—Debo observar, señor presidente —siguió diciendo Fletcher—, que estas cifras no son absolutas. Son el mínimo absoluto requerido, antes de que empiecen a alimentar a las ciudades. Si reducen las raciones humanas, los campesinos se comerán simplemente el ganado, con o sin autorización. Si recortan el racionamiento de los animales, habrá una enorme mortandad de ganado; en invierno escaseará la carne, y después, el pueblo padecerá hambre de carne durante tres o cuatro años.
—Muy bien, doctor; le creo. Pero, ¿qué me dice de sus reservas?
—Calculamos que tienen una reserva nacional de treinta millones de toneladas. Sería inaudito que la gastasen toda, pero, si lo hiciesen, esto supondría que tendrían treinta millones de toneladas más. Y como, de la cosecha de este año, debería quedarles veinte millones de toneladas para las ciudades, esto daría, en cifras redondas, un total de cincuenta millones para las ciudades.
El presidente se volvió de nuevo hacia Benson.
—¿Qué necesitaría el Estado para alimentar a sus millones de habitantes urbanos, Bob?
—Señor presidente, 1977 fue para ellos el peor año desde hacía mucho tiempo, el año en que nos dieron «la Punzada». Su cosecha total fue de 194 millones de toneladas. Compraron 68 millones a sus propias explotaciones agrícolas. Y todavía tuvieron que comprarnos veinte millones a nosotros, como subterfugio. Incluso en 1975, su peor año en una década y media, necesitaron setenta millones de toneladas para las ciudades. Y tuvieron que ahorrar. En la actualidad, con una población mayor que entonces, no pasarían con menos de 85 millones de toneladas, a comprar por el Estado.
—Entonces —concluyó el presidente—, según sus cifras, aunque empleasen toda su reserva nacional, necesitarían treinta o treinta y cinco millones de toneladas de grano extranjero.
—Así es, señor presidente —terció Poklevski—. Tal vez incluso más. Y nosotros y los canadienses seremos los únicos que las tendremos. ¿No es verdad, doctor Fletcher?
El hombre de Agricultura asintió con la cabeza.
—Al parecer, América del Norte tendrá una cosecha espléndida este año. Quizá cincuenta millones de toneladas de excedente sobre el consumo doméstico, si consideramos conjuntamente los Estados Unidos y el Canadá.
Minutos más tarde, el doctor Fletcher fue acompañado a la puerta. Y continuó el debate. Poklevski insistió en su punto de vista.
—Señor presidente, esta vez tenemos que actuar. Hay que aprovechar la circunstancia.
—¿Coacción? —preguntó, receloso, el presidente—. Sé lo que piensa sobre esto, Stan. Pero la última vez no funcionó, sino que empeoró las cosas. No quiero que vuelva a ocurrir lo de la enmienda Jackson.
Los tres hombres recordaron con desagrado lo ocurrido con aquella pieza de legislación. A finales de 1974, los americanos habían aprobado la enmienda Jackson, la cual establecía que, a menos que los soviets se mostrasen más dúctiles en la cuestión a la emigración de los judíos rusos a Israel, los Estados Unidos no les concederían créditos comerciales para la compra de tecnología y de artículos industriales. El Politburó, dominado por Breznev, había rechazado despectivamente la presión, celebrando una serie de juicios espectaculares contra judíos y comprando lo que necesitaban, con créditos comerciales, a Gran Bretaña, Alemania y Japón.
«Lo importante, para hacer un poco de chantaje —había dicho sir Nigel Irvine, que estaba en Washington en 1975, a Bob Benson— es que hay que estar seguro de que la víctima no puede pasar sin algo que uno tiene, y no puede adquirirlo en otra parte.»
Poklevski conocía esta frase, por habérsela dicho Benson, y la repitió al presidente Matthews, pero evitando el empleo de la palabra chantaje.
—Señor presidente, esta vez no pueden comprar el trigo en otra parte. Nuestros excedentes han dejado de ser un asunto puramente comercial. Son un arma estratégica. Esta vale más que diez escuadrillas de bombarderos nucleares, porque no podemos vender tecnología nuclear a Moscú, por dinero. Le aconsejo que aplique la ley Shannon.
Después de «la Punzada» de 1977, la Administración de los Estados Unidos había aprobado al fin, y con retraso, en 1980, la ley Shannon. Esta decía, simplemente, que, en todo momento, el Gobierno federal tenía derecho a comprar los excedentes de trigo al precio de mercado en el momento en que Washington anunciase su deseo de ejercitar la opción.
A los especuladores en cereales no les había hecho ninguna gracia, pero los agricultores la habían aceptado. La ley amortiguaba en parte las violentas fluctuaciones de los precios en el mercado mundial del trigo. En años de abundancia, los agricultores obtenían un precio demasiado bajo por su grano; en años de escasez, los precios eran excesivamente altos. La ley Shannon garantizaba que, si se aplicaba, los agricultores obtendrían precios justos, aunque los especuladores se quedarían al margen. La ley daba también a la Administración una nueva y poderosísima arma en sus tratos con los países compradores, tanto los agresivos como los humildes y los pobres.
