—Sí, hija mía —interpuso D. Ramón—; si en este caso me hipotecases tu inmoralidad, en vez de hipotecarme tu moralidad, estaría yo más seguro de cobrar el dinero. Sería una prenda pretoria que daría ricos productos, por mal que se administrase.
Juanita advirtió que el tendero murciano trataba de tomarle el pelo, valiéndonos de una expresión que ahora se emplea en estilo chusco; y como era poco sufrida, empezó a perder la paciencia y dijo bajando la voz, pero aguzando cada una de sus palabras como si fuese una lanceta:
—Ea, déjese usted de bromas insolentes, tío marrano. Piense usted bien en mi proposición y verá que le tiene cuenta. Si acude a la justicia quizás tendrá el gusto de ver en presidio a Antoñuelo, pero de fijo que no verá nunca los ocho mil reales. En cambio, si los da ahora por recibidos y acepta el pagaré que yo le firme, dentro de medio año o antes, y esto es tan claro como el sol que nos alumbra, recuperará sus ocho mil reales y además los intereses que me ponga por ellos, porque yo no quiero que me los adelante por mi linda cara.
—Aunque me insultes llamándome tío marrano, me permitirás que al menos por tu linda cara te perdone el insulto. También me mueve tu linda cara, y no las mezquinas reflexiones que has hecho por mí, a prestarte los ocho mil reales si me prometes que tu madre ha de conformarse con el contrato. De todos modos, ya comprenderás tú, porque tienes sobrado talento, aunque eres inexperta, que yo corro mucho peligro al hacer el préstamo; que el daño emergente no es flojo, y que, por lo tanto, tampoco pueden ser flojos los intereses. No obstante, yo aspiro a que, en vez de llamarme marrano, me llames generoso y espléndido. Asómbrate…
Doña Encarnación, que hasta entonces había reprimido su cólera, sufriendo el insulto hecho al enclenque de su marido, por temor de andar a la greña con Juanita y aun de quedar vencida y aporreada, no pudo ya contenerse al ver y al oír a su marido tan melifluo y tan predispuesto a ser dadivoso, y le interrumpió exclamando:
—No te derritas, hombre; no te vuelvas una jalea; no me obligues a que sea yo quien te llame tío marrano. Atiende a lo que haces, y ya que te expones tanto prestando los dineros, que sea con algún fruto.
—Yo no me derrito, yo atiendo a lo que hago —contestó D. Ramón—; pero en vez de responder a las injurias con otras injurias, quiero ser magnánimo y responder con favores y beneficios. Juanita; yo doy por recibidos los ocho mil reales que me robaron con tal que tú me firmes un pagaré, que vencerá dentro de seis meses, por la expresada cantidad, más un pequeño tanto por ciento.
—Mil gracias, Sr. D. Ramón —dijo Juanita—. Escriba usted los dos documentos. Yo me llevaré, firmado por usted, el que me asegure que Antoñuelo quedará libre, y firmaré y dejaré en poder de usted el que declare que le soy deudora.
—Está bien. No hay más que hablar —dijo don Ramón.
Y yendo a su escritorio, redactó los dos documentos en un periquete. En el pagaré se comprometía Juanita a pagar, en el término de seis meses, la cantidad de diez mil reales.
—Ya ves mi moderación —dijo el tendero murciano al presentar a la muchacha el documento para que le firmase—. Me limito a cobrarte sólo un 25 por 100, a pesar del peligro que corro de quedarme sin mi dinero, porque a despecho de todos tus buenos propósitos no tengas un ochavo dentro de los seis meses y tengamos que renovar el pagaré, lo cual me traería grandísimos perjuicios.
—Ya lo creo —dijo doña Encarnación—; como que ahora andamos engolfados en negocios tan productivos, que ganamos un ciento por ciento al año. Créeme Juanita; prestándote los ocho mil reales nos exponemos a quedarnos sin ellos y además a perder otros veinticinco por ciento, o sea otros dos mil reales, que hubiéramos ganado dando a los ocho mil más lucrativo empleo; pero en fin, ¿qué se ha de hacer? Mi señor esposo pierde la chaveta cuando ve un palmito como el tuyo.
—Sea como sea —dijo Juanita—, yo agradezco a ustedes mucho el favor que me hacen.
Y guardándose en la faltriquera el otro documento después de haberle leído y estimado que estaba bien, se despidió de los mercaderes y se fue a su casa.
Arrebatado yo por la corriente de los sucesos, por la importancia que les doy y por la rapidez con que quiero narrarlos, he descuidado la cronología. Está vaga y confusa y conviene fijarla un poco.
Nada más fácil. Basta decir para ello que el día de la fuga de D. Paco acertó a ser Domingo de Ramos.
Como D. Paco vagó todo aquel día y el siguiente, resulta que volvió a Villalegre al empezar el Martes Santo.
