Juanita la Larga (3 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Juanita la Larga
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No era todo esto lo más admirable. Lo más admirable era que Juana
[2]
, sobre ser la más sabia cocinera y repostera del lugar, era también su primera modista.

Casi siempre tenía una o dos oficialas que cosían para ella, y ella cortaba vestidos, con tanto arte y primor, como Worth o la Doucet en la capital de Francia.

Las señoras y señoritas más pudientes y aficionadas al lujo acudían, pues, a Juana para sus trajes de empeño, cuando había que lucirlos, ya en una boda, ya en una feria o ya en el baile que solía darse en las Casas Consistoriales el día del Santo Patrono.

Juana, por último, no era sólo sabia y operosa en las artes del deleite, sino que ejercía también, aunque no estaba examinada ni tenía título, un menester o profesión de la más alta importancia social.

Era peritísima y agilísima para ayudar a cualquier mujer en los más duros trances de Lucina, y muchas se confiaban y se entregaban a ella porque jamás se le había desgraciado ninguna criatura, y porque la madre, como no fuese muy enclenque, a los seis o siete días de salir de su cuidado estaba ya de pie, y a menudo iba a misa, y, si se presentaba la ocasión, bailaba el bolero.

Con todas estas habilidades y excelencias, Juana la Larga no podía menos de ser querida y estimada en Villalegre, consiguiendo que su severa y más alta sociedad o
high life
le hubiese perdonado un desliz o tropiezo que tuvo en sus mocedades.

IV

En el momento en que va a empezar la acción de esta verdadera historia, Juana tendría cuarenta años muy cumplidos, si bien conservaba aún restos de su antigua belleza, que había sido notable cuando ella tenía veinte años; pero como entonces era muy pobre y no había descubierto ni mostrado sus grandes habilidades, no encontró, a pesar de su mérito, novio que le acomodase y tuvo que permanecer soltera.

A lo que se cuenta, cierto oficial de caballería que vino por aquellos lugares a comprar caballos para la remonta, y que era guapísimo y muy gracioso y divertido, se enamoró de Juana y logró enamorarla. No se sabe si le dio palabra de casamiento o no se la dio; pero lo cierto es que el bueno del oficial tuvo que irse a la guerra civil, que ardía en las Provincias Vascongadas, y allí le mató una bala carlista que le agujereó el cráneo y se le entró en los sesos.

Juana quedó, pues, semi-viuda. Póstuma o no póstuma tuvo una niña preciosa a quien dieron en la pila bautismal el mismo nombre que a su madre. El vulgo añadió después al nombre el mismo epíteto, por donde esta niña, que será la principal heroína de nuestra historia, vino a ser apellidada Juanita la Larga.

Su madre la crió con gran cariño y esmero, sin recatarse y sin disimular que ella era su hija, lo cual hubiera sido en aquel lugar, donde todo se sabía, el más inútil de los disimulos. Juana crió, pues, a sus pechos a Juanita; siempre la llamaba hija, y Juanita, desde que empezó a hablar, llamaba a Juana madre a boca llena.

Esto era considerado como una gran desvergüenza entre las personas severas del lugar, que clamaban contra el escándalo y mal ejemplo; pero, poco a poco, todos se fueron acostumbrando, y al cabo de algunos años nada parecía más natural ni más justo sino que Juanita fuese hija de Juana, a la cual no faltaron tampoco defensores, ya razonables, ya fervorosos, que alababan el cariño y la devoción material de la madre a la hija, y que, cuando eran algo maldicientes, no dejaban de comparar a Juana con otras que pasaban por honradísimas y que hasta tenían la insolencia de presumir de casi santas. De ellas se murmuraba, con más o menos fundamento, que habían tenido también fruto, y no de bendición, del cual se habían desprendido, o enviándole a la inclusa o sabe Dios o el diablo de qué otra manera.

El epíteto de Larga dado a Juanita no era solo por herencia, sino que era también por conquista.

Juanita, a los diecisiete años, había espigado tanto, que era la moza más alta y más esbelta que había en el lugar. Algo de la sangre belicosa del oficial de caballería se había infundido en ella, y la crianza libre y hombruna que había recibido, había desarrollado su agilidad y sus bríos. Cuando andaba tenía un aire marcial a par que gracioso; corría como un gamo; tiraba pedradas con tanto tino que mataba los gorriones, y de un brinco se plantaba sobre el lomo del mulo más resabiado o del potro más cerril. Y no a horcajadas, porque esto no lo consentían su decoro y su estética natural e inconsciente, sino sentada, lo cual es más difícil, hacía trotar y galopar a la bestia, espoleándola con los talones o azotándola con el extremo del ronzal o de la jáquima, cuando la tenía y no iba en pelo sin brida ni rienda de ninguna clase.

Los primeros años de la mocedad de Juanita habían sido algo dificultosos, porque su madre no había alcanzado aún la extraordinaria reputación de que después gozaba, ni tenía el bienestar y la riqueza de que ya hemos hablado.

