Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
La mesa de caoba para treinta y seis personas estaba llena. Un ejército de domésticas pululaba en torno sirviendo platos, escanciando vino, atentas a los pedidos de la anfitriona. La mayoría de los invitados ya había ocupado sus sitios. El murmullo permanente sumado a la iluminación y al arreglo del comedor conferían a la reunión una frescura y vivacidad que exaltaban las emociones negras de Laura. Emmanuel retiró una silla y ella se ubicó.
—Gracias, querido. Siéntate a mi lado, por favor.
Nahueltruz, de los pocos que faltaban, se sentó, a una indicación de Carolina Beaumont, frente a Laura, flanqueado por Esmeralda Balbastro y la duquesa Marietta, a quien Nahueltruz se dirigía exclusivamente en italiano. «Pensar, —se dijo Laura—, que una vez supe todo acerca de este hombre». Ahora le resultaba tan extraño y ajeno como Ventura Monterosa o Armand Beaumont. Lo escuchó hablar en francés, a Blasco también lo escuchó hablar en francés, y se dio cuenta de que el abismo era aún más profundo de lo imaginado. En un momento sus miradas se encontraron fugazmente. «¿Qué ha sido de tu vida todos estos años, amor mío? La mía ha sido un calvario sin ti».
Nahueltruz inclinó la cabeza hacia la izquierda para escuchar a Esmeralda, y Laura se percató de la afectación en los modos que la viuda de su primo Romualdo empleaba para dirigirse a él. Asimismo la duquesa Marietta reclamaba la atención del señor Rosas, y entre ambas se lo disputaron toda la cena. Laura las estudió con detenimiento y terminó por sentirse fea y basta. Ella no hablaba italiano, su francés le daba vergüenza y jamás había viajado a Europa. Todos los aires que solía darse con los porteños se convirtieron en inseguridad y falta de confianza.
Los Mansilla —la señora Agustina y sus dos hijos, Lucio Victorio y Eduarda— llegaron tarde, mientras se servía el segundo plato. Los caballeros se pusieron de pie y saludaron a los recién llegados. Lucio Victorio, con su capa de terciopelo rojo y sus manos atiborradas de anillos, se ganó la atención de las damas con el desparpajo y la coquetería que lo caracterizaban. Eduarda, una mujer de cuarenta y cinco años, que había heredado la belleza de su madre y el porte de su tío don Juan Manuel de Rosas, se encaminó con aire ansioso hasta Nahueltruz y lo abrazó. El resto miró con sorpresa el despliegue. Armand, Saulina y Ventura reían.
—Mon chére!
—pronunció Eduarda—. No podía creer cuando mi madre me dijo que habías llegado junto a Armand.
Armand, quelle joie!
¡Saulina, Ventura!
Ma siete tutti! Duchessa Marietta
—dijo, e hizo una reverencia.
Aunque Eduarda Mansilla hablaba y departía con todos, era ostensible su preferencia por Lorenzo Rosas. Seguía aferrada a su brazo y lo contemplaba con embeleso. Laura, que había contado los días para conocerla, en ese momento experimentó una fuerte hostilidad hacia ella, no se trataba de la reacción de una hembra celando a su macho, pues resultaba evidente que Eduarda y Guor eran amigos, sino la envidia que le causaba la familiaridad con que lo trataba, la certeza con que mencionaba sus asuntos, sus gustos, sus anécdotas. Eduarda, al igual que Armand y los Monterosa, conformaban una parte del mundo de Nahueltruz al que ella jamás accedería. «Pensar que Eduarda y Nahuel están relacionados por sangre», meditó.
Se reanudó la comida con los Mansilla a la mesa y, mientras Agustina se disculpaba con la anfitriona por la impuntualidad, Eduarda entretenía a los demás con sus andanzas en Italia el año anterior donde había conocido al compositor Gioacchino Rossim. Repentinamente, detuvo su narración y se dirigió a Guor para preguntarle:
—¿Donde esta Geneviéve, Lorenzo? ¿La has dejado sola en París?
