Drake presentó a Kaminsky a Krim, y dio órdenes al primero.
—Aprenderás inglés —le dijo—. Por la mañana, por la tarde y por la noche. Emplearás libros y discos de gramófono, y deberás aprender más de prisa de lo que nunca lo hiciste. Mientras tanto, yo te conseguiré documentos decentes. No puedes viajar eternamente con papeles de la Cruz Roja. Hasta que los consiga, y mientras no puedas hacerte entender en inglés, no deberás salir de este piso.
Adam Munro había recorrido durante diez días las tierras altas de Inverness, Ross y Cromarty, y entrado al fin en el condado de Sutherland. Acababa de llegar a la pequeña población de Lochinver, donde las aguas del North Minch se extienden hacia el Oeste, hasta la isla de Lewis, cuando hizo su sexta llamada a la casa de Barry Ferndale, en las afueras de Londres.
—Celebro que me haya llamado —dijo Ferndale, por teléfono—. ¿Podría usted volver a la oficina? El director gerente quiere hablar con usted.
Munro prometió que saldría dentro de una hora y tomaría el tren hasta Inverness. Allí podría seguir en avión hasta Londres.
En su casa de las afueras de Sheffield, la gran ciudad del acero de Yorkshire, Norman Pickering se despidió de su esposa y de su hija con un beso; era una espléndida mañana de finales de julio, y Pickering se dirigió en su coche al Banco del que era director.
Veinte minutos después se detuvo ante la casa una furgoneta que llevaba el nombre de una empresa de artículos de electricidad. Dos hombres, envueltos en sendas batas blancas, se apearon de ella. Uno de ellos llevó una caja grande de cartón hasta la puerta de la casa, precedido por su compañero, que llevaba un bloc en la mano. Mistress Pickering abrió la puerta, y los dos hombres entraron. Ningún vecino se dio cuenta de nada.
Diez minutos más tarde, el hombre del bloc salió y se marchó en la furgoneta. Por lo visto, su compañero se había quedado para instalar y comprobar los artículos servidos.
Media hora después, la furgoneta aparcó a dos manzanas del Banco, y el conductor, sin su bata blanca, luciendo un traje gris oscuro de hombre de negocios y llevando en la mano no un bloc, sino una gran cartera, entró en el Banco. Dio un sobre a una de las empleadas, la cual lo miró y, al ver que iba dirigido personalmente a míster Pickering, fue a entregarlo a su destinatario. El hombre de negocios esperó pacientemente.
Al cabo de dos minutos, el director abrió la puerta de su despacho y miró al exterior. Vio al hombre de negocios que esperaba.
—¿Míster Partington? —inquirió—. Pase, por favor.
Andrew Drake no habló hasta que la puerta se hubo cerrado detrás de él. Cuando lo hizo, su voz no tenía el menor acento de su Yorkshire natal, sino un tono gutural, propio del continente europeo. Sus cabellos tenían un color rojo zanahoria, y unas gafas oscuras y de gruesa montura ocultaban sus ojos hasta cierto punto.
—Deseo abrir una cuenta —dijo— y retirar una cantidad en efectivo.
Esto extrañó a Pickering; su jefe de oficina habría podido cuidar muy bien de esta transacción.
—Es una cuenta importante, un negocio importante —continuó Drake.
Puso un cheque sobre la mesa. Era un talón bancario, de esos que pueden obtenerse en ventanilla. Era de la sucursal del propio Banco Pickering en Holbron, Londres, y había sido extendido por la cifra de 30 000 libras esterlinas.
—Comprendo —repuso Pickering. Tratándose de tanto dinero, el asunto era indiscutiblemente de su competencia—. ¿Qué cantidad de dinero quiere retirar?
—Veinte mil libras.
—¿Veinte mil libras en efectivo? —repitió Pickering, disponiéndose a tomar el teléfono—. Naturalmente, tengo que llamar a la sucursal de Holbron para...
—Creo que no será necesario —interrumpió Drake, empujando un ejemplar del Times de Londres de la mañana sobre la mesa.