Son tales la preocupación y el embeleso de todos los habitantes de Villalegre durante aquella semana, que nadie hubiera notado ni la desaparición ni la vuelta de D. Paco si no hubiera sido él personaje tan notable, tan activo y que por lo común andaba siempre en todo.
Lo que no se hubiera sabido, ni aun en tiempos normales, eran las causas de su ida y de su vuelta. Los celos siguieron sepultados en el más profundo silencio por los que los causaron y los padecieron: por D. Andrés, Juanita y D. Paco. Y los delitos de Antoñuelo y los medios que don Paco empleó para remediar unos y frustrar otros hubo interés en callarlos y se logró que los callaran el tendero y su mujer, únicas personas a quien interesaba decirlos.
Sólo se sabía que Antoñuelo había vuelto apaleado; pero, a pesar de los comentarios que se hacían, nadie atinaba con el motivo y pocos sospechaban quién había sido el autor del apaleo.
El tiempo aquel era el menos a propósito para que en Villalegre fijase el vulgo su atención en lance alguno, por extraordinario que fuese, de la vida real contemporánea. La atención general estaba embelesada y suspensa por la pasmosa representación simbólico-dramática que iba a verificarse durante cuatro días consecutivos, teniendo por teatro todo el lugar, con templos, plazas y calles, y teniendo por actores a la mitad o quizás a más de la mitad de los hombres, y por espectadores a la otra mitad de ellos, a todas las mujeres y niños y a no pocos forasteros.
Las procesiones de Semana Santa empiezan el miércoles y terminan el sábado. Yo, que las he visto en mi niñez, en otra población donde son muy parecidas a las de Villalegre, conservo de ellas el más poético recuerdo, por donde imagino que las personas que las censuran carecen de facultades estéticas o las tienen embotadas. Hasta la rudeza campesina de algunos accidentes presta a la representación de que hablo candoroso hechizo.
Acaso había accidentes o episodios en dicha representación en que lo sagrado y lo profano, lo serio y lo chistoso y lo trágico y lo cómico desentonaban algo. Celosos y discretos obispos han hecho sin duda muy bien en suprimir estas discordancias o salidas de tono; pero lo esencial de la representación, que consta de procesiones y de pasos, sigue todavía y hubiera sido lástima suprimirlo; hubiera sido un crimen de lesa poesía popular.
A mi ver, hasta en corregir, atildar y perfeccionar lo que se hace, aunque no niego que se presta al atildamiento y a la mejora, es menester andarse con tiento. Puede ocurrir, si es lícito que yo me valga de un símil literario, lo que ocurre con un escrito en verso o prosa cuando el autor, por el prurito de acicalar el estilo, manosea, soba y marchita lo que escribió y lo deja mustio, lamido y sin espontaneidad ni gracia.
Conviene además, para ver aquello con fruto y penetrar su hondo sentido, prescindir de refinamientos y de ideas de lujo y de exactitud indumentaria, adquiridas en ciudades más ricas y populosas. Sólo así y reflexionándolo bien se percibe lo sublime y lo bello de la verdad dogmática que bajo el velo del símbolo resplandece.
Menester es que no se arredre por lo áspero de la corteza el que anhele gozar del dulce alimento que para el espíritu ella cela y contiene.
La representación no se limita a ofrecer al pueblo un trasunto de la pasión y muerte de Cristo y de la redención del mundo, sino que en cierto modo abarca todo el plan divino y providencial de la historia, como el famoso discurso de Bossuet.
Los seres humanos sin duda no se juzgan dignos de representar a los seres divinos ni se creen idóneos para ello y temen profanar la acción interviniendo en ella inmediatamente. De aquí que todos los momentos del alto misterio de la redención se figuren por medio de imágenes que se llevan en andas y cuyos movimientos silenciosos y solemnes va explicando un predicador desde un púlpito erigido en medio de la plaza y que la muchedumbre rodea. Sólo hablan los seres humanos. Los sobrehumanos callan, salvo algunos ángeles, que cantan lo que dicen.
Así, por ejemplo, el pregonero desde el balcón de las Casas Consistoriales lee en alta voz la sentencia que condena a Jesús a muerte afrentosa en una cruz y entre dos ladrones por enemigo del César y por otros muchos delitos.
El predicador exclama entonces:
—Calla, falso pregonero; calla, viperina lengua, y oye la voz del ángel, que dice…
En seguida aparece, en otro balcón de la casa mejor que está enfrente del Ayuntamiento, el niño de seis o siete años más bonito, más inteligente y de más dulce voz que en el lugar hay; y primorosamente vestido de ángel, con tonelete de raso blanco bordado de estrellitas de oro, con refulgentes y extendidas alas y con corona de flores, canta una sencilla y sublime contrasentencia, que comienza diciendo:
Ésta es la justicia que manda hacer el Eterno Padre
…
Luego explica, con enérgica concisión que no se opone a la claridad, los misterios de la encarnación y de la redención, cuando en la plenitud de los tiempos se una el Verbo increado con la humana naturaleza, glorificándola y haciéndola digna del cielo, y padeciendo en ella y por ella, a fin de lavar sus culpas.
