—Todo esto huele a kruschevismo, como en el caso de Cuba. Llevo treinta años en Asuntos Exteriores. Los embajadores en todo el mundo me informan a mí, no al camarada Vishnayev. Y ninguno de ellos, ni uno solo, y ningún técnico de mi Departamento, ni yo mismo, tenemos la menor duda de que el presidente de los Estados Unidos reaccionaría con su fuerza termonuclear contra la Unión Soviética. No se trata simplemente de un intercambio de ciudades. También él puede ver que la consecuencia de una guerra semejante sería el dominio de casi todo el mundo por la Unión Soviética. Sería el final de América como superpotencia, como potencia, como cualquier cosa por encima de una nulidad total. Arrasarían la Unión Soviética, antes que entregarnos la Europa Occidental y, por ende, el mundo.
—Por mi parte, debo señalar —intervino Rudin— que, si lo hiciesen, no estaríamos aún en condiciones de impedírselo. Nuestros rayos láser de partículas de alta energía, lanzados desde los satélites espaciales, no son aún totalmente eficaces. Sin duda llegará un día en que podremos desintegrar los cohetes en el espacio interior antes de que puedan alcanzarnos. Pero no ahora... Los últimos cálculos de nuestros expertos..., de nuestros expertos, camarada Vishnayev, no de nuestros optimistas..., indican que un ataque termonuclear masivo de los angloamericanos nos costaría cien millones de ciudadanos, en su mayoría grandes rusos, y devastaría el sesenta por ciento de la Unión desde Polonia a los Urales. Pero sigamos. Camarada Ivanenko, usted conoce Occidente. ¿Qué tiene que decir?
—A diferencia de los camaradas Vishnayev y Kerensky —declaró Ivanenko—, yo tengo el control de centenares de agentes en todo el Occidente capitalista. Sus informes son invariables. Tampoco yo tengo la menor duda de que los americanos replicarían.
—Entonces, permítanme resumir —dijo bruscamente Rudin, considerando terminados los momentos de tanteo—. Si negociamos con los americanos para conseguir trigo, quizá tendremos que aceptar exigencias que supondrían un retroceso de cinco años para nosotros. Si soportamos el hambre, el retroceso será probablemente de diez años. Si provocamos una guerra europea, es posible que seamos barridos del mapa o, en otro caso, suframos un retraso seguro de veinte o cuarenta años.
»Yo no soy un teórico como lo es, indudablemente, el camarada Vishnayev. Pero creo recordar que las enseñanzas de Marx y de Lenin insisten mucho en un punto: si bien hay que buscar la implantación mundial del régimen marxista en todo momento y por todos los medios, no hay que poner en peligro el progreso corriendo riesgos estúpidos. Entiendo que este plan significa un riesgo disparatado. Por consiguiente, propongo que...
—Yo propongo que se someta a votación —interrumpió suavemente Vishnayev.
Conque así estaba la cosa. No un voto de confianza, pensó Rudin; esto vendría más tarde, si perdía el primer asalto. La facción belicista se había quitado la careta. Desde hacía años, no había tenido una impresión tan clara de estar luchando por su vida. Si perdía, no podría gozar de un cómodo retiro, ni retener las villas y los privilegios, como había hecho Mikoyan. Sería la ruina, el exilio o, quizás, el balazo en la nuca. Pero conservó su compostura. Presentó primero su propia moción. Sucesivamente, se levantaron varias manos.
Rykov, Ivanenko y Petrov, votaron a favor de él y de su política negociadora. Hubo cierta vacilación en la mesa. ¿A quiénes había conquistado Vishnayev? ¿Y qué les había prometido?
Stepanov y Shushkin levantaron la mano. Por último, muy despacio, lo hizo Chavadze, el georgiano. Entonces, Rudin puso a votación la contrapropuesta, o sea, la guerra en primavera. Naturalmente, Vishnayev y Kerensky votaron a favor. El ministro de Agricultura, Komarov, se unió a ellos. «Bastardo —pensó Rudin—, ha sido tu maldito Ministerio quien nos ha metido en este lío.» Vishnayev debió persuadirle de que Rudin le iba a arruinar en todo caso, y por esto pensó que no tenía nada que perder. «Te equivocas, amigo mío —pensó Rudin, aunque su rostro permaneció impasible—; te sacaré las tripas por esto.» Petryanov levantó la mano. «Te han prometido la presidencia del Gobierno», pensó Rudin. Vitautas, el báltico, y Mujamed, el tadjik, se mostraron también partidarios de la guerra. El tadjik debía pensar que, si estallaba una guerra nuclear, los orientales reinarían sobre las ruinas. El lituano había sido comprado.
—Seis votos a favor de cada propuesta —comentó Rudin, pausadamente—. Yo voto en pro de las negociaciones.
Pequeño margen, pensó; demasiado pequeño.
El sol se hundía en el ocaso cuando se levantó la sesión. Pero todos sabían que la lucha entre facciones continuaría hasta el fin; nadie podía retroceder ahora; nadie podía permanecer neutral.
