El afecto profundo y extraño, como de madre o como de hermana, que Juanita había sentido por Antoñuelo toda su vida, renació entonces con vehemencia en su corazón, olvidándose de los groseros agravios con que la había ofendido aquel mozo.
Juanita se propuso salvarle, lograr que se echase tierra al asunto, y evitar su deshonra y su ida a presidio, aunque para ello fuese menester buscar los ocho mil reales en el mismo infierno.
A esta penible agitación de Juanita se contraponía en su alma otra agitación dulcísima, otro sentir, en vez de penible, delicioso y beatificante, que aumentaba y enardecía su amor al saberle tan bien pagado, y que lisonjeaba su orgullo. A pesar del dolor y del sobresalto, que la conducta criminal de Antoñuelo y sus consecuencias le causaban, Juanita se juzgó venturosa, y sin duda lo era.
Sólo faltaba ya, y urgía y no daba un instante de espera, el desengañar a D. Paco, el persuadirle de que ella era inocente y el convencerle de que ella le amaba.
Ya D. Pascual en su largo coloquio con D. Paco, había hecho esfuerzos para convencerle de la inocencia de Juanita. D. Pascual le aseguró que él conocía muy bien el noble y leal carácter de ella y cuán virtuosa y honrada había sido siempre en medio de la completa libertad en que había vivido, sin que su madre la vigilase y la tuviese siempre a su lado. Su madre había tenido que ir a las casas a donde la llamaban a trabajar, dejando a Juanita, o con una criada o completamente sola cuando ni criada tenía. Juanita, además, sin que nadie la acompañase ni mirase por ella, había pasado de la niñez a la mocedad en medio de las calles y en trato y conversación con toda clase de personas. Nadie, sin embargo, se le había atrevido, porque ella sabía hacerse respetar, y ni las personas más maldicientes habían formulado nunca contra ella una acusación fundada que pudiera en lo más mínimo deslustrar su decoro.
Lo que D. Paco había visto, lo que había causado su enojo y su desesperación, no era, por consiguiente, culpa de Juanita, sino inmotivado atrevimiento de D. Andrés, quien si algo logró por sorpresa, fue rechazado violentamente en seguida.
D. Paco sostenía además que Juanita no había provocado la audaz acometida de D. Andrés, a la que daba por única causa el engreimiento del cacique y su convicción de que todo había de rendirse a su voluntad y ser propicio a su deseo.
No bien se enteró Juanita de todo esto oyendo hablar al maestro de escuela, procuró que terminase la visita y que éste se fuese.
Cuando se vio sola, sin hablar a su madre para no perder tiempo, tomó el pañolón, se le echó de cualquier modo en la cabeza y se fue a casa de D. Paco escapada.
Llegó Juanita a la casa, llamó a la puerta y salió a abrirle la mujer del alguacil. Juanita le dijo:
—¿Está D. Paco en casa? ¿Está levantado y solo? Necesito verle y hablarle sin tardanza.
—Solo y levantado está en la sala de arriba —dijo la mujer del alguacil.
Sin aguardar más contestación ni más permiso, Juanita apartó a un lado a su interlocutora, echó a correr, subió las escaleras, dejó el mantón en un banco de la antesalita y entró destocada en la sala donde estaba D. Paco.
La sorpresa y el júbilo de éste fueron indescriptibles, por más que estuviese receloso aún de que en los atrevimientos de D. Andrés la coquetería de Juanita había entrado por algo.
Agradecido a la visita no esperada, D. Paco se mostró muy fino, pero disimuló su alegría y procuró poner el rostro lo más grave y severo que pudo.