Sólo hechos meramente naturales, en que intervienen personajes secundarios, son representados por hombres.
Hay uno, no obstante, que es muy trascendental, y que también los hombres representan. Es la prefiguración, el reflejo profético del sacrificio del Hijo por el Padre: es el sacrificio de Isaac por Abraham en la cumbre del monte Mória, y que otro ángel impide. El monte está representado en medio de la plaza por un tablado cubierto de verdura. Abraham e Isaac no hablan: sólo accionan. Cuando Abraham tiene ya levantada la cuchilla para sacrificar a su hijo, el ángel le detiene cantando un romance. Isaac recibe entonces la palma del martirio, que ostenta en las procesiones de los días siguientes. Abraham sacrifica un cordero, según los antiguos ritos.
Los principales personajes del Antiguo Testamento discurren en la procesión silenciosos y solemnes, como si la Historia Sagrada tomase cuerpo y apareciese ante nuestros ojos en visión ideal. ¿Que daña a la mente infantil y a la rústica buena fe que no se ajuste con exactitud esta visión a la verdad arqueológica, y que en ella no se desplieguen el lujo y la pompa, si la imaginación del vulgo los pone allí con creces? A su vista aparecen, y van pasando, Elías, Ezequiel, Daniel, Isaías, Amós y los demás profetas, así como los reyes, jueces y príncipes; Melquicedec, David, Moisés, Salomón, y qué sé yo cuántos más. Todos llevan el rostro inmóvil de la carátula; y en las potencias, aureola o nimbo que coronan sus cabezas, inscrito el nombre de cada uno. Distínguense además, por los atributos que en sus manos tienen: David lleva el arpa, Salomón un modelo del templo y Moisés las Tablas de la Ley.
Como los profetas hicieron vida áspera y penitente, y no se cuidaron mucho del primor y de la elegancia en el vestir, se llaman los
ensabanados
, porque sus túnicas y mantos están hechos con sábanas. Y por el contrario, los monarcas y grandes señores se engalanan con todo el lujo que pueden, llevando por túnicas los mejores vestidos de sus mujeres o de sus novias, y por mantos las colchas más ricas de las camas, por lo cual se llaman los
encolchados
.
Conforme va pasando cada procesión, que suele permanecer tres o cuatro horas en la calle, se ejecutan pasillos, que casi siempre explica un nazareno cantando una
saeta
. Para prevenir y llamar la atención del público hacia cada pasillo, otros dos o tres nazarenos hacen resonar las trompetas con melancólico y prolongado acento. Así, pongo por caso, cuando los evangelistas van escribiendo en unas tablillas lo que pasa y unos judíos tunantes vienen por detrás haciendo muchas muecas y contorsiones y les roban los estilos. Los evangelistas, resignados y tristes, abren entonces los brazos y se ponen en cruz. Las trompetas resuenan otra vez para dar el pasillo por terminado.
Cosas hay de cierto primor artístico y de bien inspirada delicadeza. Así la cruz que llevan en andas, grande y negra como de ébano bruñido con remates primorosos de plata, sin Cristo en ella, que ya se supone resucitado y en el cielo, de la que penden siete anchas cintas verdes, blancas y rojas, de los tres colores de las virtudes teologales. Del extremo de cada cinta va asido un niño o un grupo de niños, representando todos en su conjunto y muy lindamente los siete sacramentos de la santa Iglesia.
Otros niños con vestiduras talares y con alas de querubines llevan en sus hombros el arca de la alianza, como recuerdo de la ley antigua, anterior a la Buena Nueva y a la ley de gracia.
En fin, para mi gusto todo está tan bien, que si no fuera por el temor de que me tildasen de impertinente y de extenderme demasiado en descripciones impropias de este lugar, seguiría relatando sin cansarme y con deleite artístico cuanto se representa en Villalegre en aquellos cuatro días.
Baste indicar aquí que el Viernes Santo al anochecer, se celebra el santo entierro, en el que no parecen ya las figuras simbólicas de los personajes de la Antigua Ley; sólo hay nazarenos, hermanos de Cruz, llevando cada cual a cuestas la suya y haciendo gala de que sea pesada y grande, y soldados romanos y no pocos judíos, convertidos ya, en prueba de lo cual llevan en las manos sendos rosarios y van rezando devotamente. Hay, por último, muchos hombres y niños piadosos que alumbran el entierro con velas.
Pero la procesión más solemne y conmovedora es la que se verifica el Sábado Santo desde las nueve de la mañana hasta medio día.
En ella sale únicamente la imagen de María Santísima de la Soledad, que es como el paladión de la villa y que se custodia y venera en el templo más antiguo que existe allí, al otro extremo de la nueva parroquia, en la cumbre del cerro que domina la población, en la Acrópolis, como si dijéramos, y al lado del abandonado castillo del duque, desde donde éste salía con su mesnada a combatir a los moros fronterizos y a entrar en algarada por las tierras granadinas.