Hasta el quinto día de viaje no llegó el grupo a Lvov y se alojó en el «Hotel Inturist». Hasta ahora, Drake había seguido exactamente las visitas programadas, pero esta vez alegó un dolor de cabeza y dijo que prefería quedarse en su habitación. Cuando el grupo hubo salido en autocar, en dirección a la iglesia de San Nicolás, se puso unas ropas más corrientes y salió del hotel.
Kaminsky le había informado sobre el indumento que debía ponerse para no llamar la atención: sandalias y calcetines, pantalón ligero, no demasiado elegante, y camisa de cuello abierto y del género más barato. Orientándose con un plano de la ciudad, echó a andar por el sucio y pobre suburbio obrero de Levandivka. Estaba seguro de que, cuando los encontrase, los dos hombres a los que buscaba le recibirían con el mayor recelo. Lo cual no sería de extrañar, teniendo en cuenta los antecedentes familiares y las circunstancias que concurrían en ellos. Recordó lo que le había contado Miroslav Kaminsky en su cama del hospital turco.
El 29 de septiembre de 1966, cerca de Kiev, en la garganta de Babi Yar, donde más de 50 000 judíos habían sido asesinados en 1941-1942, por la SS de los nazis que ocupaban Ucrania, el primer poeta ucraniano de la época, Iván Dzyuba, había pronunciado un discurso tanto más notable cuanto que se trataba de un católico ucraniano que hablaba enérgicamente en contra del antisemitismo.
El antisemitismo floreció siempre en Ucrania, y sus sucesivos gobernantes —los zares, los estanilistas, los nazis, nuevamente los estalinistas y sus sucesores— fomentaron siempre vigorosamente aquel florecimiento.
El largo discurso de Dzyuba empezó con lo que parecía un alegato en pro del recuerdo de los judíos asesinados en Babi Yar y una rotunda condena del nazismo y el fascismo. Pero al desarrollar el tema, éste empezó a abarcar todos los despotismos que, aparte sus triunfos tecnológicos, atropellan el espíritu humano y tratan de persuadir, incluso a los atropellados, de que esto es lo normal.
«Por consiguiente —dijo—, debemos juzgar las sociedades, no por sus logros técnicos externos, sino por la posición y el significado que dan al hombre, por el valor que otorgan a la dignidad y a la conciencia humanas.»
Cuando llegó a este punto, los chequistas que se habían infiltrado entre la silenciosa multitud se dieron cuenta de que el poeta no se refería ya a la Alemania de Hitler, sino que hablaba del Politburó de la Unión Soviética. Poco después del discurso, fue detenido.
En los sótanos del cuartel de la KGB local, el primer inquisidor, que tenía a su servicio a los dos brutos colocados en los rincones de la estancia y que blandían pesados tubos de caucho de un metro de longitud, era un aventajado y joven coronel del segundo directorio, enviado de Moscú. Se llamaba Yuri Ivanenko.
Pero durante el discurso de Babi Yar, dos chiquillos de diez años habían estado en primera fila, de pie al lado de sus padres. Entonces no se conocían, y tardarían seis años en encontrarse y hacerse buenos amigos en unas obras de construcción. Uno de ellos se llamaba Lev Mishkin; el otro era David Lazareff.
La presencia de los padres de Mishkin y Lazareff en el mitin había sido también observada, y, cuando años más tarde pidieron autorización para emigrar a Israel, ambos fueron acusados de actividades antisoviéticas y condenados a un largo período de trabajos forzados.
Sus familias habían perdido sus apartamentos, y sus hijos, toda esperanza de ingresar en la Universidad. Aunque muy inteligentes, fueron destinados a trabajos de pico y pala. Los dos tenían ahora veintiséis años y eran los jóvenes a quienes Drake buscaba en los cálidos y polvorientos callejones de Levandivka.
En la segunda dirección encontró a David Lazareff, el cual, después de las presentaciones, le trató con extremado recelo.
Pero accedió a convocar a su amigo Mishkin a una reunión, ya que, a fin de cuentas, Drake conocía los nombres de los dos.
Aquella noche conoció a Lev Mishkin, y los dos hombres le miraron casi con hostilidad. El les refirió la historia de la fuga y el salvamento de Miroslav Kaminsky, y sus propios antecedentes. La única prueba que podía mostrarles era una fotografía de él y Kaminsky, juntos, tomada en la habitación del hospital de Trebisonda por un enfermero, con una cámara «Polaroid». Ambos sostenían el periódico turco local de aquella fecha. Drake traía también este mismo periódico, empleado para forrar interiormente su maleta, y se lo mostró como prueba de su historia.
—Escuchen —dijo, por último—; si Miroslav hubiese sido detenido por la KGB e interrogado en territorio soviético; si hubiese cantado y revelado sus nombres, y si yo fuese de la KGB, sería incomprensible que les pidiese ayuda.
Los dos obreros judíos se avinieron a considerar su petición aquella noche. Aunque Drake no lo sabía, Mishkin y Lazareff compartían desde hacía tiempo un ideal muy parecido al suyo: descargar un único y poderoso golpe de venganza contra el corazón de la jerarquía del Kremlin. Pero estaban a punto de renunciar a ello, en vista de la imposibilidad de hacer algo sin ayuda exterior.