Laura sintió el dolor como una puntada fría y filosa en el vientre: «¿Qué habías creido, —se dijo—, que permanecería célibe todos estos años?»
—Geneviéve no podría vivir en otra ciudad que no fuera París —comentó Saulina—, y tú lo sabes, Eduarda, ni siquiera por una semana. Es la más parisina de las parisinas.
—Geneviéve —dijo Guor, y pronunció el nombre con dulzura, en un francés exquisito: «Yanviev» había dicho, confiriendo la idea de un ser delicado, etéreo, hermoso.
Laura se convenció de que Guor la amaba. Los celos la turbaron de tal modo que no terminó de escuchar. Vació su copa de vino tinto y la apoyó con torpeza sobre la mesa. Un zumbido fastidioso en los oídos le agudizaba la jaqueca. Había bebido demasiado y comido muy poco, empezaba a sentir que daba vueltas y que sus piernas y brazos se volvían pesados y torpes. Se dijo: «No podré ponerme de pie», y se cubrió la boca con la servilleta para ocultar la risa que le causó su propia imagen desparramada sobre la alfombra de tía Carolita.
—¿Quién es Geneviéve? —se interesó Esmeralda Balbastro.
—Geneviéve Ney, una gran amiga —se apresuró a responder Guor, aunque, por las sonrisas y miradas que intercambiaron Armand y Saulina, no quedó duda de que, entre la tal Geneviéve Ney y Lorenzo Rosas, existía un lazo que iba más allá de la gran amistad aludida.
—Geneviéve —suspiró Saulina—, la favorita de la sociedad parisina, consentida y malcriada, de carácter afable, de buen corazón, impulsiva pero afectuosa, excesivamente generosa. Su belleza es la luz que nos atrae; luego nos encanta con sus sonrisas para siempre. Geneviéve —añadió— es una extraordinaria bailarina clásica, la primera del Palais Garmer y la dilecta del público francés. Su último desempeño en el
Lago de los cisnes
fue calificado por el propio Tchaikovsky como el más acabado y perfecto de esta obra desde su estreno en el 76.
—Geneviéve es descendiente del famoso mariscal Michel Ney.
—¡Oh, Armand! —se quejó Ventura—. Nadie sabe ni quiere saber sobre la patética historia de tu país Eduarda, lo que nos contabas acerca del maestro Rossini nos parecía mucho más interesante.
Eduarda retomó el hilo de su exposición. Una anécdota trajo a colación otra, y así terminó por mencionar su conexión con una de las familias más encumbradas de la ciudad de Florencia, los Colonna.
—En la
villa
Colonna (una magnífica construcción del siglo XIV en las afueras de Firenze) —explicó en su estilo atolondrado, plagado de ítalianismos y galicismos—, nos convertimos en invitados obligados el día que la duquesa Margherita supo de la preferencia de Lorenzo por Petrarca. Nunca volvió a dejarlo en paz.
A la mención del poeta toscano que alguna vez había sido tema de conversación entre ellos, Laura levantó el rostro y miró a Nahueltruz, pero él conversaba íntimamente con Esmeralda y no se percató de su ansiedad.
—Todas las semanas —continuó Eduarda—, la duquesa organizaba una tertulia en la
villa
donde Lorenzo nos deleitaba con su extraordinaria declamación de los versos del
Canzoniere.
Nadie los recita con la fuerza y maestría de Lorenzo.
—Exageras, Eduarda —se quejó Guor.
—No seas modesto, Lorenzo —objetó Saulina—. La falsa modestia es tozudez y no verdadera humildad. Son pocos los que conocen a Petrarca como tú. Ciertamente, es un placer escucharte recitar sus versos. Además, debes de ser
muy
bueno, en caso contrario la duquesa Margherita jamás habría financiado la publicación de tu libro acerca del maestro, que por cierto, ha sido un éxito en Italia.