—Está bien —dijo el presidente Matthews—. Aplicaré la ley Shannon. Autorizaré el empleo de fondos federales para comprar anticipadamente el previsto excedente de cincuenta millones de toneladas de grano.
Poklevski estaba rebosante de gozo.
—No se arrepentirá, señor presidente. Esta vez, los soviets tendrán que tratar directamente con la presidencia, no con intermediarios. Los tenemos sobre un barril de pólvora. No pueden hacer nada más.
Yefrem Vishnayev no pensaba igual. Al abrirse la sesión del Politburó, pidió la palabra y se la concedieron.
—Camaradas, ninguno de los presentes niega que es inaceptable el hambre que nos amenaza. Nadie niega que el exceso de comida está en el decadente mundo occidental. Se ha sugerido que lo único que podemos hacer es humillarnos y, posiblemente, hacer concesiones en mengua de nuestro poderío militar y, por ende, del avance marxistaleninista, con el fin de adquirir aquellos excedentes para salir del apuro.
»Yo no estoy de acuerdo con esto, camaradas, y les pido que se unan a mí para rechazar la idea de someternos al chantaje y de traicionar a nuestro gran inspirador, Lenin. Hay otro camino, un camino que será aceptado por todo el pueblo soviético y que consistirá en un rígido racionamiento al mínimo nivel, en un resurgimiento nacional de patriotismo y sacrificio, en la imposición de una disciplina sin la cual no podríamos soportar el hambre que se avecina.
»De esta manera, podremos emplear la escasa cosecha de trigo que recojamos en otoño, estirar la reserva nacional hasta la primavera próxima, consumir la carne de nuestros rebaños en vez de cereales y, entonces, cuando se haya gastado todo, volveremos hacia la Europa Occidental, donde están los lagos de la leche, las montañas de carne y de mantequilla, y las reservas nacionales de diez ricos Estados.
—¿Y comprárselo todo? —preguntó irónicamente Rykov, ministro de Asuntos Exteriores.
—No, camarada —respondió suavemente Vishnayev—. Quitárselo. Cedo la palabra al camarada mariscal Kerensky. Ha traído un legajo que desea que sea examinado por cada uno de nosotros.
Se repartieron doce ejemplares del grueso legajo. Kerensky se reservó uno y empezó a leerlo. Rudin no abrió el que tenía delante y siguió fumando continuamente. Ivanenko dejó también el suyo sobre la mesa y miró a Kerensky. Tanto él como Rudin sabían, desde hacía cuatro días, lo que decían aquellos papeles. Kerensky, de acuerdo con Vishnayev, había sacado de la caja fuerte del Estado Mayor Central el legajo del Plan Boris, nombre inspirado en el de Boris Gudonov, el gran conquistador ruso. Ahora había sido puesto al día.
Era algo imponente, y Kerensky empleó dos horas en leerlo. Durante el mes de mayo próximo, las acostumbradas maniobras de primavera del Ejército rojo en Alemania Oriental serían mayores que nunca, pero con una diferencia. No serían tales maniobras, sino una acción real. Al darse la orden, 30 000 tanques y vehículos blindados de transporté de tropas, cañones móviles y carros anfibios, girarían hacia el Oeste, cruzarían el Elba e invadirían Alemania Occidental dirigiéndose hacia Francia y hacia los puertos del Canal de la Mancha. Delante de ellos, 50 000 paracaidistas serían lanzados sobre cincuenta lugares y se apoderarían de los principales aeródromos nucleares tácticos de los franceses, en Francia, y de los americanos e ingleses, en suelo alemán. Otros cien mil caerían sobre los cuatro países escandinavos y ocuparían las capitales y las arterias principales, apoyados masivamente por la Armada desde cerca de las costas.
La acción militar no alcanzaría a las penínsulas Itálica e Ibérica, cuyos Gobiernos, dominados por los eurocomunistas, serían advertidos por los embajadores soviéticos de que debían permanecer al margen de la lucha o perecer si no lo hacían. De todos modos, no tardarían más de un lustro en caer como frutos maduros. Lo propio ocurriría con Grecia, Turquía y Yugoslavia. Suiza sería respetada, y Austria, empleada sólo como lugar de paso. Ambas serían más tarde como islotes en un mar soviético, y no durarían mucho.
La primera zona de ataque y ocupación sería la formada por los tres países del Benelux, Francia y Alemania Occidental. De momento, Gran Bretaña se vería afectada por las huelgas y confusa por la extrema izquierda, que, siguiendo instrucciones de Moscú, lanzaría inmediatamente una campaña en pro de la no intervención. Londres sería informada de que, si la fuerza de choque nuclear era empleada al este del Elba, Gran Bretaña sería borrada de la faz del mundo.
Durante toda la operación, la Unión Soviética exigiría a gritos un inmediato alto el fuego en todas las capitales del mundo y en las Naciones Unidas, sosteniendo que las hostilidades sólo afectaban a Alemania Occidental, que eran temporales e iban exclusivamente encaminadas a evitar una marcha de los alemanes occidentales sobre Berlín, alegato que sería creído y apoyado por la mayoría de la izquierda europea no alemana.