Juanita no fue nunca a la miga, pero su madre le enseñó a coser y a bordar primorosamente; y el maestro de escuela, que le tomó mucho cariño, le enseñó a leer y a escribir gratis en sus ratos de ocio.

Desde que tuvo nueve años, Juanita fue de grande auxilio a su madre, que hasta mucho más tarde no se dio el lujo de tener una sirvienta.

Juanita barría y aljofifaba, fregaba los platos, enjalbegaba algunos cuartos y la fachada de la casa, que era la más blanca y la más limpia de la población, y hasta agarraba su cantarillo e iba por agua a la milagrosa fuente del ejido, cuyo caño vertía un chorro tan grueso como el brazo de un hombre robusto, siendo tal la abundancia del agua que con ella se regaban muchísimas huertas y se hacían frondosos, amenos y deleitables los alrededores de Villalegre, contribuyendo no poco a que la villa mereciese este nombre. El agua además era exquisita por su transparencia y pureza, como filtrada por entre rocas de los cercanos cerros, y tenía muy grato sabor y muy salubres condiciones. La gente del pueblo le atribuía, por último, algunas prodigiosas cualidades, calificándola de muy
vinagrera
y de muy
triguera
. Quería significar con esto que el arriero que compraba en Villalegre vinagre de yema, por lo común muy fuerte, llenaba sólo dos tercios de la cavidad de la corambre, y la acababa de llenar por la mañanita temprano, antes de emprender su viaje, mitigando y suavizando con el agua de la fuente la fortaleza y acritud del líquido, y ganándose así desde luego un treinta y tres por ciento, aunque vendiese el vinagre al mismo precio en que le había comprado.

Era también
triguera
el agua de la fuente, porque sus raras cualidades consentían, aunque era difícil operación y que debía hacerse con gran sigilo, que, valiéndose de una escoba de palma enana, se rociase con ella el trigo que se iba a vender, dejándole expuesto luego al sol para que se secase. Así el trigo recibía mejor sabor, y aunque por fuera quedaba seco, guardaba por dentro algo del líquido, y se esponjaba y crecía en peso y volumen.

Todavía esta fuente tenía otro mérito y prestaba otro notable servicio, porque, además de un gran pilar en que iban a beber y bebían todas las bestias de carga y de labor y los toros, vacas y bueyes, y además de otro pilar bajo, que solía ser abrevadero del ganado lanar y de cerda, llenaba con sus cristalinas ondas un espacioso albercón cercado de muros que le ocultaban a la vista de los transeúntes, donde iban las mujeres a lavar la ropa, remangadas las enaguas hasta los muslos y metidas en el agua hasta la rodilla, como por allí es uso, aun en el rigor del invierno. Frondosos y gigantescos álamos negros y pinos y mimbreras circundan la fuente y hacen aquel sitio umbrío y deleitoso. Al pie de los mejores árboles hay poyos hechos de piedra y de barro y cubiertos de losas, en los cuales suelen sentarse los caballeros y las señoras que salen de paseo. Casi todas las tardes se arma allí tertulia y grata conversación, siendo los más constantes el escribano, el boticario, nuestro don Paco y el señor cura quien, al toque de oraciones, recita el
Angelus Domini
, al que responden todos quitándose el sombrero y santiguándose y persignándose.

En torno del pilar charlan las mozas que vienen por agua, cada cual con su cantarillo, y suelen hacer el papel de Rebecas con cuantos arrieros Eliaceres acuden allí para que beban, si no sus camellos, sus mulas y sus borricos. También, al lado y dentro del albercón y a poca distancia de él, donde hay un vallado o seto vivo de zarzamoras, granados y madreselvas, que limita y defiende las huertas, y sobre el cual seto se pone a secar la ropa lavada, se extiende y dilata la tertulia democrática y popular con mucha charla, risotadas, jaleos y retozos, pues no faltan nunca zagalones y hasta hombres ya maduros que acuden por allí atraídos por las muchachas, como acuden los gorriones al trigo.

V

Juana la Larga, según queda indicado, gracias a su constante actividad, buen orden y economía, en todo lo cual su hija le ayudaba con inteligencia y celo, había mejorado de posición y de fortuna. Tenía una criada muy trabajadora, que barría y fregaba, y bajo la dirección de las señoras guisaba también, dejando a éstas el tiempo libre para ejercer sus lucrativos oficios. El oficio principal de Juanita era coser y bordar, para lo cual había desplegado aptitud superior a la de su madre.

Juanita no tenía que emplearse en más bajas ocupaciones. Sin embargo, ora fuese por candorosa coquetería, o sea por deseo de lucir la gallardía de su persona, deseo de que no se daba cuenta, ora porque Juanita necesitase del ejercicio corporal y de mostrar y desplegar la energía de su sana naturaleza, Juanita, aun cumplidos ya los diecisiete años, gustaba de ir por agua a la fuente del ejido, allanándose a veces, a pesar de la desahogada posición de su madre y de ella, a ir al albercón a lavar alguna ropa, cuando la ropa era fina y temía ella, o aparentaba temer, que manos más rudas que las suyas la estropeasen.