—¿Un libro acerca de Petrarca? —se sorprendió Francisco Montes—. Verdaderamente, señor Rosas, usted debe de ser un hombre muy avezado. Dígame, siempre me interesó saber si Dante y Petrarca se habían conocido.
—A pesar de que Petrarca tenía diecisiete años cuando Dante murió en Ravenna, jamás se conocieron. Francesco, sin embargo, lo admiraba profundamente, es más, hacía un culto de la memoria y de la obra de Dante. Con quien sí mantuvo una estrecha amistad hasta su muerte en 1374 fue con Giovanni Boccaccio.
—Nunca resultó de mi agrado ese inmoral de Boccaccio —interpuso Celina Montes—. Se dice que
El Decamerón
es una obra sacrílega.
—Debería leerla, señora Montes —objetó Guor, sin esconder una nota de sarcasmo—. A mi juicio es una obra genial. Volviendo a Petrarca, debo decir que, por su interés en el individuo, en la descripción de sus sentimientos y pensamientos, Petrarca es considerado el primer poeta del modernismo.
Nahueltruz Guor disertó acerca del poeta florentino por un largo rato e incluso los hombres apartados en la cabecera detuvieron su polémica sobre la expedición al desierto para escucharlo. Laura más que escucharlo lo admiraba: «¡Qué impasible y tranquilo está cuando yo soy un manojo de nervios!». La asaltó una mezcla de fascinación y resentimiento al razonar que personas que seis años atrás lo habrían tratado con desprecio, en ese momento lo contemplaban con embeleso y deferencia. Su voz profunda la envolvía, pero ella no prestaba atención al sentido de sus palabras; se dedicaba a mirarle los labios, el movimiento de las manos, cómo le brillaba el pelo, lo ancho de sus hombros, cómo se reclinaba Esmeralda sobre él y la manera en que le rozaba el brazo.
—Y ya todos saben que el gran amor de Petrarca fue Laura de Noves —pronunció Guor, y Laura volvió en sí como si la hubiesen sacudido de un sueño—. Así como Dante tuvo a Beatrice Portman, que inspiró sus versos más acabados, lo mismo sucedió con Francesco, que escribió 365 sonetos dedicados a Laura, su único y verdadero amor. A causa de la fama que alcanzaron estos sonetos de Petrarca, Laura de Noves terminó por convertirse en el paradigma de la virtud y la belleza de su época.
Occhi neri, treccia d´oro, tiepida neve il volto.
—¿Qué significa, señor Rosas? —se interesó Esmeralda Balbastro.
—Ojos negros, trenza de oro, nieve tibia el rostro —tradujo Eduarda Mansilla.
—Como tía Laurita —señaló Pura Lynch, en una gran osadía, pues no tenía permitido hablar en la mesa—. Miren, ella es así. Ojos negros, cabello rubio, piel muy blanca.
Lo apuntó lentamente para que los presentes cayeran en la cuenta.
—Su trenza —añadió—, parece hecha con hilos de oro.
Laura deseó que la tierra se abriera bajo sus pies. El calor que la envolvió por completo se manifestó en el intenso rubor de sus mejillas.
—Ciertamente —respondió Guor con severidad—, igual que la Señora Riglos.
—Hacía tiempo que no veía a una dama ruborizarse —acotó Ventura, y Laura lo miró con desconsuelo—. Ese rubor acentúa su aspecto angelical, señora Riglos. Insisto, mi padre la haría posar para un cuadro del arcángel Gabriel.
—Mi esposo —habló Magdalena—, también un gran admirador y conocedor de Francesco Petrarca, llamó a nuestra hija Laura en honor de Laura de Noves.
—Si vivieras en la época de Petrarca, tía —insistió Purita—, serías la más hermosa de la ciudad.
—Me atrevo a decir que ya es la más hermosa de la ciudad —expreso Ventura.
Aunque Laura se planteó la posibilidad de dejar la mesa, la desechó casi de inmediato; mareada como estaba, terminaría por dar un espectáculo. Le volvieron las ganas de reír a carcajadas.
