Jesús me quiere (7 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Jesús me quiere
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—Ese hombre es un mendigo —constató Joshua.

—Sí, eso parece —repliqué.

—Tenemos que compartir el pan con él.

—¿Qué? —exclamé perpleja.

—Compartiremos el pan con él —repitió Joshua.

«¿Compartir el pan?», pensé. «Eso sólo se hace con los patos».

Joshua se levantó, dispuesto realmente a acercarse a aquel hombre, un poco grueso y sin afeitar, para invitarlo a sentarse a nuestra mesa. La cita estaba a punto de convertirse en un viaje alucinante.

—No tenemos que compartir el pan con él —dije en voz muy alta y un poco aguda.

—Dame una razón para no hacerlo —contestó Joshua serenamente.

—Hmmm —busqué un argumento razonable, pero sólo encontré—: No… no tenemos pan, sólo pizza.

Joshua sonrió.

—Entonces compartiremos la pizza. —Con estas palabras se fue hacia el sin techo y lo trajo a la mesa.

El vagabundo, que dijo llamarse Frank y tendría unos treinta y pico largos, no le daba el mismo significado que yo a la palabra «compartir»: cogió nuestras pizzas y sólo nos dejó la ensalada que servían de guarnición, encharcada en vinagreta. Entretanto nos explicó que había pasado el último año en el talego por atracar una tienda Telekom porque no tenía dinero.

—¿Por qué una tienda Telekom y no un banco? —pregunté.

—Pensé que se lo habían ganado por tener unas tarifas tan opacas.

Se le podían reprochar muchas cosas a Frank, por ejemplo, su desinterés por el desodorante, pero su lógica tenía fundamento.

—¿Cómo llegaste a estar tan necesitado? —preguntó Joshua después de que Frank le hubiera explicado qué era una tienda Telekom.

Joshua le sirvió un poco más de vino al vagabundo. Demasiada compasión, consideré. Me incliné hacia él y le dije:

—Pagamos y nos vamos.

Pero Joshua recalcó:

—Continuaremos partiéndonos el pan con él.

Furiosa, pensé: «Con lo que apesta ese tío, ahora mismo partiría yo otras cosas».

Frank ya estaba contestando la pregunta de Joshua:

—Perdí mi trabajo en la compañía de seguros.

—¿Por qué?

—Dejé de aparecer por el trabajo.

—¿Por algún motivo? —preguntó Joshua.

Frank titubeó, parecía albergar un recuerdo doloroso.

—Puedes sincerarte conmigo —dijo Joshua con su voz agradable y tranquilizadora, que te comunicaba: «Confía en mí. No te hará daño».

—Mi mujer murió en un accidente de coche —explicó Frank.

¡Oh, vaya!, pensé.

—Y yo tuve la culpa.

Entonces me compadecí de Frank y le serví un poco de vino.

Y a mí también.

* * *

Frank nos habló del profundo amor que sentía por su mujer y de la terrible noche del accidente. Era la primera vez que se explayaba hablando de ello con alguien. Frank iba a una fiesta con Caro, su mujer. Circulaban por una carretera y un viajante hizo una maniobra de adelantamiento por el carril contrario. Los coches chocaron de frente y Caro murió en el acto. Y tenía tantos planes en la vida: por ejemplo, acababa de empezar un curso de la danza del vientre.

—¿Conducías demasiado deprisa? —pregunté.

Frank movió la cabeza.

—¿Podrías haber reaccionado de otra manera? —insistí.

De nuevo movió la cabeza.

—Entonces, ¿por qué tienes tú la culpa? —pregunté tragando saliva.

—Porque… porque ella murió y yo no —contestó, y se echó a llorar.

Por primera vez había hablado con alguien de sus sentimientos de culpa y por primera vez podía dar rienda suelta a su tristeza. Joshua le cogió la mano, lo dejó llorar un rato y luego le preguntó:

—Tu mujer, ¿era una buena persona?

—Era la mejor —respondió Frank.

—Entonces, selo tú también —dijo Joshua con su voz suave y convincente.

Frank dejó de llorar y preguntó con ironía:

—¿No tengo que atracar más tiendas Telekom?

Joshua movió la cabeza.

Frank apartó el vino, nos dio las gracias de todo corazón, se levantó y se fue. Casi podías hacerte a la idea de que se mantendría sobrio una temporada. Caramba, aquel Joshua podría ganar mucho dinero con una clínica de desintoxicación en Beverly Hills.

—A veces sólo hay que escuchar a un hombre para ahuyentar sus demonios —dijo, y me sonrió.

De repente me pareció genial haber compartido el pan.

Capítulo 13

Joshua y yo salimos del restaurante y caminamos un rato en silencio por la orilla del lago hacia el centro de la ciudad. Esa vez, el silencio no me molestó. Contemplaba con Joshua la puesta de sol. En el lago de Malente no era tan impresionante como en Formentera, pero sí lo bastante bonita para disfrutar de unos momentos fantásticos.

