Juanita la Larga (22 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Juanita la Larga
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Aquella imagen es una obra maestra del arte cristiano en la época de su mayor florecimiento en España. Es cierto que se puede decir que el escultor no hizo más que la cabeza y las manos: el pensamiento puro y celestial y el medio por cuya virtud puede convertirse en acción el pensamiento. Pero aquellas manos y aquel rostro son de admirable belleza. Aquel rostro parece divino, combinándose en él la expresión del dolor más profundo y la humilde conformidad con la voluntad del Altísimo. Los ojos de la Virgen son hermosos y dulces; el llanto los humedece. En las mejillas de la imagen hay dos o tres lágrimas como el rocío en las rosas.

En el resto de la imagen no se advierte forma ni dibujo de cuerpo de mujer. Todo está cubierto de un riquísimo y extenso manto de terciopelo bordado de oro.

El artista, al representar el
Eterno femenino
, la fusión en el dolor de las dos excelencias de la mujer, como virgen y madre, se diría que huyó de lo corpóreo y sólo quiso prestar forma visible al espíritu.

Sobre los adornos y bordados de la túnica de la Virgen se ven las empuñaduras de las siete espadas que le traspasan el pecho.

En la procesión del Sábado Santo, todos los personajes del Antiguo Testamento y los judíos y los soldados romanos se desvanecen y se eclipsan ante la divina imagen de la Virgen. Sólo la acompañan el clero y la muchedumbre piadosa con innumerables velas y cirios encendidos.

Con devoción y recogimiento anda la procesión el camino marcado; pero apenas vuelve y entra de nuevo en su iglesia, todas las campanas de la villa tocan a gloria con estruendoso repique; un toro de cuerda muy bravo sale a la calle y los aficionados le lidian y capean; en la cárcel se da libertad a un preso que hace de Barrabás, y en varios sitios a propósito, donde hay poco peligro de matar a nadie, se ahorcan sendos Judas, o sea grandes muñecos de trapo, rellenos de estopa y de triquitraques, contra los cuales disparan tiros los mozos que tienen escopeta, hasta que los Judas arden dando muchos triquitracazos y tronidos.

De esta suerte terminan con el regocijo de la resurrección del Señor las interesantes fiestas de Semana Santa.

XXXVII

Todo andaba revuelto aquel día en la parte baja de la casa del cacique. Se entregaba la gente a diversos trabajos, para preparar una gran fiesta que había de realizarse al otro día, Miércoles Santo. La procesión, preámbulo de las otras, y que debía ser en dicho miércoles por la tarde, era dirigida y costeada todos los años por el señor don Andrés Rubio, hermano mayor de la más importante cofradía.

Habían de salir en esta procesión tres obras maestras de escultura, tan pesada cualquiera de ellas que para llevarlas en andas por las calles era menester un ejército de nazarenos.

La primera escultura representa al Señor de la Pollinita Jesús cabalga sobre el humilde animal, y entra triunfante en Jerusalén.

El pueblo, compuesto de gran número de nazarenos, de soldados romanos y de judíos, debía marchar delante de la referida imagen con palmas y con grandes y frondosas ramas de olivo.

Después, precedida de todos los
ensabanados
,
encolchados
y
jumeones
que se pudiese, tenía que salir la Cena, cuyo peso es enorme, pues consta la imagen completa de trece figuras de tamaño natural y de la mesa, que algo pesa también y que va cubierta y adornada de flores, de las más exquisitas frutas que desde el otoño han podido conservarse hasta aquel día con el mayor esmero, y de un elevado y complicadísimo ramillete de dulces, donde echa el resto el más listo e ingenioso de los confiteros.

En pos de la
Cena
, y precedida también de mucha gente, había de salir la
Oración del Huerto
, donde Cristo ora de rodillas; un ángel, que quiere estar en el aire, pero que se apoya en el ramaje de un olivo, ofrece a Cristo el cáliz de la amargura, y los discípulos yacen por tierra dormidos.

Terminada la procesión, el Sr. D. Andrés tenía que echar el bodegón por la ventana y dar de cenar a los apóstoles, a los profetas, a los antiguos personajes bíblicos, a la plebe de Jerusalén, a los nazarenos y a la guarnición romana.

Las tres obras de escultura de que hemos hablado estaban ya expuestas al público el martes, no en las iglesias, sino en una inmensa sala baja entapizada de rojo damasco, adornada de cornucopias, flores y verdura, e iluminada por la noche con profusión de velas de cera.

Para cuidar de todo esto había elegido D. Andrés a Juana la Larga, quien en los dos días del martes y del miércoles apenas podía salir de casa de D. Andrés e ir a la suya, a no ser a la hora de recogerse para dormir.

El miércoles, singularmente, el trabajo de Juana era atroz. Ella debía condimentar para toda aquella tropa la espléndida cena de vigilia. Habría potaje de garbanzos con espinacas; como principal plato de resistencia, bacalao en sobrehúsa; y como plato ligero o de chanza delicada, una exquisita alboronia, que pudiese celebrar, si resucitase, el mismo famoso cocinero de Bagdad, que la inventó, dándole el nombre de la bella Alborán, sultana favorita del califa Harun Alraschid, héroe de las
Mil y una noches
, princesa a quien dicho cocinero tuvo la honra de dedicarla.