—¿Y qué harán, entretanto, los Estados Unidos? —le interrumpió Petrov.
Kerensky le miró, enojado por ver interrumpido su discurso después de noventa minutos.
—El empleo de armas nucleares tácticas en suelo alemán no puede excluirse —siguió diciendo Kerensky—, pero con ellas se destruiría Alemania Occidental, Alemania Oriental y Polonia, con lo que, desde luego, nada perdería la Unión Soviética. Gracias a la debilidad de Washington, no habría despliegue de misiles desde el mar, ni de bombas de neutrones. Las bajas militares soviéticas se calculan entre cien mil y doscientas mil, como máximo. Pero, como intervendrían dos millones de hombres en los tres servicios, el porcentaje sería aceptable.
—¿Duración? —preguntó Ivanenko.
—Las unidades de vanguardia de los Ejércitos mecanizados entrarían en los puertos del Canal de la Mancha cien horas después de cruzar el Elba. Entonces, podría negociarse el alto el fuego, durante el cual se practicarían las operaciones de limpieza.
—¿Es esto factible, en el tiempo indicado? —preguntó Petryanov.
Esta vez, intervino Rudin.
—¡Oh, sí! Es factible —asintió mansamente, y Vishnayev le lanzó una recelosa mirada.
—Todavía no se ha contestado a mi pregunta —observó Petrov—. ¿Qué hay de los Estados Unidos? ¿Qué hay de sus fuerzas nucleares de choque? No me refiero a las armas tácticas, sino a las estratégicas. Las bombas de hidrógeno de las cabezas nucleares de sus misiles balísticos intercontinentales, de sus bombarderos y sus submarinos.
Las miradas de los que estaban en la mesa se fijaron en Vishnayev. Este se levantó de nuevo.
—El presidente americano deberá recibir, en el primer momento, seguridades formuladas de modo solemne y verosímil —dijo—. Primera: que la URSS no será nunca la primera en emplear armas termonucleares. Segunda: que si los 300 000 soldados americanos destacados en la Europa Occidental intervienen en la lucha, tendrán que enfrentarse con los nuestros en una guerra convencional o de táctica nuclear. Tercera: que si los Estados Unidos recurren a misiles balísticos contra la Unión Soviética, las cien ciudades principales de los Estados Unidos dejarán de existir.
»El presidente Matthews, camaradas, no sacrificará Nueva York para salvar París, ni Los Angeles para salvar Francfort. No habrá reacción termonuclear americana.
Se hizo un pesado silencio, mientras los reunidos iban asimilando las perspectivas. El enorme almacén de comida, incluido el trigo, de bienes de consumo y de tecnología, que era la Europa Occidental. La caída, como frutas maduras, de Italia, España, Portugal, Austria, Grecia y Yugoslavia, dentro de pocos años. El rico filón de oro oculto bajo las calles de Suiza. El total aislamiento de Gran Bretaña y de Irlanda frente a la nueva costa soviética. El dominio, sin disparar un tiro, sobre el mundo árabe y el Tercer Mundo. Todo esto, junto, era extraordinario.
—Es un panorama muy hermoso —afirmó, al fin, Rudin—. Pero todo parece fundarse en una presunción: que los Estados Unidos no harán llover proyectiles nucleares sobre la Unión Soviética, si les prometemos que no lanzaremos los nuestros contra ellos. Me gustaría saber si el camarada Vishnayev tiene algo que confirme su confiada declaración. En una palabra, ¿es un hecho demostrable, o una esperanza acariciada por él?
—Es más que una esperanza —saltó Vishnayev—. Es un cálculo fundado en la realidad. Como capitalistas y nacionalistas burgueses que son, los americanos pensarán siempre primero en ellos mismos. Son tigres de papel, débiles e indecisos. Y, sobre todo, cuando se enfrentan con la perspectiva de perder vidas propias, son cobardes.
—¿De veras lo son? —murmuró Rudin—. Bueno, camaradas, intentaré resumir. El panorama descrito por el camarada Vishnayev es atrayente en todos los sentidos; pero se apoya en la esperanza..., perdón, en sus cálculos, de que los americanos no replicarán con sus potentes armas termonucleares. Si lo hubiésemos creído así antes de ahora, sin duda habríamos terminado ya el proceso de liberación de las masas oprimidas de la Europa Occidental, arrancándolas al fascismocapitalismo y trayéndolas al marxismoleninismo. Por mi parte, no veo ningún elemento nuevo que justifique el cálculo del camarada Vishnayev.
»En todo caso, ni él ni el camarada mariscal han tenido nunca tratos con los americanos, y ni siquiera han estado en Occidente.
»Yo he estado, personalmente, y discrepo de ellos. Oigamos lo que tiene que decir el camarada Rykov.
El viejo y veterano ministro de Asuntos Exteriores estaba pálido como la cera.