Joshua me desconcertaba: a veces quería huir de él, a veces sólo escuchar su voz, a veces notaba el irreprimible impulso de tocarlo. Y no tenía muy claro si él también sentía ese impulso. Considerándolo de manera objetiva, no me había dado ningún motivo para pensarlo. En ningún momento me había escaneado el cuerpo de arriba abajo ni había insinuado nada. ¿Por qué no? ¿Tan poco atractiva me encontraba? ¿No era lo bastante buena para él? ¿Qué se había creído? Siendo carpintero, ¡seguro que él tampoco era el objeto de deseo más valorado en el mercado de
singles
!

—¿Por qué me miras tan enfadada? —preguntó Joshua.

—Nada, nada —respondí avergonzada—. Es sólo que, a veces, pongo cara de amargada.

—Eso no es cierto —replicó—. Tienes una cara afable.

Lo dijo sin rastro de ironía. De hecho, estaba anacrónicamente falto de ironía. En ningún momento me había dado la sensación de que sus acciones o gestos parecieran artificiales, estudiados o efectistas. Seguramente creía que yo tenía una cara afable. ¿Era un cumplido? Al menos era mejor que el eterno «amo todos tus kilos» de Sven.

Sonreí. Joshua me devolvió la sonrisa. Y lo interpreté favorablemente como una insinuación.

* * *

Callejeamos por el centro y al pasar por delante de un bar oímos que la peña berreaba el estribillo de la canción
Wahnsinn
de Wolfgang Petry: «Locura: ¿Por qué me mandas al infierno?».

Joshua se alarmó al oírlo.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Es una canción de Satanás.

Antes de que pudiera replicarle, se precipitó dentro del local, que se llamaba Poco-Loco. Me apresuré a seguirlo. En el bar había unas veinte personas, hombres y mujeres jóvenes, tipo empleados de banco, delante de una máquina de karaoke. Los hombres se habían aflojado la corbata y las mujeres se habían quitado la chaqueta. El ambiente era relajado, todos cantaban y se bamboleaban. Era una de esas fiestas de karaoke que sólo podía montar la gente que tiene que pasarse el día peleando con formularios para efectuar transferencias.

Joshua estaba perplejo. No le gustaba la gente que cantaba cosas «demoníacas» y bailaba alrededor de algo.

—Es como si bailaran alrededor del becerro de oro.

—Tampoco hay que exagerar —refunfuñé—. Sólo es un karaoke. No un becerro de oro. Y escuchar las canciones de Wolfgang Petry es un infierno, pero nada más.

Me acerqué al empleado de banco que tenía el micro en la mano y le pregunté:

—¿Me lo pasas?

Mientras el hombre, tipo vendedor engominado de productos estándar, aún se lo estaba pensando, le arranqué el micro de las manos y se lo pasé a Joshua.

—¿Qué quieres cantar? —le pregunté.

Dudó, no sabía exactamente qué quería de él.

—Es divertido —lo animé—. ¿Cuáles son tus canciones favoritas?

Joshua se decidió por fin y contestó:

—Me gustan mucho los salmos del rey David.

Eché un vistazo al programa del karaoke y repliqué:

—Vale, te pongo
La bamba
.

Pulsé el botón y el karaoke se puso en marcha; Joshua no pillaba la onda, aunque se esforzaba: era evidente que quería complacerme. Cantó de mala gana un trozo de
La bamba
, pero al llegar lo de «Soy capitán, soy capitán» dejó el micro. Aquello no estaba hecho para él. Y me supo mal haberlo obligado.

El empleado de banco engominado se me acercó y me preguntó:

—¿Qué, ya habéis acabado de aguarnos la fiesta?

Miré a mi alrededor, vi las caras crispadas de los empleados y corroboré:

—Eso parece.

Iba a devolverle el micro cuando Joshua intervino:

—Me gustaría cantar. ¿No hay nada más tranquilo en esa máquina?

—No queremos una canción tranquila —exclamó el del banco—. ¡Queremos
99 Luftballons
!

Vi que Joshua se proponía realmente cantar. Por lo visto, no quería decepcionarme. ¡Qué ricura!

Así pues, aparté al hombre del banco y le susurré:

—Déjale cantar o te doy una patada donde tú ya sabes y los 99 globos se quedarán en 97.

—Bueno, una canción más calmada no puede hacernos daño —contestó entonces acojonado.

Me acerqué a la máquina, busqué en el catálogo de canciones y encontré
Dieser Weg
de Xavier Naidoo. Joshua cogió el micrófono y se puso a cantar con su maravillosa voz.

—«El camino no será fácil. El camino será pedregoso y difícil. Con muchos no te entenderás. Pero la vida ofrece mucho más».

Cuando acabó, media entidad bancaria de Malente lloraba.

Y gritaron:

—¡Otra, otra, otra!

Una chica muy fina se acercó a Joshua y le propuso:

—¿Por qué no cantas
We Will Rock You
?

—¿Trata de una lapidación? —preguntó Joshua perplejo.

Pero no estaba ni la mitad de perplejo que aquella chica y yo.

* * *

Volví a ojear el catálogo y sólo encontré títulos que me parecieron muy poco adecuados para Joshua, como
Do You Think I'm Sexy, Bad
o
Hasso
, la de
Mi perro es gay
, de Die Prinzen.