La verdad era que esto de ir al albercón y a la fuente, más que fatiga era recreo y solaz para Juanita, la cual divertía a las otras muchachas con sus agudos dichos y felices ocurrencias, las hacía reír a casquillo quitado y gozaba de popularidad y favor entre ellas.

Era ya Juanita una guapa moza en toda la extensión de la palabra. Las faenas caseras no habían estropeado sus lindas y bien torneadas manos, y ni el sol ni el aire habían bronceado su tez trigueña. Su pelo negro, con reflejos azules estaba bien cuidado y limpio. No ponía en él ni aceite de almendras dulces ni blandurilla de ninguna clase, sino agua sola con alguna infusión de hierbas olorosas para lavarle mejor. Le llevaba recogido, muy alto, sobre el colodrillo, en trenza que, atada luego, formaba un moño en figura de dos triángulos equiláteros que se tocaban en uno de los vértices. Como Juanita decía que cabeza loca no quiere toca, casi siempre iba a la fuente sin pañuelo en la cabeza, luciendo así el primor y la pulcritud de su peinado y dejando ver lo bien plantada que estaba la cabeza sobre su airoso cuello, sólo sombreado por algunos ricillos menudos, que se sustraían a la cautividad en que tenía el moño los más largos cabellos. Por delante, recogido el pelo, dejaba ver la tersa frente, recta y chiquita, y sobre las sienes tenía grandes rizos sostenidos con horquillas, que llaman por allí
caracoles
, por bajo de los cuales había una suave patillita, que no fijaba ella contra la cara con zaragatona o pepitas de membrillo, como hacen otras muchachas, sino que dejaba flotar libremente en vagas sortijillas o más bien alcayatas donde colgar corazones.

La misma libertad en que se había criado, y el constante ejercicio corporal, ya en útiles faenas, ya en juegos más de muchacho que de niña, habían hecho que Juanita, aunque no tenía la santa ignorancia, ni había vivido con el recogimiento que recomiendan y procuran otras madres celosas, no había pensado todavía en cosas de amor. Era buscada, requebrada y solicitada por no pocos mozos, pero, brava y arisca, sabía despedir huéspedes, imponer respeto y tener a raya a los más atrevidos.

Sólo se le conocía una inclinación que, desde la niñez, persistía en ella con constancia; pero esta inclinación, al menos por su parte, más que de afecto amoroso, tenía trazas de fraternal cariño. Quien le inspiraba, compartiéndole sin duda por menos inocente estilo, era Antoñuelo, el hijo del maestro herrador, y sobrino del cacique, quien tenía en el lugar muy humilde parentela.

Antoñuelo era un mocetón gentil y robusto, muy simpático, aunque de cortos alcances, y decidido para todo, y singularmente para admirar a Juanita, a quien consideraba y respetaba, sometiendo a ella toda su voluntad, como por virtud de fascinación o de hechizos.

VI

Entregado D. Paco a sus constantes y diversos quehaceres no sólo no había pensado en casarse por segunda vez sino que nunca había tenido amoríos, o al menos, si algunos había tenido, habían sido con tan maravilloso recato, que nadie se había enterado de ellos en Villalegre, lo cual es una inverosimilitud extraordinaria, porque en aquel lugar apenas había persona, y menos aún si era de tanta importancia y viso como D. Paco, que pudiera hacer o decir cosa alguna que no se supiese. Hasta los mismos pensamientos se adivinaban allí, se divulgaban y se comentaban, como el pensador no pensase con mucho disimulo y muy para dentro. Debemos, pues, creer que D. Paco no había tenido amoríos, a no ser muy efímeros y livianos, y que ni siquiera, durante su larga viudez, había pensado en semejante cosa.

Tenía, sin embargo, notable aptitud y tino para conocer y admirar la belleza femenina, y hacía ya meses que, casi sin reparar en ello y muy involuntariamente, cuando estaba de tertulia con el escribano y el boticario y con otros señores, en los poyos que había junto a la fuente, sus ojos se fijaban con morosa deleitación en Juanita la Larga, que aún solía venir a llenar su cántaro y a estar allí de charla con las otras muchachas mientras que le llegaba su turno.

Indudablemente D. Paco había empezado a sentir hacia Juanita viva inclinación, que era difícil de dominar; pero se le pasó bastante tiempo sin dar muestra exterior de que la sentía, anhelando acaso ocultársela a sí mismo por razones que él se daba.

Fundado en la propia modestia, que le hacía formar un pobre concepto de su persona, hallaba que con sus cincuenta y tres años, treinta y seis más que Juanita, no podía ya enamorar a la muchacha, la cual o desdeñaría su cariño o sólo por interés se movería a corresponderle. Pensaba luego que Juanita, aunque en aparente libertad, estaba muy vigilada por su madre, y como madre e hija vivían con cierto desahogo, no era de presumir que, si él tuviese intenciones pecaminosas, ellas cediesen, sino que en todo caso cederían
in facie Eclesiae
y llevando al cura por delante.

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