El enmascarado guardaba silencio y estaba sentado en una silla, apoyados los codos en una vieja y mugrienta mesa de pino.
En otra silla estaba enfrente otra persona en quien reconoció al punto D. Paco a D. Ramón, el tendero murciano de su lugar, el hombre más rico después de D. Andrés y el más desaforado hablador que por entonces existía en nuestro planeta.
D. Ramón era pequeñuelo, viejo y flaco, pero tenía mucho espíritu y agallas y no se acoquinaba por poco.
Notó D. Paco que tenía las manos atadas con un cordel a las espaldas, y dedujo que le habían llevado allí y que le retenían por violencia. Pronto las mismas palabras del tendero murciano, tan pródigo de ellas, confirmaron la deducción de D. Paco.
—Hombre o demonio —decía—, quien quiera que seas, apiádate de mí y no me atormentes sin fruto. ¿Cómo había yo de imaginar, al volver esta tarde desde mi casería al pueblo, que no dista más de un cuarto de legua, que había de topar contigo y con tu compañero, emboscados entre las mimbreras del arroyo del Hondón, y que me habíais de traer por fuerza a este lugar? Yo no sospechaba que hubiese secuestradores en el día, y caminaba muy seguro. Convéncete, hombre, la ganancia que habíais de hacer ya la habéis hecho. No tratéis ahora de lograr más ganancia. La codicia rompe el saco. A mí me mataréis, pero también a vosotros os darán garrote.
El enmascarado persistió en su silencio, y a lo del garrote sólo respondió con un ronquido, especie de interjección que en aquella tierra se usa. D. Ramón continuó:
—No acierto a explicarme por dónde llegasteis a averiguar que acababa yo de vender mi mejor vino a los jerezanos y que llevaba 12.000 reales en el bolsillo. Pero, en fin, ya tenéis los 12.000 reales. ¿Por qué no os contentáis? Valiéndoos de ese tintero de cuerno que traíais preparado me habéis hecho escribir a mi mujer para que entregue 2.000 duros si no quiere que me ahorquen.
—Y te ahorcaremos y te descuartizaremos como no los entregue —dijo el enmascarado con voz disimulada y extraña.
—Pues bien podéis ahorcarme y descuartizarme ya, sin seguir moliéndome, porque mi mujer, ¡y vaya si la conozco!, antes que entregar los dineros entregará mi vida y la de todos sus parientes, aunque nos quiera y nos llore después a moco tendido. Oye, ¿has visto tú la tragedia de Guzmán el Bueno?
El enmascarado no dijo que sí ni que no; se limitó a dar otro ronquido. D. Ramón continuó:
—Pues Guzmán el Bueno para no entregar a Tarifa envió a los moros un cuchillo con que degollasen a su hijo muy amado. Los dineros son la Tarifa de mi mujer y no los entregará aunque me degolléis. Lo que no hará tampoco, echando con esto la zancadilla a Guzmán el Bueno, es el gasto inútil de enviaros el cuchillo, aunque sea el peor de la cocina. Ya le tendréis vosotros, sin que ella le envíe, para abrirme una gatera en las tripas. Pero seamos razonables: ¿qué vais a conseguir con eso? Compadécete de mí. Mira también por ti y no seas imprudente. Hará ya dos horas que mi mujer me habrá echado de menos, y aun antes de recibir la carta que lleva tu compañero, y no sé cómo ni quién pondrá en sus manos, habrá armado ella una revolución en el lugar, habrá tocado a rebato, y la pareja de Guardia civil y muchos criados míos andarán ya buscándome. No tientes más a Dios. Ponme en libertad. Déjame ir en mi mulita, y yo te lo pagaré si no quieres aguardar a que Dios te lo pague.
El enmascarado siguió sin contestar, aunque dando más ronquidos.
—¿No oyes que yo te lo pagaré? Sobre los doce mil reales que tú y tu compañero os habéis repartido, yo puedo darte hasta otros ocho mil si me dejas libre.
—¿Y cómo? —dijo entonces el enmascarado—. ¿Dónde llevas escondido esos ocho mil reales?
—No seas tonto, hijo mío, no seas tonto. ¿Dónde quieres que los lleve? Yo no tenía más que lo que ya habéis tomado, pero tengo un medio seguro de recompensar tu buena acción.
¿Y cuál?
D. Ramón titubeó entonces. El deseo de seducir al de la carátula y salir pronto de aquel mal paso, satisfaciendo su afán de hablar, de contarlo todo y aun de lucirse, porque era muy jactancioso, luchaba en su alma con el temor de empeorar la situación en que se hallaba, sobrexcitando la codicia del bandido.
La manía de hablar pudo más al fin que toda otra consideración juiciosa, y D. Ramón explicó que había un ingenioso procedimiento por cuya virtud tenía él y ponía dinero donde le daba la gana. Bastaba para ello que él escribiese en un papelito determinada cantidad, diciendo
páguese
y firmando. Cualquiera persona que llevase este papelito en la faltriquera, bien podía estar segura de que era como si llevase la cantidad expresada.
