Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—Hacía años que no visitaba el país —prosiguió de Elizalde—. Doña Agustina está encantada de tenerla otra vez en casa.
—Yo no lo estaría tanto —interpuso Celina Montes—. Después de todo, se dice que abandonó al pobre de García y a sus hijos para seguir ese desvarío que se le ha metido en la cabeza: ser escritora.
Eugenia Victoria lanzó un vistazo avergonzado a Laura, que le devolvió una sonrisa, sin demorarse en la sutileza de tía Celina. Se juró que contaría con la pluma de Eduarda Mansilla en
La Aurora
a como diera lugar, la tentaría con una buena paga; incluso le ofrecería un contrato para editar nuevamente sus obras. Eduarda no se negaría, luego de la publicación del libro de Julián, que había sido un éxito de ventas, la Editora del Plata se había granjeado un buen nombre que Eduarda sabría apreciar.
—Escribir no es el único talento de Eduarda, según tengo entendido —comentó doña Luisa del Solar—. Se dice que canta y toca el piano a la perfección.
—¿Quiénes conforman el grupo que acompañan a tu hijastro y a su esposa, Carolina? —se interesó Ignacia.
—Vendrán los hermanos de Saulina: la duquesa de Parma y Ventura Monterosa. Los acompaña también un gran amigo de Armand, que es argentino. Su nombre es Lorenzo Rosas y viene con su pupilo.
A la mención de aquel nombre, Laura detuvo su conversación con doña Luisa. Ella conocía a un Lorenzo Rosas; en realidad, conocía a un Nahueltruz Guor que también se llamaba Lorenzo Rosas. Imposible que se tratara de la misma persona. Después de todo, Lorenzo era un nombre tan cristiano y honorable como cualquiera, y Rosas, un apellido corriente. No satisfecha con su razonamiento, preguntó:
—¿De dónde es oriundo el señor Rosas?
—Si mal no recuerdo, de Córdoba.
—¿De la misma ciudad?
—Creo que no.
—¿A qué se dedica?
—Lo siento, querida, no lo sé —se disculpó Carolina Beaumont—. Sólo sé que Armand le administra la fortuna.
—¿Hace tiempo que son amigos? —insistió Laura, a pesar de las miradas extrañadas de las que era objeto.
—Desde hace algunos años Armand lo aprecia mucho. Su pupilo, el joven Blasco, que, como ya dije, también formará parte de la comitiva, es un ejemplo de buena educación y cultura.
Al nombre de Blasco, Laura ya no dudó acerca de la identidad del amigo de Armand Beaumont. Permaneció callada. De pronto, la lámpara de cristal de Murano la envolvió en un resplandor que la encandilaba. No se dio cuenta porque había perdido el sentido del tacto, pero sus manos, que entrelazaba como si rezara, se encontraban húmedas y frías. Aturdida por la magnitud de la revelación, su mente repetía: «Vive, Nahuel vive».
Ojos negros, trenza de oro
El encuentro con Nahueltruz Guor era inminente. Esa noche, Laura viviría quizás el momento más conmovedor y fuerte de su vida al asistir a una cena en casa de tía Carolita para dar la bienvenida a su hijastro, Armand Beaumont, a su mujer, la veneciana Saulina Monterosa, y al grupo de amigos que los acompañaban, del cual Lorenzo Rosas formaba parte. Un sentimiento de anticipación la mantenía en vilo desde que conoció la suerte de Nahueltruz. Al igual que ella, María Pancha opinaba que creer que se trataba de otro Lorenzo Rosas y de otro Blasco era una tontería.
—Agradece al menos saber que vas a encontrártelo esta noche —manifestó la criada, con el aplomo habitual, mientras recogían violetas del jardín de doña Ignacia.
El ánimo de Laura se debatía entre la angustia por el reencuentro con Guor y la alegría de volver a ver a su hermano, que le había enviado un telegrama donde le anunciaba que llegaría a Buenos Aires en dos días, por el ferrocarril Central Andino. En cierto modo, la presencia de Agustín se convertiría en el remanso que necesitaba para sobrellevar el enfrentamiento con Nahueltruz.
