Después, el vaquero propuso que se dieran masaje con los pies. Philip se tendió boca abajo en el suelo mientras Melanie caminaba hacia arriba y hacia abajo por su espalda con los pies descalzos. La experiencia resultó ser una agradable mezcla de dolor y de placer. Aunque su rostro se aplastaba contra el duro suelo, tenía el cuello torcido, su respiración era penosa, los omóplatos parecían irle a perforar el pecho y la columna vertebral le crujía como una bisagra oxidada, hubiera podido tener un orgasmo sin la menor dificultad; entonces comprendió por qué había hombres que pagaban sus buenos dineros para que les hicieran cosas así en los burdeles. Philip gimió suavemente cuando Melanie se balanceó sobre sus nalgas. Entonces la muchacha saltó al suelo.
—¿Te hice daño?
—No, no, me gusta. Continúa.
—Ahora me toca a mí.
No, protestó; era demasiado pesado, demasiado torpe, la rompería la espalda. Pero Melanie insistió, tendida ante él, con su vestido blanco, como una virgen pronta al sacrificio. Hablando de burdeles… Mirando por el rabillo del ojo vio que Carol saltaba sobre la negra mole del cuerpo del luchador.
—Aplástame, nena, aplástame —gemía el negro.
Y, en un rincón oscuro, el vaquero y el soldado confederado hacían con Deirdre algo extraordinario y complicado, que implicaba mucho gruñir y jadear.
—Vamos, Philip, no perdamos el tiempo —dijo Melanie, impaciente.
Swallow se quitó los zapatos y los calcetines y pisó cuidadosamente la espalda de la muchacha, manteniendo el equilibrio con los brazos extendidos mientras la carne y los huesos cedían bajo su peso. ¡Joder, qué placer le producía pisar con sus duros pies el cuerpo de Melanie! Pisar uvas debía de provocar una sensación semejante. Sintió un turbio placer, al estilo de Lawrence, gracias a aquel dominio sobre la muchacha tendida boca abajo, a pesar de que le inquietaba que sus bellos senos se aplastaran contra el duro suelo sin protección, porque, a no ser que se equivocara mucho, no llevaba ropa interior.
—¿Te hago daño?
—No, no, es estupendo; va muy bien para las vértebras, lo noto.
Philip se equilibró colocando un pie firmemente sobre la cintura de la muchacha y con el otro le frotó las nalgas suavemente describiendo círculos. El pie, decidió, era una zona erógena muy subestimada. De pronto perdió el equilibrio, saltó del cuerpo de Melanie y tropezó con una taza de café y un platillo, que se rompieron.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Melanie, sentándose—. ¿Te has cortado el pie?
—No, pero será mejor que me lleve esto.
Se puso los zapatos y llevó los pedazos a la cocina. Cuando los echaba en el cubo de la basura, el vaquero entró precipitadamente en la cocina y empezó a abrir aparadores y cajones. Iba en calzoncillos.
—¿Has visto el aceite por aquí, Philip?
—¿Ya volvéis a tener hambre?
—No, no… Vamos a desnudarnos y a frotarnos los unos a los otros con aceite. ¿Nunca lo has probado? ¡Es fantástico! ¡Ah!
El vaquero había encontrado en uno de los armarios una gran lata de aceite de maíz y la lanzó triunfalmente al aire.
—¿No quieres sal y pimienta? —le preguntó Philip alegremente.
Pero el vaquero ya se marchaba.
—¡Ven! —le gritó por encima del hombro—. ¡La fiesta va a ponerse a cien!