—No estés enfurruñado conmigo —dijo Juanita tuteándole por primera vez—. Yo estaba celosa de doña Agustina y enojada contra ti con tan poca razón como tú estás ahora enojado; yo quería darte picón. Soy leal. Confieso mi culpa y me arrepiento de ella. Es cierto; provoqué a D. Andrés sin reflexionar lo que hacía. Perdónamelo. Me besó por sorpresa, pero le rechacé con furia. Te lo juro, créeme; te lo juro por la salvación de mi alma: no le rechacé porque tú entraste, y más duramente le hubiera rechazado yo si tú no entras. Vengo a decírtelo para que me perdones, porque te amo. Quiero que lo sepas; estoy arrepentida de haberte despedido, y me muero por ti y no puedo vivir sin ti.
¿Qué había de hacer D. Paco sino ufanarse, enternecerse, derretirse y perdonarlo todo al oír tan dulces y apasionadas frases en tan linda y fresca boca? No sabía, sin embargo, qué decir ni qué hacer, y como generalmente ocurre en tales ocasiones, dijo no pocas tonterías.
—Apenas puedo creer —dijo—, que no repares ya en mi vejez, que no pienses en que puedo ser tu abuelo y que me quieras como aseguras. ¿Pretendes acaso burlarte de mí y trastornarme el juicio? ¿Te propones halagarme con la esperanza de una felicidad que no me atrevía ya a concebir ni en sueños, para matarme luego desvaneciéndola?
—No, vida mía: yo no quiero desvanecer tu esperanza, sino realizarla. Yo quiero darte la felicidad, si juzgas felicidad el que yo sea tuya. Si no me desprecias, si me perdonas, si no me crees indigna, nos casaremos, aunque rabie doña Inés de que yo no sea monja, aunque D. Andrés te retire su favor, aunque se nos haga imposible la permanencia en este pueblo, y aunque tengamos que irnos por ahí, acaso a vivir miserablemente. No lo dudes; si fuese posible que D. Andrés se prendase de mí hasta el extremo de querer casarse conmigo, yo le despreciaría por amor tuyo aunque fueses tú mil veces más pobre de lo que eres: yo le cantaría la copla que dice:
«Más vale un jaleo probe
y unos pimientos asaos,
que no tener un usía
esaborío a su lao».
D. Paco, al oír esto, apenas pudo ya contener y ocultar su emoción.
Un estremecimiento delicioso agitó sus venas como si por ellas corriesen luz y fuego en vez de sangre. Estuvo a punto de echarse a los pies de Juanita y besárselos, pero aún se reportó y dijo:
—Quiero creer, creo en tu sinceridad de este momento. Mi modestia, con todo, me induce a temer que tal vez te alucinas, que tal vez tú misma te engañas, que tal vez te arrepientas del paso que das ahora. Eres tan hermosa que puedes ambicionar cuanto se te antoje. Y D. Andrés no es un usía desaborido como el de la copla; es una persona inteligente, estimada y respetada por todos; mejor y mucho más joven que yo.
—Será todo lo que tú quieras, mas para mí tú eres el más inteligente, el más joven y el más guapo.
Todavía, escudado por su humildad, trató don Paco de ocultar que estaba ya satisfecho, que había depuesto su enojo y que sus recelos se habían disipado. Con menos seriedad, sonriendo y entre veras y burlas, dijo:
—Me fío de ti: conozco que hablas con el corazón. No, no piensas en engañarme; pero sin duda tú misma te engañas.
Y para poner más a prueba la vehemencia y la firmeza del amor de Juanita, añadió luego:
—Es inverosímil que tú, si D. Andrés, como parece evidente, está enamoradísimo de ti, le desdeñes y me prefieras y me ames ahora, cuando antes, que no tenías a D. Andrés, era a mí a quien despreciabas. Pues qué, ¿ignoras que yo soy un pobre diablo, dependiente de él, y que él es poderoso, rico, respetado y temido aquí, estimado y favorecido por el Gobierno, y caballero Gran Cruz, con excelencia y todo?
—¿Y qué me importa a mí su excelencia? A ti y no a él debió el Gobierno dar la Gran Cruz, ya que todo lo bueno que se hace en este lugar eres tú quien lo hace.
