Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
Sobrevino una pausa en la cual Laura se debatió en confesar a Eduarda Mansilla su historia. Desistió finalmente. No se trataba de un acto de desconfianza sino de la necesidad de proteger a Nahueltruz.
—Mario Javier me dijo que a fines de junio estará lista la edición de
Lucía Miranda
y
El médico de San Luis
—comentó Laura, y Eduarda ensayó una mueca de fastidio—. ¿Qué sucede?
—¿Cuándo te avendrás a confesarme que la Editora del Plata es de tu propiedad?
Laura sonrió con picardía.
—Tú y yo somos iguales —aseguró Eduarda.
—¿Iguales, cuando no te llego a los talones?
—Iguales. Es nuestra naturaleza escandalizar, romper cánones y moldes, y por eso vamos a sufrir. Pero nada se puede contra la naturaleza, siempre encuentra su camino aunque uno mismo la combata.
—No sé si es propio de mi naturaleza escandalizar; probablemente lo sea en el sentido que no acepto que mi vida transcurra en la misma pasividad, sumisión y ociosidad que las de mi abuela, mis tías y mi madre. Las mujeres somos como adornos en una sala, puestas allí para embellecer, pero no servimos para nada.
Laura pareció meditar sus próximas palabras; cuando habló, lo hizo con menos ímpetu.
—A veces me pregunto cuál es el sentido de lo que nos rodea, el sentido del mundo mismo, me refiero. Para qué existimos, por qué algunos son sanos y otros enfermos, algunos ricos y muchos pobres, pocos felices y la mayoría desdichados. ¿Cuál es el misterio sobrenatural que da sentido a este mundo tan tangible y real, tan injusto y alejado de todo cuanto pregona nuestra religión? A pesar de estas preguntas (que sé, nunca responderé satisfactoriamente), no me desanimo; por el contrario, experimento una arrolladora necesidad de hacer obras que perduren, obras cuyos frutos sean apreciados y beneficien a generaciones futuras, y no me refiero a un mantel bordado que forme parte del
trousseau
de mi nieta.
—Algunos te tildarían de vanidosa y ambiciosa —acicateó Eduarda.
—Pueden tildarme como gusten. Yo sé que mis intenciones obedecen a un impulso genuino que nada tiene que ver con esos sentimientos viles.
—¿Estás logrando lo que te has propuesto?
—¿En un mundo donde la mujer es considerada inferior, inestable y veleidosa, apta para bordar y cocinar, pero nunca para pensar?
—¿Te asusta el desafío?
—No, claro que no, pero avanzo lentamente y debo enfrentar una corriente antagónica que me permitirá seguir avanzando en tanto no me convierta en un peligro inminente.
—Son las armas con las que se defiende una sociedad cómodamente ubicada en el sitio que ocupa. Mujeres como tú o como yo trasforman la disciplinada rutina. Es increíble, pero son las mujeres (a quienes pretendemos dignificar) quienes se convierten en nuestras más feroces detractoras. Deberías escuchar lo que dicen de mí.
—Y deberías escuchar lo que dicen de mí —bromeó Laura.
—Se dice —habló Eduarda, y una sonrisa maliciosa le embelleció el semblante descarnado— que tu defensa por el indio del sur no se debe a la mentada influencia de tu hermano, el padre Agustín Escalante, sino a un apasionado amor de juventud que profesabas por un ranquel.
—Y que aún profeso —admitió Laura—. Todo lo que digo y hago es por él. Desde que lo perdí he vivido embargada de pena. Cuando ayudo a mi hermano Agustín en su causa por los pampas, en realidad, lo hago por él.
—¿Qué te atrajo de un hombre tan ajeno a todo cuanto te resultaba familiar?
A Laura la sorprendió la soltura de Eduarda Mansilla, aun más su propia serenidad.