Philip se agachó y se ató los cordones de los zapatos, a fin de posponer su decisión. Al fin se dirigió al vestíbulo. De la semipenumbra de la sala surgían risas, exclamaciones y más música de sitar. La puerta estaba entreabierta. Titubeó un poco en el umbral, pero al fin se decidió a subir a su vacío apartamento. Una parte de su ser le decía tristemente: «Ya eres demasiado viejo para esas cosas, Swallow; te sentirías tan embarazado, que sólo conseguirás hacer el ridículo. Además, debes pensar en Hilary» Sin embargo, otra parte de su ser le decía: «¡Mierda!» (le sorprendió que se le escapara esta palabra, aunque fuera mentalmente). «¡Mierda, Swallow! ¿Cuándo has sido lo bastante joven para hacer una cosa así? Simplemente, estás asustado, asustado de ti y de tu mujer. ¡Piensa en lo que te pierdes! ¡Nada más y nada menos que frotar con aceite a Melanie Byrd! ¡Piénsalo!» Lo pensó mientras subía, y al llegar a su puerta dio media vuelta, indeciso. Entonces se dio cuenta de que Melanie le había seguido sigilosamente. La muchacha le habló en voz baja:
—¿Te importaría que durmiera esta noche en tu apartamento? Sé que uno de los muchachos tuvo purgaciones hace poco.
—No, claro que no —murmuró.
Se hizo a un lado para que pasara. El corazón le latía con fuerza y sentía una ardiente comezón en las entrañas, pero, por lo demás, estaba completamente sereno. «¿Será posible», se preguntaba, «que después de doce años de monogamia vaya a hacer el amor con otra mujer? ¿Así, sin más? ¿Sin prolegómenos, sin
tener que vencer ningún obstáculo
?» Encendió la luz y los dos parpadearon, deslumbrados. Melanie parecía un poco violenta.
—¿Dónde quieres que duerma?
—Donde tú prefieras. —Guió a la chica por el vestíbulo, abriendo puertas como el mozo en un hotel—. Esto es el dormitorio —dijo encendiendo la luz y mostrándole la gran cama de matrimonio, que le parecía un campo de deportes cuando se tendía en ella por la noche—. Y en la otra habitación, que uso como estudio, hay un sofá. —Entró en el estudio y quitó algunos libros y papeles de encima del sofá—. Es muy cómodo, de veras —dijo mientras se lo demostraba haciendo presión en el colchón con la palma de la mano—. Tú decides.
—Bueno, creo que depende de si quieres follar o no.
Swallow dio un respingo.
—Bueno, si te apetece…
—Francamente, Philip, no tengo muchas ganas. No te las tomes a mal. Estoy muy cansada.
Melanie bostezó como una gata.
—Entonces, duerme en mi cama. Yo me quedaré aquí.
—No, no, dormiré en el sofá. —Se sentó en él, como para subrayar su decisión—. Es muy cómodo, de verdad.
—Bueno, si insistes… El cuarto de baño está al fondo del vestíbulo.
—Eres muy amable, Philip. Muchas gracias.
—No hay de qué —dijo Swallow, y salió del estudio.
No sabía si sentirse contento o disgustado por el rechazo de Melanie, y las dudas le mantuvieron despierto revolcándose, inquieto, en la inmensa cama. Puso la radio, muy baja, a ver si le ayudaba a dormirse. Estaba sintonizada en la emisora que había escuchado la noche anterior, la que emitía el Programa de Charles Boon. La Pantera Negra le explicaba a alguien que había telefoneado la aplicación de la teoría revolucionaria marxista-leninista a la situación de las minorías raciales oprimidas en la última etapa del capitalismo industrial. Philip apagó la radio. Pasado un rato fue al cuarto de baño y se tomó una aspirina. La puerta del estudio estaba entreabierta, y, casi sin darse cuenta, entró en él. Melanie dormía plácidamente. Podía oír su respiración, regular y profunda. Se sentó ante su escritorio y encendió la lámpara. La luz que salía por debajo de la pantalla iluminó parcialmente a Melanie. Su largo pelo se extendía sobre la almohada, y un brazo desnudo colgaba hasta el suelo. Philip se quedó sentado mirándola, hasta que sintió que se le dormía un pie. Mientras se lo frotaba para que circulara la sangre, Melanie abrió los ojos y le miró, primero como si no supiera dónde estaba, después temerosa, y por fin con aire de haberse dado cuenta, vagamente, de que era él.