Esa noche, Laura y su familia llegaron tarde a lo de tía Carolita, y sus sobrinas, las mayores, salieron a recibirla: Pura Lynch, Genara Montes, hija de Juan Marcos, y Eulalia y Dora, hijas de María del Pilar Montes, casada con Demetrio Sastre. Al unísono aclamaban lo majestuoso del vestido de tía Laurita, le admiraban las joyas y le aseguraban que María Pancha nunca la había peinado tan bien, más allá de que llevaba el tocado de siempre, una trenza sobre la coronilla como si de una diadema se tratase, y la otra, gruesa y larga, sobre la espalda hasta la cintura. Laura las escuchaba y sonreía, mientras les colocaba en los escotes los ramitos de violetas que esa tarde, con ayuda de María Pancha, había confeccionado para ellas. En un esfuerzo de voluntad, Laura mantenía una sonrisa en los labios, la voz segura y las manos firmes.
—Cuando los caballeros se inclinen para saludarlas —decía—, el aroma de las violetas los cautivará.
—¿Quién es ese hombre tan alto? —se interesó Ignacia, ojeando la sala.
—¿Cuál, abuela? —preguntó Pura.
—¡Pues, cuál, niña! El que parece un ropero.
Laura terminó de prender el ramillete en el escote de Dora y dirigió la vista a la sala. Dora, que le sostenía la mano enguantada, enseguida notó su sobresalto.
—¿Qué pasa, tía?
Para Laura, la sala de tía Carolita, llena de gente, voces y ruidos, se había silenciado. Sólo escuchaba las palpitaciones de su corazón y veía a Nahueltruz Guor. Porque si bien llevaba el pelo corto, prolijamente peinado hacia atrás, y vestía un yaque oscuro, Laura lo habría reconocido entre miles. La gente se movía y hablaba, y el entusiasmo y la alegría se propagaban en el ambiente, pero ella se mantenía ajena a cuanto ocurría, concentrada en el hombre alto y macizo que departía en la sala, cuyo rostro destacaba pues no llevaba bigotes ni barba, consecuencia de su condición de imberbe que le delataba la sangre ranquel, y no a un desprecio por la moda.
En algún momento, los sonidos se volvieron más audibles y los colores de los vestidos atrajeron su atención. Poco a poco comenzó a tomar conciencia de las personas que la circundaban y de los diálogos que se entablaban. Las imágenes, sin embargo, se sucedían lentamente, como si ocurrieran bajo el agua, más parecidas a las escenas confusas de un sueño que a la realidad. Nada la habría preparado para aquel instante, ni siquiera saber que se toparía con él después de más de seis años.
Nahueltruz rió y echó la cabeza levemente hacia atrás, y Laura sufrió un estremecimiento al recordar esa manera de reír tan típica de él.
—Acompáñame al tocador, Dorita.
—Por supuesto, tía.
En el tocador, Laura puso las muñecas bajo el grifo, mientras Dora buscaba sales en el botiquín. Unos minutos de calma le devolvieron la estabilidad. Le quedó una migraña feroz y, cuando estiró la mano para aferrar su bolsa, notó que le temblaba. Sentía frío, a pesar de que gotas de sudor se deslizaban por su vientre. Se echó perfume generosamente y se pellizcó los carrillos para devolverles el color.
—Dorita, ve a la biblioteca y tráeme una copita de oporto sin que te vean.
Se preguntó cómo reaccionaría Guor al tenerla enfrente, ¿se impresionaría tanto como ella, se alteraría, tartamudearía? «Vive, —pensó—. Siempre supe que había sobrevivido a la bala del teniente Carpió. Mi corazón me decía que en algún sitio Nahuel aún existía». Se le hizo un nudo en la garganta y no consiguió reprimir las lágrimas. Lloraba porque intuía que el abismo que se había abierto entre ellos a lo largo de esos años era demasiado profundo para franquearlo. Se secó las mejillas y trató de calmarse, Dorita acababa de regresar.