Calló un momento y prosiguió con dulce risa como quien de súbito tiene una idea que le agrada.
—Esta injusticia quiero remediarla yo; pero necesito antes que tú me proclames y me jures por tu reina. Sé mi súbdito fiel. Sométete. Júrame por tu reina y tu reina te premiará. Júrame.
D. Paco se sometió sin más resistencia. Se hincó de rodillas a los pies de ella y exclamó entusiasmado:
—¡Te juro!
Juanita, impulsada irresistiblemente por la idea rara que había concebido, apartó con gran rapidez el pañolillo que llevaba al pecho, prendido con alfileres, sacó sus tijeras del bolsillo del delantal y se desabrochó dos o tres corchetas del vestido.
D. Paco, siempre de hinojos, la contemplaba embelesado y curioso. Ella introdujo los dedos por bajo del vestido y desató un listoncillo de seda azul que le ceñía al pecho la limpia camisa. Tiró de él y le sacó de la jareta, calada y bordada, trabajo primoroso de su diestra mano. Cortó, por último, con las tijeras un buen pedazo del listoncillo y se le puso a D. Paco en el ojal del chaquetón, afirmándole con una lazada.
—Yo te concedo, en atención a tus altos méritos y servicios —dijo con solemnidad— esta bonita condecoración, que vale mil veces más que la que tiene D. Andrés, y te declaro mi caballero y Gran Cruz de la orden de los celos disipados. Por eso es azul el listoncillo como las flores del romero.
D. Paco se levantó, sin pizca ya de celos, porque todo se convirtió en amor, y dijo:
—Tú me citaste una copla: no quiero ser menos; voy a citar otra, aunque tenga que llamarte en ella, no por tu nombre, sino como se llama la madre de tu santo.
Las flores del romero
niña Isabel,
hoy son flores azules
mañana serán miel.
Y si han de ser miel mañana, ¿no es mejor que lo sean en este mismo instante?
D. Paco se acercó a Juanita para besarla.
Ella le separó con suavidad y se esquivó, poniéndose muy seria y exclamando:
—Déjame. No te llegues a mí. Respétame como a tu reina y como mi caballero que eres. Las flores del romero serán miel en su día; ahora no. Ve mañana a mi casa, a las diez y media de la noche. Allí hablaremos con mi madre. Adiós.
Juanita se dirigió para salir hacia la puerta de la sala. Ya en la puerta, volvió la cara, miró a D. Paco, se dio a escape más de treinta besos en la palma de la mano, sopló en ellos y se los envió a su amigo por el aire.
—De cerca y sin alas los quiero yo.
—Ya les cortaremos las alas. En cuantito no sea pecado mortal los tendrás de cerca hasta que te hartes; y dicho esto, recogió el mantón en la antesalita, bajó brincando por la escalera y se puso en la calle.
En medio de su alegría por haberse reconciliado con D. Paco, por estar segura de su amor y resuelta a casarse con él aunque doña Inés y el cacique se opusiesen y tuvieran ella, su novio y su madre que ser víctimas de la cólera de tan poderosos señores, Juanita sentía profunda pena por la suerte de Antoñuelo. Su delito le daba horror y no quería volver a verle ni hablarle en la vida, pero le amaba aún con cariño de hermana y presentía que ella acibararía con algo como remordimiento las mayores venturas que pudiera alcanzar si no evitaba que Antoñuelo fuese procesado, deshonrado públicamente y condenado a presidio. Con egoísmo amoroso, sólo del amor mutuo que D. Paco y ella se tenían había ella hablado con D. Paco. Ya en la calle y separada de él, Juanita volvió a pensar en Antoñuelo y a cavilar en un medio de salvarle sin que nadie le diese auxilio y siendo ella su única salvadora.
Con este propósito se presentó en casa del tendero murciano, que la recibió estando con su mujer doña Encarnación solos en la trastienda.