—¿Qué le pasa a tía Laura? —susurró Pura al oído de su primo Emmanuel—. No ha abierto la boca en toda la noche.
—Creo que no se siente bien.
—Las mujeres siempre han sido coquetas —comentó Armand—, en todas las épocas —remarcó—. Lorenzo nos ha dicho que en tiempos de Petrarca las mujeres vertían unas gotas en sus ojos para dilatarse las pupilas hasta alcanzar el tamaño del iris de modo tal que el color fuera el negro, de acuerdo a lo que dictaba la moda. ¡Iban prácticamente ciegas a fiestas y tertulias!
—Se trata de unas gotas que contienen un alcaloide llamado atropina —explicó Guor—. Este alcaloide se extrae de una planta a la que se dio por llamar
belladonna
justamente porque provoca ese efecto en los ojos de las mujeres convirtiéndolas en «bellas mujeres».
—Tú no tendrías que echar mano a nada de eso, tía —machacó Purita y Laura le dirigió una sonrisa desfalleciente.
—Pura... —amenazó Celina Montes, y acompañó su tono admonitorio con un ceño que la muchacha conocía de memoria—. La vanidad es el pecado que hizo caer al ángel Lucifer. Ya cierra la boca.
Carolina Beaumont anunció a los comensales que el café y las masas se servirían en la sala, y todos abandonaron sus lugares. Laura apretó el brazo de su sobrino Emmanuel y le susurró que la escoltase al dormitorio de tía Carolita.
—Por favor, querido —le pidió, una vez recostada en la otomana—, dile a mi madre que venga.
Emmanuel apartó a su tía Magdalena y le transmitió el mensaje. Magdalena caminó a paso rápido y entró sin llamar.
—Mamá —gimió Laura, al borde de las lágrimas—. Me siento tan mal.
Hacía años que Magdalena no percibía que su hija la necesitaba. Ni siquiera en ocasión de la muerte del general Escalante Laura la había mirado del modo que lo hacía en ese instante, con una mueca de desolación y susto Magdalena se arrodilló junto a la otomana y le besó la frente.
—Tienes un poco de fiebre.
—Me duele el estómago —se quejó Laura.
—Será por todo lo que bebiste y lo poco que comiste —interpuso su madre.
—Quiero ir a casa.
Magdalena le explicó a tía Carolita las circunstancias y le pidió que las disculpara con el resto de los invitados; para sus padres y hermanas dejó dicho que en media hora Eusebio volvería con el coche a buscarlos. Tía Carolita ayudó a Magdalena a colocar el abrigo sobre los hombros de Laura, besó a sus sobrinas y las acompañó hasta el vestíbulo. Regresó a la sala y anunció que Laura se encontraba indispuesta y que ella y su madre se habían retirado. Blasco y Guor intercambiaron miradas sombrías.
María Pancha doblaba el rebozo de la cama cuando Magdalena y Laura entraron en la habitación.
—¿Qué pasó? —se inquietó la criada
—Laura no se siente bien. Tiene el estómago revuelto. Está un poco entonada también —acotó Magdalena, e hizo un gesto significativo.
—¿Has bebido? —se sorprendió María Pancha.
—Me siento mal —protestó Laura.
Entre María Pancha y Magdalena la desvistieron y la ayudaron a meterse en la cama. Apenas apoyó la cabeza en la almohada, el mundo dejó de girar en torno a ella.
—Un café bien cargado será lo mejor —propuso Magdalena.
—No —replicó María Pancha—. Lo mejor para la ebriedad es el pepino crudo.
—No podré comer pepino crudo. Y no estoy ebria.
—Lo comerás —porfió la criada— o mañana tendrás una resaca de Padre y Señor mío.
María Pancha regresó con un tazón repleto de rodajas de pepino y se sentó en el borde de la cama. Magdalena levantó las almohadas y Laura se incorporó.