Laura ordenó por las dos; Purita, muy ensimismada en sus problemas y quejas, no se decidía. Trajeron los platos, y la muchacha aún proseguía con su soliloquio pocas veces interrumpido por alguna observación de su tía. Según ella, el mundo era más justo y benévolo con los hombres que con las de su sexo.
—En casa, cualquier gansada de Justo Máximo —Pura se refería a su hermano de trece años— se festeja como si fuera un comentario de Santo Tomás de Aquino. Yo, en cambio, no puedo abrir la boca sin ligarme reprimendas y malas caras. Estoy cansada de los aforismos de la abuela Celina —y Pura imitó la voz chillona de su abuela—. «Mujer que sabe latín no encuentra marido ni tiene buen fin» (esto me lo dijo el otro día cuando le pedí a papá que me enseñara latín). «La mujer no debe pecar de inteligente» o «el silencio es el adorno más hermoso en las mujeres» (éste lo reserva para cuando comemos).
—Si solamente se abre la boca para decir sandeces al estilo de las de la abuela Ignacia o las de tu abuela Celina —acotó Laura—, entonces sí, el silencio es el adorno más bonito.
Pura levantó las cejas muy sorprendida, era la primera vez que su tía Laura se refería en términos tan directos a la necedad de la bisabuela Ignacia o de la abuela Celina.
—Yo podría ampliar tu colección de aforismos —continuó Laura—. Escucha éste que me repetían muy a menudo cuando tenía tu edad. «El hombre valora a la mujer fácil tanto como a una flor marchita.»
—¡También lo dice la abuela Celina! ¡Y sólo a mí! Que nunca escucho que se lo diga a Genara o a Dora —otra prima de Pura, hija de su tía María del Pilar Montes.
—Tanto tu bisabuela Ignacia como tu abuela Celina —dijo Laura— han adherido siempre al precepto de que los hombres son todopoderosos y las mujeres no deben pecar de inteligentes.
—¿Y no es así?
—¡Por supuesto que no! —exclamó Laura—. Tienes que saber que hombres y mujeres son iguales, unos tan inteligentes como los otros. Ambos merecen el mismo trato y las mismas oportunidades.
Sobrevino una pausa. Pura comía con la avidez de un niño, y a Laura la satisfacían su frescura e inocencia. El camarero trajo el segundo plato, y Pura se relamió con una expresión simpática que hizo reír a Laura, incluso al rígido camarero de guantes blancos. Entre bocado y bocado, Pura levantó la vista y preguntó:
—¿Amaste mucho a tío Julián?
Lo descarnado de la pregunta dejó a Laura sin réplica, pero la máxima de jamás mentir a sus sobrinos prevaleció, y respondió con aplomo:
—No, no lo amé. Lo quise, sí, pero como a un hermano, como al amigo que era.
—¿Cómo sabes que no lo amaste? Quizás lo amaste y no te diste cuenta. ¿Cómo será amar? —preguntó Pura en evidente retórica.
—Amar es una experiencia tan prodigiosa que puedes sentirla en todo el cuerpo como una vitalidad que te lleva a reír sin motivo, a correr y a cantar, a levantar los brazos al cielo y a respirar profundamente, a apreciar las cosas más pequeñas e insignificantes que antes habrías desestimado, y a desear que todo el mundo experimente lo mismo que tú. El amor opera tantas maravillas en las personas que las hace pensar que el mundo es un lugar magnífico y que toda la gente, incluida tu abuela Celina, es buena y generosa. El amor, Purita, es un anticipo de lo que experimentaremos en el Paraíso. El día que sientas así, entonces sabrás que estás enamorada.
Pura se quedó mirándola.
—Sí, estuve enamorada una vez —admitió Laura.
—¿De tu prometido, Alfredo Lahitte?
—No, no de Alfredo. De otro hombre, alguien a quien no conoces, alguien muy alejado a todo cuanto conoces.
—¿Dónde está? ¿Qué fue de él? ¿Por qué no se casaron?
—No sé dónde está. Quizás haya muerto años atrás, no lo sé. La vida nos separó una tarde de verano y nunca volví a saber de él.
Abrumada por la confesión, Pura no acertaba a preguntar. Por el momento, sólo veía con claridad la tristeza que inspiraban los ojos de su tía. Pensó: «Todavía lo quiere» y, aunque sumamente interesada, se abstuvo de indagar más allá.
El doctor Rufino de Elizalde, ministro de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Mitre, se acercó a la mesa y Laura lo invitó con una taza de café y la famosa
pátisserie
del Soubisa. A poco, se presentó Domingo Sarmiento, llamativo en el contraste de su piel morena con el traje claro de brin. Se quitó el sombrero de Panamá e hizo un floreo para saludar a Laura. También aceptó acomodarse en la mesa de «la mujer más hermosa y cautivante de Buenos Aires», según pronunció en su estilo histriónico y vociferado, esto más como consecuencia de una incipiente sordera que de un aspecto de su personalidad.
Si bien en el 68 de Elizalde y Sarmiento habían sido adversarios políticos —ambos batallando por la presidencia de la República—, ninguno parecía recordarlo. Los modos encantadores de Rufino de Elizalde y la algarabía y excentricismo de Sarmiento convirtieron la parte final de almuerzo en una experiencia fascinante para Pura y gratificante para Laura.