No lloró Juanita, porque tenía muy hondas las lágrimas y rara vez lloraba, pero con acento conmovedor y apasionado les rogó que se callasen sobre lo ocurrido, prometiéndoles que en el término de seis meses ella les daría los ocho mil reales que el forastero se había llevado. Contaba para esto con la voluntad de su madre, de la cual estaba cierta de disponer como de su propia voluntad. Su madre tenía dado a premio dinero bastante para salir de aquel compromiso, y en el término marcado de los seis meses podía cobrar dicho dinero. Su madre además era propietaria de la casa en que vivían, y si bien la casa estaba fuertemente gravada con un censo, todavía podría producir, vendiéndola, muy cerca de los mencionados ocho mil reales.
Doña Encarnación habló antes que su marido, y dijo al oír aquellas proposiciones:
—Tú estás loca, hija mía, y yo supongo que ni tu locura será contagiosa ni se la pegarás a tu madre. Imperdonable estupidez sería que ambas os arruinaseis por salvar a un pillastre. Anda, déjale que vaya a presidio. Aquel es su término natural e inevitable. Si ahora le salvaseis, en seguida volvería a hacer de las suyas y a dar nuevo motivo para que le apretasen el pescuezo. Vuestro sacrificio no sólo sería inútil, sino también perjudicial.
—Los consejos de usted —contestó Juanita—, y perdone usted que se lo diga, son aquí los inútiles. Contra mi firme resolución no hay consejo que valga. No son consejos sino dinero o crédito lo que yo necesito. Si tuviera yo en mi arca los ocho mil reales, los hubiera traído y se los hubiera dado a ustedes en cambio de un papel, firmado por ustedes, donde declarasen que Antoñuelo nada les debía y que no tenían contra él la menor queja. No tengo el dinero, pero estoy segura de poder reunirle antes de seis meses. ¿Quieren ustedes firmar el documento de que he hablado desistiendo de toda queja contra Antoñuelo y recibir en cambio otro documento en que yo me comprometa a pagar los ocho mil reales? Este es el asunto, y no hay para qué andarse por las ramas. Conteste usted, D. Ramón, y diga que sí o que no.
—Pues mira, Juanita —contestó el interpelado—: yo digo que no, porque no quiero ser cómplice de tu locura y porque un pagaré firmado por ti, que eres menor de edad, no vale un pitoche.
—El pagaré, aunque apenas tengo aún veinte años, valdría tanto como si yo tuviese treinta. Nunca he faltado a mi palabra hablada: menos faltaré a mi palabra escrita. Para cumplir el compromiso que contrajese, me vendería yo si no tuviese dinero.
A D. Ramón se le encandilaron algo los ojos, a pesar de que doña Encarnación estaba presente, y dejó escapar estas palabras:
—Si tú te vendieses, aunque en el lugar son casi todos pobres, yo no dudo de que tendrías los ocho mil reales; pero yo no quiero que tú te vendas.
—Ni yo tampoco —replicó la muchacha—. Lo dije por decir. Fue una ponderación. Los bienes de mi madre son míos: ella me quiere con toda su alma y hará por mí los mayores sacrificios. No dude usted, pues, de que dentro de seis meses tendrá los ocho mil reales que ahora me preste, sin necesidad de que yo me venda para pagárselos.
Doña Encarnación la interrumpió entonces diciendo:
—Juanita, nosotros tenemos tan buena opinión de ti, que estamos seguros de la sinceridad y de la firmeza con que prometes pagar; pero si dentro de seis meses no allegas los dineros o porque tu madre, queriéndote mucho, no quiere darlos, o porque no os pagan vuestros deudores y no lográis vender la casa, tu sinceridad y tu firmeza nada valdrán pecuniariamente, aunque moralmente valgan mucho. Tu misma moralidad para este asunto de los dineros, en vez de ser una garantía es un indicio claro del peligro que corremos, si te los prestamos, de no volverlos a ver nunca.