D. Ramón, impulsado por su locuacidad y su fachenda, no supo lo que se dijo… Su explicación de lo que era
check
o libranza al portador entusiasmó al bandido, el cual le mandó al punto con amenazas que allí mismo, y en el acto, por valor de dos mil duros, le escribiese y le firmase un
check
.
El tendero murciano conoció la tontería que había hecho, pero conoció igualmente que tenía fácil enmienda, y explicó al de la carátula que los papelitos que allí escribiese y firmase ningún valor tendrían, porque habían de ir, para que valiesen, en hojas dispuestas de cierto modo y arrancadas de un librejo que él se había dejado en casa.
Nada le valió, con todo, para apaciguar al de la carátula. O por poner en duda que fuesen indispensables tales hojas o por despecho de que se las hubiese dejado en casa y no las trajese allí, el bandido, sin atender a razones, y diciendo repetidas veces, escríbeme el papelito, se puso a maltratar a pescozones al infeliz maniatado.
D. Paco no pudo sufrir más, fue corriendo a la puerta de la casilla, por fortuna vieja y desvencijada, y descargando sobre ella con todos sus bríos, un diluvio de patadas, de puñetazos y garrotazos, consiguió en pocos segundos arrancarla de los goznes y derribarla por el suelo con estrepitoso sacudimiento que hizo retemblar las paredes.
El bandido se sobrecogió de terror porque imaginó al principio que el viejo guarda, o lleno de envidia por la ventura que otros iban a lograr, o enojado porque le profanaban su mansión donde el día antes había estado todavía de cuerpo presente, venía ahora capitaneando una legión de demonios para llevársele al infierno. ¿Qué criatura mortal podía aparecerse a aquellas horas y en tan apartado sitio?
El bandido, no obstante, se recobró del susto y acudió a la defensa.
Echó mano del trabuco, que tenía en un rincón de la estancia, y fue al cuarto contiguo donde había caído la puerta y estaba la entrada. Allí apenas se veía, porque la única luz era la de un candil atado en la otra estancia a una tomiza que pendía de una viga del techo; pero el de la carátula
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vio el bulto de un hombre que se precipitaba sobre él, y dijo: —¡Tente o mueres! —y le apuntó con el trabuco.
Todo ello fue con rapidez maravillosa.
D. Paco estaba ya casi encima del bandido, y al mismo tiempo que éste disparaba, le sacudió tan tremendo garrotazo en el brazo izquierdo, que le hizo soltar el arma y dar con ella en el suelo.
El tiro salió antes, pero, torcida ya la dirección, las postas, sin tocar a D. Paco, fueron a agujerear el muro.
El de la carátula retrocedió para evitar nuevo golpe; y, aunque magullado por el que había recibido, sacó de la faja que rodeaba su cintura una truculenta navaja de Albacete, de las de virola y golpetillo, de las que llevan la inscripción
Si esta víbora te pica
no hay remedio en la botica,
la abrió con el temeroso ruido que produce la rodaja al encajar en el muelle, y se lanzó otra vez sobre su adversario, pero el bandido estaba ya falto de serenidad y quebrantado por el dolor del primer golpe. No supo ser certero y en balde abanicó el ambiente con su mortífero instrumento.
D. Paco, sereno y decidido, se apartó a un lado, brincó y salvó el bulto y sacudió otra vez tan fiero garrotazo en los lomos del de la carátula que le hizo caer en el suelo boca abajo. Tendido ya en el suelo el bandido, D. Paco se ensañó algo, y sin compasión le dio cuatro o cinco palos más.
Como no se quejaba ni rebullía, D. Paco le creyó muerto. Se agachó, no obstante, con precaución y le quitó de la mano la navaja.
En seguida llegó D. Paco a donde estaba don Ramón, que le reconoció y con viva efusión le dio las gracias.
D. Paco desató el cordel que tenía a D. Ramón amarrado.
—Alúmbreme usted con el candil —le dijo—. Voy a ver si ha muerto ese hombre.
A la luz del candil se llegó D. Paco al que estaba boca abajo tendido por el suelo y le puso boca arriba. La carátula se le había caído.
D. Paco y D. Ramón se quedaron absortos al reconocer a Antoñuelo.
Por dicha no había recibido ningún garrotazo en la cabeza; pero estaba derrengado, molido y lleno de contusiones.
Seguro ya de que vivía, y por instigación del tendero murciano, que no se aquietaba hasta recobrar, en parte al menos, el dinero robado, D. Paco registró a Antoñuelo y le encontró cuatro mil reales, que devolvió a su dueño.
Los otros ocho mil se los había llevado el compañero de Antoñuelo, el cual, por director y maestro en el arte, había tomado doble porción de botín.
Antoñuelo sentía agudos dolores; no formulaba palabra alguna, pero lanzaba gemidos lastimeros.
D. Paco se apresuró a salir de allí, volviendo cuanto antes al lugar con el libertado y el vencido.
La poderosa mula de D. Ramón, aparejada aún con muy cómoda y ancha albarda, se hallaba en un corralejo o pequeño cercado contiguo a la casilla.