Claro está que para postre no habían de faltar los ineludibles pestiños y que había de abundar el vino para apagar la sed que causan la sal, conservada en el bacalao a pesar del remojo, y el picante de las mil ristras de guindillas y de cornetas que en tal día se consumen.

Se esperaba además que llegase a tiempo de Málaga mucho cazón fresco que Juana guisaría y haría servir a todos, o bien solamente a los apóstoles, profetas y reyes, si no llegaba cazón suficiente para el vulgo.

Por último, Juana había prometido hacer un plato de su invención, con el que la gente menuda se chupa por allí los dedos de gusto; plato que tiene la singularidad de remedar, en cuanto cabe en lo humano, el milagro de pan y peces, pues con dos docenas de huevos y media hogaza para pan rallado, se hartan cien hombres, gracias al sabroso ajilimójili en que ella rehogaba las livianas tortillas, después de haberlas frito, y en cuyo caldo se remoja el pan y se convierte en sopas que se engullen con deleite. A este plato de su invención, Juana dio el nombre de
hartabellacos
.

Prometía la cena del miércoles ser muy divertida, amenizándola con sus chistes un criado muy gracioso que tenía D. Andrés y que hacía en todas las procesiones el papel de Longino, soldado fanfarrón y galante antes de dar la sacrílega lanzada, y ciego después, que persigue al lazarillo, el cual se le escapa y le hace en las procesiones mil burlas y perrerías.

Lamentan algunas personas, pero yo no puedo menos de aplaudirlo en vez de lamentarlo, que el señor obispo haya prohibido, desde hace mucho tiempo, que salga en las procesiones otro personaje que salía antes, mil veces más cómico que Longino. Era este personaje José, el hijo de Jacob, porque, según decía el vulgo, no era ni fú ni fá. No era
ensabanado
, porque como primer ministro y favorito que había sido de Faraón, no podía vestirse pobremente con sábanas. Y no era tampoco
encolchado
, porque iba sólo con la túnica y no llevaba colcha o sea manto o capa, a fin de indicar que la mujer de Putifar se había quedado con ella. El que hacía de José solía ser el más chusco de los campesinos, que aparentaba asustarse al ver muchachas bonitas en los balcones, y ya se tapaba los ojos para no verlas, y ya huía, haciendo contorsiones y dando chillidos.

Menester es confesar que hizo muy bien el señor obispo en prohibir la aparición de esta figura, dado que sea exacto lo que se cuenta y que no se exageren los melindres y chistes del fingido casto José. Como quiera que ello sea, el punto se puede pasar por alto, porque no es de los esenciales en esta historia.

Lo esencial es que Juanita tuvo que pasarse sola y sin su madre casi los dos días enteros y tuvo que esperar hasta las diez de la noche del Miércoles Santo para poder hablar a su madre con reposo.

Por eso Juanita había citado a D. Paco en casa de ella para media hora después: para las diez y media.

Ahora me incumbe referir aquí, sin más digresiones los casos memorables en que intervino Juanita hasta que llegó dicha hora.

XXXVIII

Don Andrés Rubio, en medio del jaleo y trastorno que había en su casa, estaba tranquilo sin mezclarse en cosa alguna. Sus dependientes y criados, con la hacendosísima Juana a la cabeza, cuidaban de todo y se esforzaban a porfía para que saliese con el mayor lucimiento.

Como la casa era tan espaciosa, que a no ser por su sencilla rustiquez y carencia de adornos arquitectónicos pudiera pasar por palacio, don Andrés, refugiado en sus habitaciones del piso principal, se sustraía al bullicio, y, según he indicado ya, estaba tranquilo.

Entiéndase, con todo, que esta tranquilidad no era mental, sino corpórea. Mentalmente el cacique estaba agitadísimo.

Por medio del maestro de escuela, a quien había hecho venir y con quien había hablado, sabía ya cuanto el maestro de escuela sabía.

D. Pascual, creyendo hacer un bien a sus amigos, había revelado a D. Andrés los celos y la desesperación de D. Paco, causa de su fuga; lo que a D. Paco había ocurrido en sus dos días de campo; el amor de Juanita, tan enamorada de él como él de ella, y el sentimentalismo de Juanita en favor de Antoñuelo y su deseo vehemente de salvarle, hallando los ocho mil reales para tapar la boca del tendero murciano.

Hasta aquí sabía D. Pascual, y hasta aquí supo D. Andrés, sin llegar a saber lo del pagaré ni la visita de Juanita a D. Paco, que fueron sucesos posteriores y que D. Pascual ignoraba.

