Juanita la Larga (7 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Juanita la Larga
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Estas rústicas semicenas, dignas de ser celebradas por D. Francisco Gregorio de Salas en su famoso
Observatorio
, deleitaban más a D. Paco que hubieran podido deleitarle las antiguas cenas de Trimalción o de Apicio y las modernas de la
Maison Dorée
o del
Café Inglés
en París, pareciéndole mejor aquellos groseros alimentos que la ambrosía que comen las deidades del Olimpo, ya que Juanita, comiéndolos, les comunicaba cierta celestial u olímpica naturaleza. Dichas chucherías, apéndices de la verdadera cena que cada uno había tomado ya en su casa antes de empezar la tertulia, probaban además, cuando las dos Juanas y D. Paco se las comían sin el menor susto y sin ninguna mala resulta, que nuestros tres héroes poseían tres estómagos de los más sanos, eficaces y potentes que hay en el mundo.

Una noche en que estaban aquellas señoras muy familiares, conversables y benignas con don Paco, se atrevió éste a ofrecer algo que pensaba en ofrecer tiempo hacía, sin acabar de decidirse por temor de que no aceptasen su obsequio.

Desechado el temor, dijo al cabo:

—De hoy en ocho días, el 4 de Agosto, habrá grandes fiestas en este pueblo. Habrá procesión, feria, velada, función de iglesia y sermón, que predicará el padre Anselmo, contando y celebrando la vida y milagros del glorioso Santo Domingo de Guzmán, nuestro patrono y abogado en el cielo. Tengo yo una pieza de tela de seda, flexible y rica, por el estilo de la de estos mantones que llaman de espumilla o de Manila. Carece de bordados y es de color verde oscuro. Me la envió meses ha de regalo mi sobrino Jacintico, que está en Filipinas empleado en Hacienda. Tiempo hay todavía de hacer con esta tela un precioso vestido de mujer. ¿Y quién le llevaría con más garbo y lucimiento que Juanita si aceptase mi presente? La tela es pintiparada para hacer el traje, y si ustedes quieren darse prisa, aún tienen tiempo de sobra.

Madre e hija dieron mil gracias a D. Paco por su buena intención, mostrando repugnancia en aceptar por el
qué dirán
y sosteniendo que cuando viesen a Juanita con traje tan lujoso todo el lugar se alborotaría, adivinaría que la seda era regalo de D. Paco y él y ellas darían una estruendosa campanada.

Nada contestó D. Paco a tan juiciosos razonamientos; pero hizo algo más elocuente y persuasivo. Tomó de una silla un paquete que había traído recatadamente envuelto en un pañuelo, y desdoblándole mostró la tela a la luz del velón.

Ambas mujeres admiraron aquella hermosura; la calificaron de divina. Los ojos y el alma se les iban en pos de la tela. En suma, no pudieron resistir y aceptaron el obsequio. Juana quiso mostrarse más difícil y Juanita tuvo que ceder y que aceptar antes que ella.

No bien se fue D. Paco, a eso de las doce, Juanita dijo a su madre:

—Yo no he sabido resistir. La tela es encantadora. Lo que más me agrada en ella es su flexibilidad, porque no tiene tiesura como otras sedas. Se ceñirá muy bien al cuerpo y se podrá dar mucho vuelo a las faldas, que formarán pliegues muy graciosos. Vamos… he caído en la tentación. ¿Qué no van a murmurar y a morder las envidiosas cuando me vean tan peripuesta y tan guapa ir a la función de iglesia el día de Santo Domingo? Porque tú, mamá, irás con tu mantilla de tul bordado, y me emprestarás o me regalarás la otra que tienes de madroños, que me está como pintada. Varias veces la he sacado del fondo del arca y me la he probado, mirándome al espejo. Mucho van a rabiar cuando me vean tan maja las hijas del escribano, que gastan tanta fantasía como si fueran dos marquesas, aunque son dos esperpentos y van siempre mal pergeñadas.

—Sí, hija; pues si la menor está tan escuchimizada que parece una lombriz de caño sucio, y la otra es tan pequeñuela y tan gorda como una bolita. Si llega a casarse, a tener hijos y a engordar más, perderá la forma de mujer y se convertirá en cochinilla de San Antón. Pero dejando esto a un lado, yo no las tengo todas conmigo. Despertaremos la más tremenda envidia y nos pondrán como un regalado trapo.

—Pecho al agua y preparémonos para la lucha. ¿Qué podrán decir de mí? ¿Que D. Paco me viste? Pues yo voy a vestir a D. Paco… y patas. Mira, con mis ahorrillos iré mañana a la tienda del Murciano y compraré paño de Tarrasa o del mejor que tenga. Calcula tú cuántas varas se necesitan. Él tiene gabina, castora o como se llame; pero su levita, aunque no se la pone más que diez o doce veces al año, está ya desvergonzada de puro raída.