—La primera vez que lo vi —empezó Laura—, le tuve miedo. Su mirada era dura, implacable, como la de una persona resentida. Volví a verlo al día siguiente y me pareció hermoso en su estilo salvaje, tan distinto al de los hombres de mi entorno. Luego me pasmaron su mesura, su sensatez, incluso la manera civil en que se desenvolvía cuando yo había esperado lo contrario. Lo habían educado unos monjes benedictinos, y no sólo leía y escribía el castellano sino el latín.
—Sorprendente —admitió Eduarda.
—Me exaspero cuando personas como el doctor Zeballos dicen que los indios del sur son irredimibles.
—¿Crees que te habrías enamorado de él si no se hubiese tratado de un hombre instruido?
Laura se había formulado la misma pregunta muchas veces. La respuesta que despuntaba la hacía sentir culpable.
—Creo que no —admitió finalmente.
—Es lógico —coincidió Eduarda—. En las relaciones, amorosas o de otra índole, es imperativo compartir ciertos códigos, lugares de encuentro que faciliten la comunicación y el entendimiento. De lo contrario, relacionarse sería tan difícil como que un chino y un francés trataran de comprenderse sin conocer uno la lengua del otro.
—De todos modos —se justificó Laura—, habría compartido con gusto su vida en Tierra Adentro.
—¿Quería llevarte a las tolderías?
—No, él no quería. Decía que aquello no era para mí.
—Ciertamente era un hombre sensato —reconoció Eduarda, con aire meditabundo—. ¿Qué ha sido de él, Laura?
—Lo perdí hace más de seis años en un acto de cobardía que aún me pesa. No supe protegerlo del antagonismo que pugnaba por separarnos. Pero he recibido mi castigo, Eduarda. Mi condena es de por vida. Nunca seré feliz.
—Nunca es demasiado tiempo, y tú no sabes nada acerca del futuro.
Laura levantó la vista y se reconfortó en la sonrisa optimista de Eduarda Mansilla, que tenía razón: después de todo, ¿qué sabía ella del futuro?
A Nahueltruz Guor le gustaba que Esmeralda Balbastro estimara la relación que los unía del mismo modo que él. A diferencia de Geneviéve, Esmeralda no exigía compromisos más allá de la pasión que compartían en la cama. También lo asombraba su marcada intuición, que siempre acertaba con sus estados de ánimo.
—Estás pensando en ella —expresó Esmeralda, sin atisbo de enojo.
Guor evitó mirarla y se puso el redingote.
—De hecho —insistió Esmeralda, mientras le acomodaba el nudo del plastrón—, siempre estás pensando en tu Laura.
—No es mi Laura —refunfuñó Guor.
—Sí, señor, tu Laura, y tú, su Lorenzo.
Guor meditó que, en realidad, Laura lo llamaría Nahuel, pero no corrigió a Esmeralda. A ella no le había confesado su verdadero nombre.
—¿Estás preocupado por lo que se comentó la otra noche en lo de Guido y Spano?
Nahueltruz examinó la mirada compasiva de su amante y guardó silencio. Esmeralda le sostuvo el rostro entre las manos y lo besó en los labios.
—Dudo que esté enferma, Lorenzo. No hagas caso de las hablillas.
—Dijeron que padece consunción de los pulmones —se delató Nahueltruz, a quien, desde la muerte de su madre, lo afectaba sobremanera esa enfermedad.
—Nada de eso —desestimó Esmeralda—. Es cierto que, desde hace un tiempo, rehuye la vida en sociedad, pero estoy segura de que no se trata de un problema de salud. Ya viste que Eduardo Wilde, que es su médico, negó lo que se comentaba.