Sacó D. Paco la mula, hizo que montase en ella su dueño, y levantando después a Antoñuelo, que apenas se podía mover, y llevándole en peso con alguna dificultad, le plantó a las ancas. Él cargó luego con el trabuco y la navaja, trofeos de su victoria, y echando delante la mula y su doble carga, se dirigió hacia el lugar.
Al ir caminando daba infinitas gracias a Dios porque le había puesto en ocasión de castigar un delito y de evitar otros mayores y porque le había proporcionado un medio de volver a la patria con justo motivo y sin ningún sonrojo.
Aunque caminaron despacio, llegaron al lugar entre una y dos de la noche, sin hallar a nadie en el camino.
Inquieto D. Andrés por la suerte de D. Paco, había enviado en balde a muchas personas para que le buscasen. También la tendera había enviado gente en busca de su marido. Todos con mal éxito se habían vuelto al lugar antes de media noche.
Cuando mucho más tarde entraron en él don Paco y su comitiva, los villalegrinos estaban durmiendo.
D. Paco, procurando y logrando no llamar la atención, dejó a Antoñuelo a la puerta del herrador, su padre. Libre ya D. Ramón del poco agradable socio de montura, se despidió de don Paco con nuevas y fervorosas manifestaciones de gratitud y se largó a su casa.
D. Paco se fue a reposar a la suya.
Como el médico estaba viejo y averiado y tenía no poco que hacer, D. Policarpo ejercía también, con consentimiento del médico, la medicina y la cirugía. El herrador le llamó al punto para que curase a su hijo.
D. Policarpo le atendió muy bien y pronosticó que le curaría pronto, porque sus contusiones, si bien en extremo dolorosas, no eran de peligro ni daban que temer por su vida.
Apenas amaneció, D. Policarpo, sabedor de que D. Andrés estaba inquietísimo por la suerte de su amigo o como dijéramos de su ministro, fue a casa del cacique, que se despertaba con el alba y le pidió albricias y le dio la buena nueva de que D. Paco había parecido. Como el boticario sólo había visto al magullado Antoñuelo y no sabía bien lo ocurrido, hizo su composición de lugar, y fantaseó y dijo a D. Andrés que entre D. Paco y Antoñuelo había habido una muy reñida pelea, sin duda por los bellos ojos de Juanita; que la pelea había sido en mitad del campo, durante la noche; que D. Paco había quedado ileso y que el pobre Antoñuelo estaba tal, que se le podían comer con cuchara, pero que él, con su ciencia y sus cuidados, le sanaría muy pronto.
D. Andrés holgó mucho de que hubiese vuelto sano y salvo el secretario del Ayuntamiento, que le era utilísimo y a quien profesaba más amistad que a nadie.
No por eso quiso llamar a D. Paco ni ir a verle en seguida, turbando el reposo de que sin duda había menester; pero no creyó en el duelo o pendencia que D. Policarpo había supuesto y contado.
D. Andrés, aunque muy estimulado por la curiosidad, se armó de paciencia y de calma y aguardó dos o tres horas antes de dar un paso para descubrir lo cierto.
Bien sabía él que el mayor amigo y confidente de D. Paco era el maestro de escuela, y a eso de las ocho, cuando ya la escuela había empezado y D. Pascual debía de estar en ella, D. Andrés le envió a llamar a su casa.
El mozo que llevó el recado volvió diciendo que D. Pascual había salido al rayar el alba, que no había vuelto aún, que los niños estaban dando lección con el ayudante, y que no bien volviese D. Pascual y supiese que D. Andrés le llamaba, iría a verle al punto.
Don Paco, después de vagar en la soledad por espacio de dos días y después de tantas penas, emociones y lances, anheló para desahogo confiarse por completo con alguien. ¿Y con quién mejor que con el maestro de escuela, hombre de bien, sigiloso y tan excelente y desinteresado amigo, primero de Juanita y de él más tarde?
La mujer del alguacil fue, pues, a llamar a don Pascual de parte de D. Paco.
D. Pascual vino y D. Paco se lo contó todo. No le dio ninguna comisión ni embajada para Juanita; pero D. Pascual, por una benévola usurpación de atribuciones y de empleo, se declaró él mismo y se nombró embajador, se fue a ver a Juanita que, desvelada y triste, se acababa de levantar, y le refirió con fidelidad minuciosa los furores y penas de D. Paco, sus celos, su desesperación, sus propósitos de suicidio o de extrañamiento perpetuo, y por último el combate de la casilla, el delito de Antoñuelo, los golpes que éste había recibido y su vuelta y la de D. Paco a Villalegre.
Contó también que el tendero murciano, y su mujer con más impaciente furia, no se conformaban con callarse sin delatar a Antoñuelo y sin enviarle a presidio, si no se les devolvían en el término de tres días los ocho mil reales que no habían recobrado y que el cómplice de Antoñuelo se había llevado consigo.
Según informes adquiridos y comunicados por D. Paco, Antoñuelo por nada del mundo diría el nombre y la condición del forastero que había cometido con él el delito. Por otra parte, aunque Antoñuelo le delatase, de nada valdría esto para recobrar los ocho mil reales por medio de la justicia, sin envolver en el proceso al hijo del herrador y condenarle y perderle.