Sin chistar, con mucho sigilo, vamos tú y yo a hacerle una levita nueva, según el último figurín de
La Moda Elegante e Ilustrada
que recibiste de Madrid el otro día. Como tú tienes las medidas de D. Paco y eres muy hábil, la levita, sin probársela ni nada, le caerá muy bien, y ya verás con qué majestad y con qué chiste la luce en la procesión, cuando marche en ella entre los demás señores del Ayuntamiento. Así no seré yo sola, sino él también quien estrene prenda en tan solemne día.

—Pero, muchacha, eso que dices no es apagar el fuego, sino echarle leña para que arda más. Si han de murmurar como uno al verte con el vestido nuevo, murmurarán como dos al ver con levita nueva a D. Paco.

—Pues que murmuren. Lo que yo me propongo al regalar la levita, además de la satisfacción que me cause el obsequiar a D. Paco, es que nadie me acuse, y sobre todo que no me acuse yo misma de tener el vestido sin dar en pago algo equivalente.

Decididas así las cosas, al otro día se compró el paño. Juana cortó con segura destreza la levita y el traje de mujer, y madre e hija y dos oficialas trabajaron con tal ahínco que el 3 de Agosto, víspera del día del santo, levita y vestido de mujer estaban terminados.

XIV

Cuando aquella noche vino D. Paco de tertulia le dieron la sorpresa de enseñarle la levita.

Él casi se enojó y hasta se le saltaron las lágrimas de puro agradecido.

En el patio mismo se probó la levita; le hicieron dar con ella cuatro o cinco paseos y ambas mujeres encontraron que con la levita estaba D. Paco muy airoso; y eso que no se veía todo el efecto porque no había traído la gabina sino el hongo como de costumbre, y la levita y el hongo no armonizan bien.

Animados ya los tres y de buen humor, dijo D. Paco.

—No comprendo por qué gustan ustedes tanto de la soledad y están tan retraídas. La plaza, esta noche, estará animadísima. Todo el mundo habrá acudido a la verbena y a ver los fuegos, que dicen que serán magníficos. Empezarán en punto de las once, y como habrá muchos cohetes y dos o tres soles o ruedas, y a lo último un gran castillo que terminará con un espantoso trueno gordo, durará la fiesta hasta después de media noche. La gente quiere que el trueno gordo estalle en el momento mismo que empiece el día del santo, y espera que el santo le oiga desde el cielo y se alegre de que sus patrocinados le saluden y feliciten. ¿Por qué no se animan ustedes y van a gozar de todo esto? Iremos juntos. Yo las acompañaré.

—Bien quisiera yo ir —contestó Juana—, pero temo que nos pongan como chupa de dómine cuando nos vean reunidos.

—Pues mira, mamá, deja que nos pongan como les dé la gana; a mí me sale de adentro el ir, y no quiero andar con repulgos. Vamos allá y arda Troya. Como estamos vamos bien; sin nada en la cabeza; no tenemos más que echar a andar.

Sin hacer más reparos, los tres se fueron en seguida a la velada y feria que había en la plaza, la cual, con los muchos farolillos y candilejas que la iluminaban, parecía un ascua de oro; y por el bullicio y por la muchedumbre de gente que casi la llenaba, era un hormiguero de seres humanos.

En los balcones, en las ventanas y en las puertas de las casas, las personas de más edad y fuste estaban sentadas en sillas.

Las jóvenes se paseaban o se paraban a contemplar las tiendas de mercaderes ambulantes que se extendían por la plaza y por dos o tres calles de las que en la plaza desembocan.

Las tiendas a las que se agolpaba más gente eran las de juguetes y muñecos. Apenas había chicuelo que no fuese obsequiado por sus padres o por los amigos de sus padres con un pito, con una trompeta o con un tambor. Y como casi todos desplegaban en seguida su capacidad musical en los instrumentos que les habían mercado, el aire resonaba con marcial y alegre, aunque algo discordante armonía. Ni faltaban en las tiendas de muñecos trompas merinas, siempre-tiesos, sables y fusiles de madera y de latón, y especialmente Santos Domingos de diversos tamaños, todos de barro cocido y pintado de vivísimos colores. Estas imágenes eran las que más se vendían, porque el santo inspiraba en el pueblo devoción fervorosa.

El ambiente estaba embalsamado por el aroma del aceite frito de más de quince buñolerías donde gitanas viejas y mozas freían y despachaban de continuo esponjados buñuelos, que unas personas se comían allí mismo con aguardiente o con chocolate, y otras se los llevaban a su casa ensartados todos en un largo, flexible y verde junco.

Ni faltaban allí tampoco puestos de exquisitas frutas; pero los que más atraían la atención de los chicuelos, eran los de almecinas, ya que, además del gusto de comérselas, proporcionaban la diversión de ejercitar la puntería tirando al blanco. Cada muchacho que compraba almecinas, compraba también un canuto de caña, cerbatana por donde, después de haberse comido la poca y negra carne de la fruta, disparaba soplando el huesecillo redondo y duro. Estos proyectiles corrían silbando por el aire como las balas en una reñida batalla, salvo que eran mucho más inocentes, pues apenas hacían daño, si por una maldita y rara casualidad no acertaban a darle a alguien en un ojo, pues entonces bien podían dejarle tuerto. Caso tan lastimoso, sin embargo, rara vez ocurre y, por consiguiente, la muchedumbre se paseaba tranquila en medio de aquel feroz tiroteo.