Nahueltruz dejó la casa de Esmeralda Balbastro y avanzó por las calles desoladas a la hora de la siesta. Se trataba de una jornada particularmente fría, gris y húmeda de finales de junio. Había despedido a su cochero y preferido una caminata vigorizante hasta lo de Lynch. Quizás el viento sur, que parecía cortarle la carne del rostro, lo despejaría de ese pensamiento recurrente que lo inquietaba más de lo que le gustaba admitir: Laura Escalante, o la señora Riglos, como la llamaban por esos días. Jamás olvidaría que ahora era la viuda de Riglos, que por años le había pertenecido a ese empingorotado abogado de ciudad a pesar de que en Río Cuarto le había jurado que nada la unía a él excepto gratitud y cariño fraterno. No olvidaría. Olvidar era un error.
Lo anonadaba la majestuosidad del palacete de los Lynch. Se detuvo frente al portón principal y levantó la vista hacia el techo de pizarras traídas de la Liguria. El portón mismo, de hierro forjado, con el escudo de los Lynch dorado a la hoja, resultaba imponente; tenía entendido que lo habían mandado pedir a Francia. Aquel despliegue de opulencia seguía afectándolo, a pesar de que él mismo era un hombre de fortuna. Pero no se trataba del dinero —si ése fuera el caso, José Camilo Lynch se encontraba en bancarrota—, sino de la tradición de esas familias, de la antigüedad de sus apellidos y de la vinculación con la historia del país, atributos de los que él no podía ufanarse. A pesar de que lo trataban con deferencia, incluso con afabilidad, los miembros de la sociedad porteña, de un modo u otro, le marcaban que, aunque refinado y adinerado, él no pertenecía a su exclusivo círculo de gentil-hombres.
Nahueltruz hizo sonar la aldaba y aguardó al mayordomo, mientras permitía con indolencia que su ánimo declinara y se pusiera a tono con el impasible día de invierno. Algo de malhumor se entremezcló con el abatimiento, y estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a su casa cuando Roque, el mayordomo de los Lynch, salió a recibirlo.
—El señor José Camilo —señaló Roque, mientras guiaba a Guor a la recepción— acaba de enviar un mensaje en el que ruega que lo aguarde. Se ha demorado en el bufete del doctor Quesada. Según indica en su nota, no lo hará esperar más de quince o veinte minutos. ¿Podrá usted aguardarlo, señor Rosas?
—Por supuesto, Roque.
—La señora Eugenia Victoria —prosiguió el mayordomo— acompañó al señor José Camilo a lo del doctor Quesada. A ella también la aguardan en la sala.
Abrió la puerta. Laura Escalante se puso de pie. Nahueltruz se detuvo abruptamente y la contempló con notoria confusión. A Laura le pareció que la figura de Guor de pronto ocupaba el recinto por completo. Se sintió pequeña y atrapada, y una opresión en el pecho le impidió pronunciar las palabras más básicas de urbanidad. Guor, por su parte, apenas inclinó la cabeza para saludarla y caminó hasta la mesa donde dejó su sombrero y su bastón; se quitó el redingote y se lo pasó a Roque. Se alejó en dirección de la ventana. Laura volvió a sentarse como si la voluntad de él tuviera poder sobre ella. Ninguno prestó atención al mayordomo, que aseguró que regresaría con el servicio de té.
Guor no parecía afectado por el silencio, incluso había abandonado el refugio de la ventana y tomado asiento. Hojeaba un periódico con aire despreocupado. Entretanto, Laura meditaba: «Aún conserva ese andar caviloso de quien va siempre reconcentrado. ¿Qué pensamientos ocuparán sus horas? ¿Quizás, alguna vez, por un efímero segundo, mi nombre se deslizará en su mente como el de él ocupa la mía día y noche?».
Minutos más tarde, al notar que Guor cerraba el periódico y lo dejaba a un costado, la curiosidad la llevó a levantar el rostro. Lo descubrió contemplándola fijamente. Lo hacía con la malicia resuelta y vengativa de quien nunca olvida ni perdona. Su mirada era claramente displicente; su fría cortesía, su gracia ceremoniosa, peor que nada. Así como había estado segura, contra toda creencia, de que su hermano no moriría de carbunco, ahora no tenía dudas de que Nahueltruz jamás la perdonaría.
