Juanita la Larga (8 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Juanita la Larga
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Primero las frecuentes visitas de Antoñuelo le habían espantado. Después le retrajo más de ir en casa de las dos Juanas el saber que tanto las frecuentaba D. Paco. Tal vez supuso el bueno del maestro que Antoñuelo y D. Paco bastaban en aquella casa, y que si él iba estaría de non y sería un estorbo.

Aquella noche pasó por acaso D. Pascual cerca de Juanita, y ésta se dirigió a él diciéndole:

—Buenas noches, maestro. ¿Qué le hemos hecho a usted, que tan caro se vende y que nos tiene tan olvidadas?

Fueron tantas las cordiales zalamerías de la muchacha, que la preocupación de que él pudiera ser estorbo se le borró por completo del magín, y acompañó a ambas mujeres durante toda la velada, siendo el cuarto personaje del grupo.

Ya paseaban los cuatro, ya se sentaban en los bancos de piedra que hay en la plaza. Siempre estaban o iban en medio las dos mujeres, y alternando, a un lado y a otro, ambos galanes.

Ellos quisieron obsequiarlas con confites, pero ninguna de las dos consintió tamaño despilfarro. Para que D. Paco no lo tomase a desaire, dejó Juana que le comprase un buen puñado de cacahuetes y cotufas que se echó en el bolsillo y que se iba comiendo. Juanita, que gustaba mucho de las castañas, como la Amarilis de Virgilio, se avino a que D. Pascual le comprase un cuarterón de pilongas, que también se iba comiendo sin el menor melindre.

A D. Pascual le bastó con una que ella le dio como fineza, porque, como D. Pascual no tenía dientes, no la podía roer ni mascar y la tuvo hora y media en la boca, tratando en balde de ablandarla, y recordando que sin duda por eso, así como por su baratura, se llaman las castañas pilongas caramelos de cadete.

Agradablemente pasaron, pues, la velada, y fueron de los que más gozaron en ella, sin perdonar los fuegos, con los que la velada terminó, y que estuvieron espléndidos.

Los galanes, ya cerca de la una, acompañaron a ambas Juanas hasta la puerta de su casa.

Cada mochuelo a su olivo, como suele decirse. Todos en el lugar se retiraron a dormir y trataron de dormir profundamente y deprisa, a fin de estar listos y bien apercibidos, desde muy temprano, para las magníficas fiestas que había de haber el día siguiente.

XV

Desde el amanecer empezó a solemnizarse el 4 de Agosto de manera estruendosa: con repique general de campanas.

Multitud de gente, así de la villa como de no pocos lugares cercanos, circulaba por la vía pública; acudía a la plaza, donde seguía la feria como en la noche antes, o se agolpaba en la carrera por donde había de ir la procesión, saliendo de la iglesia de Santo Domingo, que era la parroquia, y volviendo a entrar en ella después de haber dado gentil paseo por las calles principales. Éstas habían sido bien barridas y alfombradas luego de juncia y gayomba. Aguardando ver pasar la procesión se hallaban muchas personas en las puertas, ventanas y balcones, pendientes de cuyas rejas y barandas lucían vistosas colgaduras de damasco encarnado, verde y amarillo, o de colchas de algodón estampado con enormes floripondios y orladas de rizados y cándidos faralaes.

La población toda estaba de gala. Los hombres, bien afeitados, pues la víspera quedaron abiertas las barberías y afeita que afeita hasta muy dadas las doce. Los señores más importantes y ricos, cuantos recibían el tratamiento de don, estaban de levita y castora, y hasta con frac dos o tres, el escribano entre ellos. Los jornaleros, de camisa limpia y con sus mejores ropas, si eran jóvenes, iban en cuerpo, pero con chivata o larga vara de membrillo, oliva o fresno; y si eran ya mayores de edad, con capa, para el conveniente decoro, por ser por allí la capa el traje de etiqueta, del que no se puede prescindir aunque se achicharre o derrita el humano linaje, como era entonces el caso, porque el sol hacía chiribitas.

Las mujeres de todas las clases sociales habían sacado sus trapitos de cristianar para adornarse aquel día. Ninguna iba con la cabeza descubierta. Todas, si no tenían mantilla, llevaban mantones de lana ligera, o bien pañuelos que denominan allí
seáticos
, o sea de percal lustrosísimo, que imita la seda. Las damas pudientes, ya provectas, vestían trajes negros u oscuros de tafetán, de sarga malagueña o de alepín y de cúbica; y las señoritas, sus hijas, iban con trajes de muselina o de otras telas aéreas y vaporosas, pero ninguna sin mantilla, ora de tul bordado, ora de blonda catalana o manchega. Sobre la pulidez y el aseo del peinado, y como matorral al pie de enhiesta torre, relucían, junto a las peinetas de carey, las moñas de jazmines, la albahaca y otras yerbas de olor, y las rosas y los claveles rojos, amarillos, blancos y disciplinados.