—Vine a buscar un libro —dijo Swallow, que seguía frotándose el pie—. No puedo dormir. —Se rió nerviosamente—. Me excita demasiado pensar que estás aquí.
Melanie levantó la ropa de la cama en un mudo gesto de invitación.
—Gracias, pero ¿seguro que no te importa? —le preguntó, con el mismo tono que si fuera un viajero al que ofreciera asiento en un compartimiento de tren completamente lleno. Y, de hecho, apenas si quedaba sitio en el sofá cuando metió en él, de modo que tuvo que pegarse al cuerpo de Melanie para no caerse. La muchacha estaba desnuda y tenía la piel caliente, y pegarse a ella fue una delicia.
—¡Oh! —exclamó Philip; y, al poco rato—: ¡Ah!
Pero la cosa no salió demasiado bien. Ella estaba medio dormida, y él demasiado excitado por lo nuevo de la situación. Se corrió muy pronto y comprendió que para Melanie aquella experiencia había debido de pasar sin pena ni gloria. Después, mientras dormía abrazada al cuello de Swallow, murmuró:
—¡Papá…!
Philip se escurrió furtivamente del sofá y volvió a su cama. No se acostó. Se arrodilló a los pies, como si se encontrara ante un túmulo que sostuviera el cadáver de Hilary, y se cubrió la cara con las manos. ¡Qué culpable se sentía, Señor, qué culpable!
Morris Zapp también sintió la punzada de la culpa mientras escuchaba, agazapado detrás de la puerta, los lamentos de Bernadette y las imprecaciones del doctor O'Shea, que azotaba a la muchacha con su cinturón porque le había sorprendido leyendo un libro indecente, y no sólo leyéndolo, sino además masturbándose, un exceso que (según proclamaba O'Shea a gritos), además de ser un pecado mortal que llevaría su alma al infierno si moría antes de confesarse (cosa que, por los gritos de la muchacha, parecía probable), era también causa segura de degeneración físicas y mental, lo que podía conducirla a la ceguera, la esterilidad, el cáncer de cuello uterino, la esquizofrenia, la ninfomanía y la parálisis general de los locos… Morris se sintió culpable porque el libro indecente en cuestión era el ejemplar de
Playboy
que había estado hojeando aquella tarde y que había prestado a Bernadette una hora antes, cuando al regresar de acompañar a O'Shea a visitar a la señora Reilly, la había sorprendido leyéndola ante el televisor, tan absorta, que se retrasó un segundo en cerrarla y esconderla debajo de la silla. Ruborizada y humillada, balbució unas palabras de excusa mientras se dirigía hacia la puerta.
—¿Te gusta
Playboy
? —le preguntó Zapp, en tono tranquilizados.
Bernadette negó con la cabeza, aprensiva.
—Te la dejo, si quieres —dijo Morris tirándole la revista, que cayó al suelo a sus pies abierta por las páginas centrales en las que Miss Enero mostraba a la cámara su tentador trasero. Bernadette sonrió, lo que puso en evidencia que le faltaban varios dientes.
—Gracias, señor —dijo, se agachó a recoger la revista y se marchó.
Sus gritos habían ido bajando de intensidad hasta convertirse en sollozos contenidos, y al oír que se aproximaban los pasos del iracundo
paterfamilias
, Zapp corrió hacia su silla y puso el televisor.
—Señor Zapp —dijo O'Shea tras entrar en la habitación y situarse entre el televisor y Morris.
—¿Qué pasa? —preguntó Morris.
—Señor Zapp, no es asunto mío lo que le guste leer…
—¿Quiere levantar un poco el brazo derecho? —dijo Zapp—. Está tapándome parte de la pantalla.
O'Shea levantó el brazo y se quedó en la misma postura que si jurara ante un tribunal. Emitían el anuncio de una conocida marca de batidos de frutas, y una mancha de un espeluznante color rojizo fue creciendo como una repugnante verruga en el sobaco de O'Shea.