—Aquí está el oporto. Tía Carolita pregunta por ti. El señor Beaumont y su esposa quieren conocerte. ¿Te sientes mejor? ¿Podemos regresar?
—Me siento mejor. Volvamos —dijo, después de vaciar la copa. De camino a la sala, volvió a plantearse lo insólito e inexplicable de la amistad entre Guor y Armand Beaumont, y la ironía que significaba su presencia en casa de tía Carolita. Vestido con la elegancia de un conde francés, conversaba con soltura de catedrático y reía con despreocupación de cortesano. Se arrepintió, no entraría en la sala, no lo enfrentaría.
—Aquí estás, querida —exclamó tía Carolita, y salió a recibirla. Laura titubeó en el dintel.
—Gracias por traerla, Dorita. Pues bien, Armand —prosiguió la señora y, tomando a Laura por el antebrazo, la presentó a los invitados—, aquí está, ésta es mi sobrina, Laura Escalante, viuda de Riglos, de quien tanto te he hablado y a quien tanto deseas conocer.
Los caballeros se pusieron de pie, y Laura tuvo la impresión de que eran muy numerosos. Recorrió las caras y no encontró la de Nahueltruz.
—
Voilá!
—exclamó Armand Beaumont, y le besó la punta de los dedos.
Nadie reparó en que le temblaban los labios al dirigir una sonrisa, pero ella presintió que se desmoronaba. Su conocimiento del mundo, su manejo de la gente, su aplomo y desparpajo se habían esfumado en un tris. En ese instante, no era más que una chiquilla muerta de miedo, su perplejidad, la de una joven recién iniciada en sociedad.
—Oh, maman!
—continuó Beaumont, dirigiéndose a Carolina—. Nunca mencionó la exquisita y extraordinaria belleza de la señora Riglos. Aunque, conociendo a la señora Magdalena, no debería de extrañarme. Saulina,
chérie!
Observa este rostro, ¿no es magnífico? Tu padre daría cualquier cosa por retratarlo. ¿Qué crees que pintaría? ¿Una Diana, la Proserpina? Quizás a Venus. Mi suegro es un reputado retratista —explicó Beaumont.
—Yo me inclino por algo místico,
caro
—opinó Saulina—. ¿Santa Cecilia? No, no. Sin duda, la Anunciación —resolvió—. Su piel tiene la palidez de una
madonna
del Greco.
—¿A quién encarnaría? —intervino un hombre joven, y entrelazó su brazo con el de Saulina—. ¿Al ángel Gabriel o a la
Vergine
María?—Su marcado acento italiano y el parecido con Saulina Monterosa denunciaron el parentesco.
—Querida —intervino tía Carolita, y le presentó al resto del grupo—. Saulina Monterosa, la esposa de Armand, y éste es su hermano, Ventura. ¿Puedes creer que dos años atrás no hablaba una palabra de castellano?
Ventura le tomó la mano y la miró fijamente, casi con impertinencia, antes de inclinarse para besarla. Laura admitió que pocas veces había conocido a un hombre tan hermoso, aunque demasiado consciente de su encanto.
—Marietta, viens, chérie
—llamó Carolina Beaumont.
Marietta, la menor de los Monterosa, sorprendió a Laura como una mujer exótica y cautivante. Dejó el sillón y caminó con la sutileza de un gato siamés. Los tacos de sus botines no resonaban en el piso de madera y su falda de tafetán parecía flotar. La duquesa extendió la mano y sonrió con afabilidad. Laura respondió mecánicamente, y escuchó que tía Carolita le explicaba que Marietta no hablaba castellano, que era viuda y que su esposo, el duque de Parma, había fallecido tres años atrás.