Las flores abundaban en Villalegre, gracias a la fuente del ejido, cuyas milagrosas propiedades ya hemos elogiado, y gracias también a otros caudalosos veneros, que brotan entre rocas al pie de la inmediata sierra, y a varias norias y a no pocos pozos de agua dulce, con los cuales se riegan huertos, macetas y arriates.

Por entre los hierros de las cancelas que había en las mejores casas se veían los floridos patios, en algunos de los cuales los naranjos y las acacias prestaban grata sombra. Las plantas enredaderas trepaban por las paredes y formaban tupido cortinaje en las ventanas del primer piso.

En el centro del patio, o refrescaba el ambiente un surtidor que caía en roja taza de bruñido jaspe o se levantaba gran pirámide de tiestos, formando compacta masa de flores y verdura.

Las libélulas y las inquietas mariposas revoloteaban en torno y las avispas y las abejas zumbaban buscando miel.

El territorio o término de Villalegre confina con la campiña, donde todas son tierras de pan llevar o baldíos incultos, sin huertas, ni olivares, ni viñedos. Si algo verdea por aquellos campos es tal cual melonar en las hondonadas. Todo lo demás es en aquella estación pajizo, ya sembrado, ya barbecho, ya rastrojos, los cuales arden como yesca y suelen quemarse para fecundar el suelo. Las plantas que se elevan más por allí y dan mayor sombra son las pitas. Son las más leñosas y arborescentes los cardos y los girasoles. Así es que en los hogares se guisa con cierto producto animal, que no sólo da calor, sino perfume, salvando por el aire una o dos leguas de distancia, de suerte que las poblaciones se huelen mucho antes de llegar a ellas, y aun de columbrarse en el horizonte sus campanarios.

Los gorriones, los jilgueros, las golondrinas y otras cien especies de pintados y alegres pajarillos salen a la campiña con el alba, a coger semillas, cigarrones y otros bichos con que alimentarse: pero todos anidan en el término de Villalegre, y vuelven a él, después de sus excursiones, para guarecerse en sus sotos y umbrías, para beber en sus cristalinos arroyos y acequias, y para regocijar aquel oasis con sus chirridos, trinos y gorjeos.

Aquel día, que era en extremo caloroso, o no habían salido las aves a merodear o habían vuelto tempranito, y trinando y piando, mientras que arrullaban tórtolas y palomas, hacían salva y música al Santo Patrono, así en los alrededores como dentro de la misma villa.

Para mayor ornato y esplendor se habían erigido en ella seis triunfales arcos de lozano y verde follaje.

La procesión salió en buen orden de la iglesia a las ocho en punto de la mañana. Rompían la marcha el sacristán y los monaguillos que llevaban el estandarte, la manga de la parroquia y dos cruces de plata, a uno y otro lado de la manga. Después, muchísima cera, esto es, multitud de hombres con velas encendidas caminaban en dos hileras. A trechos aparecían conducidas en andas hasta seis imágenes de santos, todas policromas, de barro o de madera. La quinta imagen era la de Santo Domingo. Su cara, severa y hermosa. Sobre su inspirada frente relucía una estrella de plata sobredorada. Con su mano derecha echaba el Santo bendiciones. A sus pies había un perro, muy bien figurado, que llevaba entre los dientes una antorcha, al parecer encendida, con la cual, según el sueño de Santa Juana de Asas, abrasaba e ilustraba el mundo en amor y en conocimiento de Dios. Continuaban luego las dos filas de hombres con velas ardiendo, y por último, venía una bella efigie de la Virgen, que estaba sobre los cuernos de la luna, la cual luna era de plata, lo mismo que la corona que llevaba la Santísima y Celestial Señora.

Era su manto de raso azul celeste, todo él bordado también de plata, y que había costado un dineral. Tenía la Virgen en el brazo izquierdo, apoyado contra el corazón, a un precioso niño Jesús, con la bola del mundo, que ostentaba la cruz en lo más alto. En la mano derecha llevaba la Virgen el escapulario del Carmen.

Iban delante de la Virgen con dalmáticas e incensarios dos diáconos que por allí llaman
jumeones
.

En mitad de los
jumeones
descollaba el hermano mayor de la cofradía con túnica de seda azul sobre el frac, y empuñando larga pértiga de plata. Este hermano mayor era nada menos que el marido de doña Inés y yerno de D. Paco, el ilustre don Álvaro Roldán, uno de cuyos antepasados había costeado la imagen de la Virgen, así como la de Santo Domingo, obras ambas de Montañés, según se jactaban de ello los naturales de Villalegre.

En pos de la Virgen, revestido de riquísima capa pluvial, aparecía el padre Anselmo, y en torno de él varios capellanes, así indígenas como forasteros, con roquetes y sobrepellices, sueltos algunos de ellos, y otros seis sosteniendo los argentinos varales del magnífico palio, debajo del cual se contoneaba con la debida prosopopeya el ya mencionado cura párroco.