Había, por último, en la feria nocturna siete u ocho mesillas de turrón y hasta tres confiterías, donde lo que con más abundancia se despachaba eran las yemas, los roscos de huevo y las batatas enconfitadas.

Se cuenta que cuando algún galán campesino, que presume de muy rumboso, quiere obsequiar a su novia o a la muchacha a quien va acompañando, se dirige al confitero y le pide yemas o batatas.

—¿Cuántos quiere usted? —dice el confitero poniendo en uno de los platillos del peso la pesa de cuarterón.

—Eche usted
jierro
—responde el galán.

El confitero pone la pesa de media libra.

—Eche usted más
jierro
—repite varias veces el galán, y el confitero va echando casi todas las pesas: pero siempre la muchacha, llena de exquisita delicadeza, y con los más modestos remilgos, alega la dificultad que hay en trasladar a casa tanta balumba y pesadumbre de confites y asegura que no se los podrá comer en una o dos semanas y que se pondrán agrios, secos o rancios. En fin, ella está tan elocuente, que el galán, aunque al principio se resiste llamando a la muchacha dama de la media almendra, al cabo se deja convencer, pero no de repente, sino poquito a poco; y según va entrando el convencimiento en su ánimo y ella sigue hablando, él la interrumpe a trechos diciendo al confitero:

—Quite usted
jierro
.

Y de esta suerte acaba por no quedar en el platillo de las pesas más que la de cuarterón y a veces la de dos onzas.

Para que no careciese la velada de ningún atractivo, hubo en ella también una banda de música militar, que se había conservado desde la época en que hubo milicianos nacionales, gracias a los desvelos y esfuerzos de D. Andrés Rubio, que había sido comandante de la milicia. Los ocho músicos de que constaba la banda vestían aún, cuando iban a tocar de ceremonia, el antiguo uniforme de la extinguida institución defensora de nuestras libertades. Eran los músicos menestrales o jornaleros de los más listos; no tocaban mal, y siempre el Municipio les pagaba un buen estipendio: seis y hasta ocho reales a cada uno. De este modo se libertaba Villalegre del tributo a que estaba sometida en lo antiguo, haciendo venir de la ciudad vecina, siempre que había función, a los músicos, a quienes apellidaban en el lugar
traga-lentejas
.

D. Paco paseó a sus amigas por toda la feria, dando no poco que murmurar, según habían previsto.

Como ellas eran más finas que los jornaleros, ninguno se acercaba a hablarles, y como estaban en más humilde posición que las ricas labradoras, propietarias e hidalgas, la aristocracia las desdeñaba. El nacimiento ilegítimo de Juanita hacía mayor este aislamiento. Juanita no tenía ya una amiga. Entre los mozos, como había desdeñado a muchos, los pobres no se le acercaban por ofendidos o por tímidos, y los ricachos, que si ella hubiera sido fácil hubieran porfiado por visitarla en su casa, temían desconcharse o rebajarse acompañándola en público. Antoñuelo era el único galán que aún se complacía en acompañar a Juanita; pero Antoñuelo andaba entonces muy extraviado y se hallaba ausente en una de sus correrías por los lugares cercanos.

Las mozas que solían ir por agua a la fuente del ejido, y los arrieros, pastores y porquerizos que acudían a dar agua al ganado, considerando que desde que Juanita dejó de ir allí se daba tono de señora, no se atrevían ya ni a saludarla.

Toda la noche, o sea hasta que los fuegos terminaron, que fue ya cerca de la una, madre e hija permanecieron en la plaza, y hubieran estado sin otro acompañante que D. Paco, si don Pascual, el maestro de escuela, no se hubiera unido también a ellas.

Era D. Pascual un solterón de más de sesenta años, delicado de salud, flaco y pequeño de cuerpo, pero inteligente y dulce de carácter.

Desde que Juanita tuvo seis años D. Pascual, prendado de su despejo y de su viveza, se había esmerado en enseñarle a leer y escribir, algo de cuentas y otros conocimientos elementales.

Juanita había tenido en el maestro de escuela un admirador constante y útil, porque había sido para ella, a falta de aya, ayo gratuito y celosísimo.

Ella, en cambio, hacía mucho honor a su maestro, pues tomando sus lecciones en horas de asueto y cuando la escuela estaba desierta de muchachos salió discípula tan aventajada, que avergonzaba a casi todos los que a la escuela asistían.

Nadie sabía mejor que ella el Catecismo de Ripalda y el Epítome de la gramática. Nadie conocía mejor las cuatro reglas.

Había aprendido también Juanita algo de geografía y de historia; y ya, cuando apenas tenía nueve años, recitaba con mucha gracia varios antiguos romances y no pocas fábulas de Samaniego.

Tiempo hacía que D. Pascual no visitaba a Juanita ni a su madre.

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