—… pero debo pedirle que no traiga pornografía a esta casa.
—¿Pornografía? ¿Yo? Ni siquiera tengo pornógrafo —dijo Morris en tono de chanza, confiando en que la broma desconcertara a O'Shea.
—Me refiero a la asquerosa revista que Bernadette sacó de aquí. Sin saberlo usted, supongo.
Morris no respondió a esta insinuación que demostraba que la valiente Bernadette no le había delatado.
—¿Se refiere, acaso, a mi ejemplar de
Playboy
? ¡Esto es totalmente ridículo,
Playboy
no es pornografía, por Dios… Tanto es así, que incluso la leen sacerdotes. Y
escriben
en ella sacerdotes.
—Sacerdotes protestantes, supongo —dijo O'Shea muy seco.
—¿Me la devuelve, por favor? —dijo Zapp—. La revista.
—La he destruido —declaró O'Shea con altivez.
Morris no le creyó. Dentro de media hora estaría escondido en algún rincón de la casa cascándosela mientras miraba las fotografías de
Playboy
. Si no lo ponían cachondo las tetas y los culos de las chicas, seguro que lo conseguirían los anuncios a todo color de whisky y equipos de alta fidelidad.
Los anuncios terminaron y empezaron los titulares de una de las series favoritas de O'Shea, acompañados de su inconfundible sintonía. El médico se puso a mirarla de reojo, aunque su cuerpo seguía manteniendo una envarada postura de reproche.
—¿Por qué no se sienta y mira la tele tranquilamente? —dijo Morris.
O'Shea se sentó lentamente en su silla de costumbre.
—Como puede suponer, no es nada personal, señor Zapp —dijo, evidentemente avergonzado—, pero mi esposa no me dejaría en paz con sus quejas si encontrara a Bernadette leyendo esas cosas. Como es su sobrina, se siente responsable de la salud moral de la muchacha.
—Es muy natural —dijo Zapp en tono tranquilizador—. ¿Escocés o bourbon?
—Unas gotas de escocés me sentarían muy bien, señor Zapp. Y perdone mi arranque de hace unos momentos.
—Olvídelo.
—Nosotros somos hombres de mundo, claro. Pero una muchacha que acaba de llegar de Sligo… Creo que será mejor para todos que guarde bajo llave todas las lecturas excitantes que tenga.
—¿Teme que la muchacha entre aquí?
—Viene durante el día, cuando no está usted, para hacer la limpieza.
—¿Ah, sí?
Morris pagaba un suplemento de treinta chelines semanales por aquel servicio, y se preguntó cuánto le llegaría a Bernadette, si es que le llegaba algo. Al cruzarse con ella en la escalera, a la mañana siguiente, le dio un billete de una libra.
—Tengo entendido que haces la limpieza de mi apartamento. Estoy muy contento de tu trabajo.
La muchacha sonrió, mostrando sus encías desdentadas, y le dirigió una mirada tierna.
—¿Subo esta noche?
—No, no… —Zapp negó con la cabeza, alarmado—. Me has interpretado mal.
Pero Bernadette había oído los pasos de la señora O'Shea en el rellano y continuó su camino. En otro tiempo, Zapp habría aprovechado una oportunidad como aquélla, con dientes o sin ellos, pero en aquel momento… No sabía si se debía a la edad, o al clima, pero no se sentía de humor para aventuras; no creía que valiera la pena embarcarse y arrostrar las posibles consecuencias. Se imaginaba claramente lo que ocurriría si alguno de los O'Shea le encontraba en la cama con Bernadette, o incluso aunque sólo la vieran llamar a una puerta detrás de la cual estuviera él esperándola. Y nada podría compensarle de tener que volver a buscar alojamiento en Rummidge en pleno invierno. Para evitar cualquier incidente, y gozar al mismo tiempo de un merecido descanso, decidió ir a Londres y pasar allí la noche.