—¿Por qué no nos vamos? —le sugerí.

Pero los empleados de banco estaban tan fascinados con él que no querían dejarlo marchar.

—¿Puedo cantar un salmo? —les preguntó Joshua.

El engominado contestó:

—Pues claro, sea lo que sea un salmo.

Joshua se lo enseñó. Cantó un salmo maravilloso que escogió (en apariencia inconscientemente) para los banqueros, con los versos: «Si abundan las riquezas, no apaguéis vuestro corazón».

Cuando acabó, los empleados de banco aplaudieron con entusiasmo. Y gritaron «¡bravo!», «¡otra!» y «todos queremos más…».

Así pues, Joshua cantó otro salmo. Y, animado por los banqueros, otro. Y otro más. En total, ocho, hasta que el bar cerró. El camarero, profundamente conmovido, se negó a cobrarnos el vino (incluso los empleados de banco se habían pasado de las caipiriñas al vino) y todos se despidieron de Joshua agradecidos. Al echar la vista atrás hacia los empleados de banco confortados, me dio la impresión de que al día siguiente sus clientes lo tendrían muy fácil con los créditos disponibles.

Joshua me acompañó a casa de mi padre; yo iba contenta y un poco piripi. Hacía mucho que no bebía tanto vino como con aquel hombre (que, sorprendentemente, parecía la mar de sobrio; ¿estaba acostumbrado a beber o su metabolismo era mejor que el mío?). Seguramente, también había sido la velada más extraña que jamás había pasado con un hombre, si exceptuamos la ocasión en que, al encontrarnos en un hotel lleno en Formentera, Sven me dijo que no pasaba nada si compartíamos la habitación con su madre por una noche.

Joshua agradaba a la gente. Y a mí también me agradaba. Pero no estaba del todo segura de que eso fuera mutuo. ¿Me encontraba atractiva? Aún no me había mirado los pechos. ¿Era homosexual? Eso explicaría por qué era tan tierno.

—Ha sido una noche maravillosa —dijo Joshua con una sonrisa.

Oh, ¿sí que me encontraba atractiva?

—He comido, he cantado y, sobre todo, me he reído —explicó Joshua—. Hacía mucho que no había pasado una noche tan maravillosa en este mundo. Y tengo que agradecértelo a ti, Marie. ¡Gracias!

Me miró muy agradecido con sus fantásticos ojos. Casi podías creerte que hacía mucho que no se divertía tanto.

Si querías, también podías interpretarlo como una muestra de interés por mí. ¡Y yo quería! Si las piernas me hubieran temblado un poquito más, habrían bailado el charlestón.

* * *

—¿Quieres entrar un momento? —pregunté sin pensar, y enseguida me espanté: ¿mi maldito subconsciente quería irse a la cama con aquel hombre?

—¿Para qué? —preguntó Joshua, sin ninguna malicia.

No, no podía irme a la cama con él. Sería un error por muchos motivos: por Sven, por Sven y por Sven. Y también por Kata, a la que oiría durante años haciéndome comentarios sobre clavos.

—¿Marie?

—¿Sí?

—Te he hecho una pregunta.

—Sí, es verdad —confirmé.

—¿Y vas a contestarla?

—Claro.

Callamos.

—¿Marie?

—¿Sí?

—Ibas a contestarme.

—Ejem, ¿cuál era la pregunta?

—¿Por qué tengo que entrar? —repitió Joshua suavemente.

Al parecer, realmente no tenía ni idea. De locura. Era tan inocente. Eso aún lo hacía muchísimo más atractivo.

Pero, si no tenía ni idea de lo que yo quería de él, a lo mejor me resultaba fácil escurrir el bulto y librarme de cometer el siguiente error. O peor aún: de recibir calabazas.

Seguro que podía darle un giro al asunto sin problema. Lo único que tenía que evitar con mi cabeza entrompada era responder algo tan capcioso como «tomar un café».

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó de nuevo Joshua.

—Echar un clavo.

—¿Echar un clavo?

¡Maldito vino!

—Eh… quería decir echar un calvo.

—¿Un calvo?

—Sí —dije, y sonreí con una mueca.

—¿Y eso qué es?

Dios mío, ¿cómo iba yo a saberlo?

—Yo…, ejem…, quiero decir poner clavos…, arreglar el tejado —me apresuré a explicar.

—¿Quieres que nos pongamos a trabajar en el tejado?

—¡Sí! —contesté, contenta de haber conseguido dar el giro.

—Pero, a estas horas, despertaremos a tu padre y a tu hermana —señaló Joshua.

—Exacto, ¡y por eso lo dejaremos correr! —exclamé, un poco pasada de rosca.

Joshua me miró extrañado. Yo sonreí tímidamente.

—Bueno, pues entonces echaremos clavos mañana —dijo.

* * *

—¡Lo he oído! —gritó una voz agresiva y pastosa detrás de nosotros.

Me di la vuelta y, por detrás del ciruelo que había en un extremo del jardín, apareció Sven. ¿Me había estado esperando todo el rato delante de casa?

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