Guor consultó su reloj y se puso de pie. Tomó el sombrero y el bastón y, tras la misma inclinación, marchó hacia la puerta. Se disponía a abandonar la sala cuando tres niños irrumpieron sin comedimiento e, indiferentes a su presencia, corrieron hasta Laura, que los abrazó y besó.
Guor quedó prendado de la transformación que se operó en ella. La tonalidad rosada que tiñó sus mejillas le otorgó un aire saludable que lo complació, lo mismo que el brillo que le resaltó el negro de los ojos. Laura se quitó los guantes y, con sus manos desnudas, acarició y beso cabecitas y carrillos. Los niños le hablaban a coro y ella les respondía con dulzura. Sentó a la más pequeña, Adela Lynch, en su falda, mientras los dos varones, Justo Máximo y Rafael, se ubicaron uno a cada lado. Enseguida se presentó la institutriz inglesa con Benjamín en brazos.
—Buenas tardes, señora Riglos. Buenas tardes —saludó al caballero que no conocía—. Niños, de inmediato regresan al cuarto de juegos —ordenó en inglés.
—Decidimos venir —explicó Justo Máximo, el mayor— cuando Roque nos dijo que estaba tía Laurita.
—Permítame unos momentos con mis sobrinos, Agnes —pidió Laura al tiempo que le quitaba a Benjamín de los brazos.
—¡Adela! —se escandalizó la mujer cuando la descubrió fisgoneando en el bolso de la señora Riglos.
—Tía Laura siempre trae regalos —fue la explicación de la niña.
—Busca bien, Adela —instó Laura—. Hay una cajita con frutas de mazapán que les envía María Pancha y el ejemplar de
La Aurora
con el primer capítulo de
Siete locos en un barco.
¿Y mi sobrina, la señorita Pura?
—En su clase de francés, con el señor Tejada —explicó Agnes.
Nahueltruz observaba aquel momento de triunfo de su peor enemiga y no conseguía reunir la fuerza necesaria para desaparecer. Seguía ahí, de pie, mirándola como bobo, pensando en lo hermosa que lucía con Benjamín en brazos. «Si durante aquellos días felices en Río Cuarto le hubiera hecho un hijo», deseó mansamente, pero de inmediato resolvió con furia: «Ahora llevaría el apellido Riglos». Caminó hacia la puerta, pero Roque, que traía una bandeja con el servicio de té, le obstruyó el paso.
—Por favor, señor Rosas —habló el mayordomo—. ¿Desea té o café?
Agnes puso fin a la visita cuando ordenó a los niños regresar a sus actividades. Justo Máximo, Rafael y Adela despotricaron, pero nada pudo con la determinación de la nana inglesa. Laura entregó a Benjamín y se despidió de los mayores, que le imploraban un día de picnic en el paseo de la Alameda.
—Cuando mejore el tiempo —prometió Laura—, ahora está muy frío —agregó, y Nahueltruz se preguntó si los resquemores con respecto al clima de algún modo se relacionaban con sus pulmones.
La nana caminó hacia la puerta y los niños la siguieron con gestos agravados.
—Yo me encargo de servir el té, Roque —indicó Laura.
El mayordomo apoyó la tetera nuevamente sobre la bandeja y se retiró. El silencio que siguió exaltó lo embarazoso de la situación. A Laura, sin embargo, no parecía incomodarla como en un principio y, bastante segura, preguntó:
—¿Todavía toma el café negro y con cuatro cucharadas de azúcar?
Lo desconcertó que recordara ese detalle. Laura, al juzgarlo impenetrable en su rencor, le habló francamente.
—Señor Rosas —dijo, y le pasó la taza—, ambos somos personas civilizadas. No veo ningún impedimento para que usted y yo compartamos una sala mientras aguardamos a ser recibidos.