Impulsados por su deseo de tener un aliado fuera de las fronteras de la URSS, ambos se estrecharon la mano al amanecer y convinieron en depositar su confianza en el angloucraníano. La segunda reunión se celebró por la tarde, después de eludir Drake otra visita en compañía de la guía. Para mayor seguridad, pasearon por las anchas vías sin empedrar de las afueras de la ciudad, hablando en voz baja o en ucraniano. Los dos jóvenes dijeron a Drake que también ellos deseaban propinar a Moscú un golpe mortal.
—La cuestión es: ¿cuál? —inquirió Drake.
Lazareff, que era el menos locuaz pero el más dominante de los dos, intervino ahora.
—Ivanenko —dijo—. El hombre más odiado en Ucrania.
—¿Qué habría que hacerle? preguntó Drake.
—Matarle.
Drake se detuvo en seco y miro fijamente al moreno y resuelto joven.
—Nunca podrían acercarse a él —dijo al fin.
—El año pasado —repuso Lazareff— estuve haciendo un trabajo aquí, en Lvov. Soy pintor de paredes, ¿sabe? Redecorábamos el apartamento de un jefazo del partido, y había en la casa una ancianita de Kiev. Cuando ésta se marchó, la esposa del hombre del partido dijo quién era. Más tarde vi en el buzón una carta con el matasellos de Kiev. La cogí, y era de la vieja. Su dirección estaba en el sobre.
—Pero, ¿quién era? —preguntó Drake.
—Su madre.
Drake consideró la información.
—Parece que las personas como él no deberían tener madre —dijo—. Pero quizá tendrían ustedes que vigilar su piso mucho tiempo, antes de que a él se le ocurriese visitarla.
Lazareff movió la cabeza.
—Ella es el cebo —observó, y esbozó su idea.
Drake reflexionó sobre su enormidad.
Antes de venir a Ucrania había hecho muchos proyectos sobre el golpe que soñaba en descargar contra el poder del Kremlin, pero jamás se le había ocurrido una cosa así. Asesinar al jefe de la KGB sería bello ir al Politburó en su mismo centro y resquebrajar toda la estructura del poder.
—Podría dar resultado —concedió.
Si lo daba, pensó, se alzaría un muro de silencio alrededor del suceso. Pero si llegaba a saberse la noticia, el efecto sobre la opinión popular, especialmente en Ucrania, sería traumático.
—Podría provocar el mayor levantamiento que jamás se haya producido aquí —dijo.
Lazareff asintió con la cabeza. Saltaba a la vista que, aun sin contar con ayuda exterior, él Mishkin le habían dado muchas vueltas al proyecto.
—Cierto —asintió.
—¿Qué equipo necesitarían? —preguntó Drake.
Lazareff se lo dijo. Drake asintió con la cabeza.
—Todo eso puede adquirirse en Occidente —dijo—. Pero, ¿cómo introducirlo aquí?
—Vía Odessa —contestó Mishkin—. Yo trabajé una temporada en los muelles. Es un lugar absolutamente corrompido. El mercado negro está en pleno auge. En todos los barcos occidentales llegan marineros que trafican intensamente con los truhanes locales, en chaquetas de cuero, abrigos de ante y pantalones vaqueros. Nosotros le esperaríamos allí. Y está dentro de Ucrania; no necesitaríamos pasaporte para ir de un Estado a otro.
Cuando se despidieron habían trazado el plan. Drake compraría el quipo y lo traería a Odessa por mar. Avisaría a Mishkin y a Lazareff por carta, echada al correo en la propia Unión Soviética, con mucha anticipación a su llegada. El texto sería inocente. El lugar de la cita en Odessa sería un café que conocía Mishkin de cuando, siendo adolescente, había trabajado allí.
—Dos cosas más —añadió Drake—. Cuando se haya realizado la acción, la publicidad, el anuncio a todo el mundo de la hazaña, será de vital importancia; casi tan importante como la misma acción. Esto quiere decir que ustedes, personalmente, tendrán que decirlo al mundo, Porque sólo ustedes conocerán los detalles que convencerán al mundo de la verdad de lo acaecido. Lo cual significa, a su vez, que tendrán que escapar de aquí y pasar a Occidente.
—Eso es evidente —murmuró Lazareff—. Ambos somos refuseniks. Tratamos de emigrar a Israel, como lo intentaron antes nuestros padres, y nos negaron el permiso. Esta vez iremos, con o sin autorización. Cuando esto haya terminado, tendremos qué ir a Israel. Es el único lugar donde podremos estar seguros para siempre. Una vez allí, diremos al mundo lo que hemos hecho y desacreditaremos a esos bastardos del Kremlin y de la KGB a los ojos de su propio pueblo.
—El otro punto es consecuencia del primero —observó Drake—. Cuando la cosa se haya realizado, deben decírmelo por medio de una carta o de una postal en clave. Para el caso de que no lograsen escapar. De este modo, podría contribuir a que el mundo supiese la noticia.