—Parece que el “Barbilindo” —así llamaba Sarmiento a Roca desde sus días de capitán— consiguió lo que se propuso: armar sus legiones y embarcarse en una campaña hacia el sur sin precedentes Algo que parecía una quimera, ¡casi una bravuconada dos años atrás!, este tucumano, que parece no valer dos reales, lo logró en pocos meses.
—Tenemos que esperar a los resultados —contemporizó de Elizalde, con su habitual moderación—. Como usted apunta, doctor, este plan no tiene precedentes, aunque sí sabemos que está plagado de peligros y riesgos.
—¿Duda del éxito de la campaña, doctor? Como que me llamo Domingo Faustino Sarmiento que ese barbilindo de Roca va a anexar el demorto a la República y a terminar con la plaga que son los salvajes. Se dice que dejará Buenos Aires en pocos días, y no se me ocurre poner en tela de juicio que, según lo planeado, llegará al río Negro el 25 de mayo.
—Un plan muy ambicioso —reconoció de Elizalde.
—Tanto como el que lo diseñó —añadió Sarmiento.
Laura no lograba determinar si el discurso de Sarmiento escondía una profunda admiración o una profunda envidia, pero, conociéndolo, supo con corteza que, fuera cual fuera el sentimiento que el sanjuanino albergara por Roca, no sería ni tibio ni moderado. Ella, por su parte, azotada por emociones antagónicas, eligió callar.
—Fue despiadado el artículo que publicó ayer
La Aurora
—mencionó Sarmiento, y midió la reacción de Laura por el rabillo del ojo—. Le pega bien duro al gobierno. Es bravo el tal Mario Javier. A pesar de que su manejo de la pluma no es de lo mejor, parece tener un conocimiento acabado del asunto de los indios. Se dice que es de Rio Cuarto, que por eso está tan familiarizado con la cuestión. Incluso me comentaron (no sé si es cierto) que Mario Javier fue una vez cautivo del cacique ranquel Mariano Rosas. Esto convertiría su postura en un dislate. ¡Debería odiarlos!
Laura persistía en su silencio, como si Sarmiento discurriera en una lengua ininteligible. Aunque bien sabía a qué se refería. El artículo de
La Aurora,
titulado «Los bárbaros de Tierra Afuera», en realidad, era una pieza del padre Agustín Escalante, que, habiendo elegido no inmiscuirse en cuestiones políticas, le pidió a Mario Javier que lo revisara, corrigiera y publicara bajo su rúbrica. El artículo denunciaba la contradicción de un gobierno que, confesándose católico, emprendería una matanza en contra de gentes que apenas contaban con lanzas y boleadoras para defenderse. Insistía en que ésos a quienes los blancos se empeñaban en llamar salvajes eran redimibles y que, con educación y evangelización, podían incorporarse a la cultura del país para convertirse en una fuerza de trabajo que lo ayudase en su desarrollo.
—El artículo es impactante —admitió Sarmiento—, pero sólo basta leerlo dos veces para encontrarle las fisuras. En primer lugar, basa su tesis en una hipótesis errónea: la posibilidad de redimir a esas bestias. ¿Es que acaso todos estos años en que hemos padecido sus malones y picardías no nos han servido para convencernos de que son irrecuperables?
—Desde mi punto de vista, su hipótesis es también errónea, doctor —expresó Laura con desenfado, y Sarmiento levantó las cejas y abrió grandes los ojos—. El error radica en considerar que la nuestra es la única verdad. Esa es una vanidad imperdonable, una miopía cultural que habla mal de los argentinos como sociedad. ¿Por qué considerarlos redimibles o irredimibles? Los indios del sur son lo que son. Tratar de cambiarlos ha sido lo que nos ha enemistado todos estos años. Ellos, a pesar de sus desventajas y atrasos, se encuentran conscientes y orgullosos de su cultura, de su pueblo, de sus tradiciones, y no quieren perderlos, al igual que
usted
no querría perderlos si una cultura extranjera intentase imponerse en el Río de la Plata. ¿Acaso no echamos a baldazos de agua caliente a los ingleses en el año seis? Y de seguro usted coincidirá conmigo en que la inglesa es una sociedad y una cultura muy superior a la nuestra. Pues bien, seamos coherentes y justos en el análisis, y no achaquemos a los indios del sur algo que, en realidad, nosotros mismos hemos hecho en el pasado defender nuestra cultura y libertad. Si los hubiésemos respetado desde un principio y hubiésemos tratado de integrarlos a nuestra idea de país, aceptando sus diferencias, sus cultos y ritos, no habría corrido una gota de sangre, téngalo por seguro. Pero la triste realidad, señores —y usó una inflexión marcada por el desaliento—, es que los argentinos ni siquiera tenemos una idea clara de país.
Laura consiguió lo que pocos, dejar callado a Sarmiento. De Elizalde dijo que jamás había contemplado el problema del indio desde esa óptica, sin dudas en extremo interesante. De repente, Sarmiento pareció notar a Pura, que apenas si había levantado la vista del mantel, sobrecogida por la presencia de esos caballeros tan notables, asustada por el vozarrón de Sarmiento.