Inmediatamente marchaban los individuos del Ayuntamiento, con el alcalde a la cabeza, el cual llevaba bengala con puño y borlas de oro. El secretario D. Paco estaba al lado del alcalde, con su levita nueva, elegantísimo, y excitando la envidia de otros señores, cuyas levitas o fraques eran viejos, fuera de moda y algunos muy pelados, y ya que no con remiendos y rasgones, con picaduras de polilla, zurcidos chapuceros y tal cual lamparón o mancha de pringue o aceite, no menos conspicua que las que notó y censuró el Cid en el hábito del monje D. Bermudo.

El cacique, D. Andrés Rubio, brillaba en la procesión por su ausencia.

Cercado de una caterva de muchachos, se mostraba luego el hombre más forzudo del lugar, con la bandera del Santo, cuya asta era larguísima. La bandera estaba hecha de retazos cuadrados de tafetán de diversos y vivísimos colores. Y era la gala que aquel jayán, cuando había para ello espacio bastante, porque el paño de la bandera tenía lo menos cuatro varas en cuadro, revolotease la bandera girándola en torno, paralela al suelo, de modo que, agachándose los muchachos y hasta algunos hombres y mujeres, eran por ella cobijados y benditos. Esta operación del revoloteo y del cobijo iba siempre acompañada de un precipitado redoble de tambor, tocado por un tamborilero hasta cierto punto eclesiástico y consagrado a aquel menester.

No cerraba la procesión ninguna tropa de veras, porque en el pueblo, desde que se había extinguido la milicia nacional, no había soldados. Sólo había dos guardias civiles. Sin embargo en lugar de los traga-lentejas, que solían venir en lo antiguo de una ciudad cercana, iban los músicos municipales casi siempre tocando, y vistiendo aún el uniforme de la extinguida milicia.

No contentos con esto los del lugar, y considerando y sabiendo, más o menos confusamente, que el santo patrono había tenido algo de guerrero, quisieron que aquella pompa fuese más militar, y tuvieron una felicísima idea. A los soldados romanos que salen allí en las procesiones de Semana Santa, les pusieron en el pecho cruces de terciopelo carmesí, y los convirtieron de perseguidores de Cristo en perseguidores de herejes y de judíos, enemigos de Cristo; y a los judíos que salen también en Semana Santa, los dejaron judíos aunque de otra época, o bien los trasformaron en herejes de los que los amigos del santo habían metido en costura. Los soldados romanos estaban vestidos con mucha propiedad, porque en el pueblo había un santo nacido en él, el cual santo perteneció a la Legión Tebana; y como en compañía de una de sus canillas, hallada en las catacumbas, vino de Roma su imagen, el traje que llevaba sirvió de modelo para hacer los de los soldados romanos.

En cuanto al traje de los judíos, era tan fantástico que podía valer para cualquier época, si bien tenía el inconveniente de ser tan rico y primoroso, que sólo los señoritos más acaudalados del pueblo les podían costear; así es que había pocos judíos, muchos menos que soldados romanos; mas no por eso se sometían del todo, sino que de vez en cuando se enredaban a trancazos con los cruzados, armando muy graciosas escaramuzas o simulacros de pelea, con los cuales el pueblo se reía y era como el sainete o parte cómica de la procesión.

Debemos advertir que estos judíos o herejes, tan elegantes en el vestir, gastaban ciertas espantosas carátulas, con enormes narices, a veces como berenjenas, amoratadas y llenas de verrugas, porque los judíos de los tiempos antiguos eran más feos que los de ahora, si bien entonces tenían la mar de dinero cuando se vestían con tanto lujo.

La devota muchedumbre no veía pasar la procesión en reverente y mustio silencio, sino con alborozo y algazara, prorrumpiendo en nutridos y sonoros vivas, entre los cuales se oían a veces proposiciones candorosamente heterodoxas y aun un poco blasfemas de puro entusiastas, como por ejemplo: ¡Viva nuestro glorioso Patriarca, que joroba a todos los demonios! ¡Viva nuestro Santo Patrono, que achica a todos los otros santos!

Para colmo de devoción y muestras de júbilo, varios mozos tenían escopetas y trabucos, y disparaban tiros sin bala ni perdigones, pero con mucha pólvora y muy apretada por el taco, a fin de que retumbase más el tronido.

En suma, la procesión no dejó nada que desear. El público quedó muy satisfecho.

XVI

A las diez se cantó la misa mayor con órgano, que le hay allí muy bueno, y no sucede lo que en Tocina y en otros lugares de la Andalucía Baja, donde dicen que a falta de órgano tocan la guitarra en la iglesia. De esto no respondemos. Puede que sea calumnia. Lo contamos porque lo hemos oído contar.

La Virgen estaba ya de nuevo ocupando su camarín en el altar mayor, cuyo retablo, todo de madera tallada y dorada, subía hasta la cumbre del ábside, y era caprichoso y atrevido desate del estilo churrigueresco: complicado laberinto de retorcidos tallos, colosal hojarasca, frutas, armas, monstruos simbólicos y rosetones, por los cuales asomaban sus infantiles y aladas cabezas los ángeles y los serafines.

A la derecha y sobre otro altar, estaba ya también en su nicho el Santo Patrono.

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