—Eso quiere decir, señora Riglos —expresó Ventura en francés—, que mi querida hermana menor es una duquesa. Mi cuñado, un buen hombre —añadió—, no sólo le dejó un título nobiliario que honra a la familia sino una enorme fortuna, que nos hace aun más felices.
—Sei un cretino!
—pronunció la duquesa de Parma en un susurro fingiendo enojo, golpeó a su hermano en el brazo con el abanico.
—Ventura, compórtati!
—reprochó Saulina.
—Falta el señor Rosas —habló tía Carolita—. ¿Señor Rosas? ¿Dónde está el señor Rosas?
Laura simuló interesarse en un comentario de Saulina, mientras se escabullía hacia el interior de la sala, pero la tenacidad de Carolina Beaumont, decidida a presentarle al resto de la partida, dio por tierra con sus intenciones. Laura levantó la cabeza y su mirada dio de lleno en un par de ojos grises que una vez, en el patio de los Javier, la habían amedrentado y obligado a buscar refugio en el huerto, ahora también la amedrentaban, pero no tenía adonde escapar. Nahueltruz se encontraba tan cerca que su fragancia de vetiver le inundó las fosas nasales.
—Laura, éste es el señor Lorenzo Rosas, gran amigo de Armand. Señor Rosas, le presento a mi sobrina, la señora Riglos.
Laura tuvo la impresión de que su estómago y sus pulmones se congelaban lentamente Nahueltruz la contempló con fijeza, sus ojos no pestañearon ni una vez. No había piedad ni misericordia en esa mirada de ojos grises que le hicieron bajar la vista. «No me desvaneceré, no me echaré a llorar, no saldré corriendo». En un hilo de voz, dijo:
—Señor Rosas —y le extendió la mano.
A diferencia de Armand y de Ventura, Nahueltruz no se la besó sino que la apretó con firmeza y le aseguró que era un placer conocerla.
Para Laura resultaba inverosímil que Nahueltruz y ella hubieran vuelto a tocarse, aunque efímera e impersonalmente. Que compartieran la misma habitación, que respiraran el mismo aire, que vieran las mismas cosas, que departieran con la misma gente también resultaba difícil de creer. ¿Qué pensamientos cruzarían su cabeza en ese instante? ¿Sentiría el mismo desasosiego que ella? ¿Recordaría las noches en que se habían amado? ¿Y a su cuerpo desnudo? Ella nunca había olvidado el de él. En la intimidad compartida, Nahueltruz había sido muy generoso. Laura no se resignaba ahora a un trato de extraños.
—¿Donde está su pupilo, señor Rosas? —quiso saber Carolina Beaumont—. ¡Blasco, ven, querido!
Al nombre de Blasco, Laura se movió con rapidez. Ahí estaba su pequeño Blasco, que de pequeño ya nada tenia. No tan alto como Nahueltruz, presentaba, sin embargo, una apostura elegante y pulida. Las facciones oscuras de su rostro, ahora sin tierra ni restos de comida, también limpio de bigote y barba, poco habían cambiado, su expresión, no obstante, era la de otra persona. Seis años atrás, cuando todavía era un niño, Blasco había sido abierto y cálido. En ese momento, sus ojos no reflejaban su alma, el brillo pícaro que los había caracterizado no existía, y una gravedad demasiado marcada para su edad le confería un aspecto taciturno y melancólico, incluso indiferente.
—Este es Blasco Tejada, Laura, el pupilo del señor Rosas.
—Encantado —dijo el muchacho y, al igual que Guor, le apretó la mano.
Laura se limitó a inclinar levemente la cabeza, dolida por la frialdad de su trato.
Las presentaciones terminadas, el grupo regresó a la sala, y Laura eligió la soledad del vestíbulo. «¡Ya pasó'! ¡Ya pasó!», exclamó para sus adentros «Lo peor ha pasado». Emmanuel Unzué, hijo de su prima Iluminada Montes, se detuvo a su lado y le habló. Laura le sonrió como autómata y aceptó el ofrecimiento de su sobrino de escoltarla al comedor.