D. Andrés, por experiencia propia, no era muy inclinado a creer en la virtud de las mujeres. No tenía tampoco motivo alguno para hacer de Juanita una excepción honrosa. Al contrario, la juzgaba desenvuelta, provocativa y educada en plena libertad por una madre ordinariota e ignorante, de la clase más baja de la sociedad y antigua pecadora más o menos arrepentida.

Como hombre a quien la elevada posición no venía de abolengo porque su padre y él se habían levantado por saber y esfuerzos sobre la plebe a que pertenecían, D. Andrés, sin poderlo remediar, y más bien a causa que a pesar de su mucho entendimiento, tenía peor opinión de la gente menuda que aquellos que desde tiempo inmemorial, o después de una larga serie de antepasados ilustres, descuellan entre el vulgo. Suelen éstos atribuir la superioridad que tienen y el acatamiento que se les da a circunstancias dichosas; a haber nacido donde han nacido; a una ficción social y legal de que en lo íntimo de su alma no pueden jactarse. De aquí que sean modestos en el fondo y que por naturaleza consideren igual o superior a ellos a la más ínfima y cuitada criatura humana. Por el contrario, don Andrés, como no pocas otras personas que por ellas mismas se encumbran, se sentía muy superior a cuantos prójimos le rodeaban. Y como él era además inteligente escrutador del valer propio, y se encontraba, aunque apenas osaba confesárselo, con no pocos defectos y vicios, no podía menos de atribuir o de conceder muchísimos más a cuantas personas miraba en torno de él, dominándolas y humillándolas.

Así predispuesto, y valiéndose de los datos que ya tenía, trazó D. Andrés en su mente el carácter de Juanita y compuso a su manera la historia de la muchacha.

Para explicarse el empeño que ella formaba en salvar al hijo del herrador, dio por cierto que había sido muy prematuramente su amiga. Y en el amor de Juanita a D. Paco no vio más que el plan de casarse con el hombre más importante que después de él había en la villa.

Ambos planes repugnaban extraordinariamente al cacique. Querer salvar a Antoñuelo, aunque Antoñuelo fuese su pariente más o menos lejano, le parecía detestable y absurda aberración. Lo que convenía era la condenación de Antoñuelo para escarmiento de otros pícaros y para seguridad y descanso de las personas pacíficas y honradas. D. Andrés había censurado siempre la compasión malsana que los criminales suelen inspirar en nuestro país y había aplaudido la impaciente severidad con que los
yankées lynchan
sin escrúpulo a quien la justicia anda reacia
[6]
en dar el merecido castigo.

El casamiento de D. Paco con Juanita le parecía aún mayor monstruosidad. Acaso en un principio Juanita gustaría de D. Paco, pero pronto sentiría la desproporción de edad, porque la de D. Paco era triple que la de ella, de suerte que D. Andrés preveía y deploraba proféticamente que Juanita acabaría por poner en ridículo al ilustre secretario del Ayuntamiento y por hacerle muy desgraciado. Por otra parte, don Andrés temblaba al pensar en el furor de doña Inés cuando descubriese que Juanita, con su hipocresía y sus embustes, la había estado engañando, y que, en vez de meterse monja, se casaba con D. Paco, y daba por madrastra, a ella, enlazada ya con la familia más noble de toda aquella comarca, después de la familia del duque, a la hija ilegítima de una mondonguera.

Doña Inés, si tal cosa se realizase, sería capaz de tener un ataque de rabia o de estallar como una bomba.

Calculaba D. Andrés que él podía prestar dos muy importantes servicios: uno a doña Inés, impidiendo que su padre la avergonzara casándose con una muchacha de tan ruin y humilde clase, y otro a D. Paco abriéndole los ojos para que al fin comprendiese que Juanita no le quería sino por interés, y que él no debía casarse con ella por ser indigna de su cariño.

El desengaño sería cruel para D. Paco, pero D. Andrés se disculpaba la crueldad, recordando aquello de
quien bien te quiere te hará llorar
y lo otro de
la letra con sangre entra
.

Al prestar estos dos servicios no se le ocultaba a D. Andrés lo mucho que él se exponía. Se exponía por una parte a que doña Inés llegase a saber que él quería seducir o había seducido a Juanita, lo cual enfurecería a doña Inés por dos razones: porque contrariaba sus planes místicos de que Juanita fuese monja y porque deslucía o manchaba el amor (sin duda platónico) con que el propio D. Andrés la estaba, hacía más de siete años, complaciendo, tal vez poetizándole la vida, y consolándola de tener un marido tan perdulario. Y se exponía además a que D. Paco no quisiese aguantar la lección, prescindiese de todos los favores que le debía y le buscase camorra.

Don Andrés no se arredraba ante la previsión de un duelo. Manejaba bien la espada y la pistola, y D. Paco no sabía de esgrima y jamás había tomado una pistola en la mano; pero bien podía D. Paco, como lugareño que era y nada acostumbrado a perfiles y a ceremonias, perder un día la cabeza y rompérsela a él, porque tenía la mano pesada y manejaba bien el garrote, de lo cual, aunque pacífico, había dado ya diversas pruebas, además de la que salió tan cara a Antoñuelo.

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