Pickering lo miró; pero lo que Drake le mostró a continuación le hizo abrir aún más los ojos. Era una fotografía, tomada con una cámara «Polaroid». En ella reconoció a su esposa, de la que se había despedido hacía una hora y media, sentada en su sillón junto a la chimenea y con los ojos desorbitados por el miedo. También reconoció una parte de su cuarto de estar. Su esposa estrechaba con un brazo a su hija. Sobre sus rodillas, estaba el mismo número del Times de Londres.
—Ha sido tomada hace una hora —dijo Drake.
Pickering sintió un nudo en el estómago. La foto no merecía ningún premio por su calidad, pero la silueta del hombro de un hombre en primer término y la escopeta de cañones recortados con que apuntaba a su familia se veían con mucha claridad.
—Si toca usted la alarma —dijo Drake en voz baja—, la Policía vendrá aquí, no irá a su casa. Y antes de que irrumpan en esta habitación, usted estará muerto. Si dentro de sesenta minutos, exactamente, no he telefoneado diciendo que estoy a salvo con el dinero, ese hombre apretará el gatillo. Por favor, no crea que bromeo; estamos dispuestos a morir, en caso necesario. Pertenecemos al grupo del Ejército Rojo.
Pickering tragó saliva, debajo de la mesa, a un palmo de su rodilla, había un botón conectado con un sistema silencioso de alarma. El hombre volvió a mirar la fotografía y apartó la rodilla.
—Llame al jefe de oficina —dijo Drake— y ordénele que abra la cuenta, ingrese el cheque y déme un talonario para poder retirar las veinte mil libras. Dígale que ha telefoneado a Londres y que todo está en regla. Si se muestra sorprendido, dígale que esta cantidad es para una gran campaña de promoción comercial, en la que los premios se pagarán en metálico. Serénese y pórtese bien.
El jefe de oficina se sorprendió, pero el director parecía tranquilo, quizás un poco abstraído, pero completamente normal. Y el hombre del traje oscuro, sentado delante de aquél, parecía satisfecho y amigable. Incluso había sendas copas de jerez delante de ellos, aunque el hombre de negocios no se había quitado sus finos guantes, lo cual era un poco raro en tiempo tan caluroso. Treinta minutos después, el jefe de oficina sacó el dinero de la caja fuerte, lo dejó sobre la mesa del director y salió.
Drake metió tranquilamente el dinero en la cartera que llevaba.
—Quedan treinta minutos —dijo a Pickering—. Dentro de veinticinco, haré mi llamada telefónica. Mi colega soltará a su esposa y a su hija, sin causarles el menor daño. Pero si da usted la voz de alarma antes de esto, él disparará primero y se entenderá después con la Policía.
Cuando se hubo marchado, míster Pickering permaneció inmóvil durante media hora. En realidad, Drake telefoneó a la casa a los cinco minutos, desde una cabina pública. Kim recibió la llamada, dirigió una breve sonrisa a la mujer que yacía en el suelo, con las manos y los tobillos atados con cinta adhesiva, y se marchó. Ninguno de los dos hombres usó la furgoneta, que había sido robada el día anterior. Krim empleó una moto aparcada en la calle, a cierta distancia. Drake sacó un casco de motorista de la furgoneta, para cubrir sus rojos cabellos, y montó en una segunda moto, aparcada cerca de la furgoneta. Ambos habían salido de Sheffield antes de media hora. Y ambos abandonaron las motos al norte de Londres y se reunieron en el piso de Drake, donde éste lavó el tinte rojo de sus cabellos y rompió sus gafas en mil pedazos.
A la mañana siguiente, Munro desayunó en el avión cuando volaban al sur de Inverness. Después de retirar las bandejas de plástico, la azafata ofreció a los viajeros los periódicos recién llegados de Londres. Como viajaban en la cola del avión, Munro tuvo que privarse del Times y del Telegraph, pero consiguió un ejemplar de Daily Express. Los titulares de la primera página se referían a dos hombres sin identificar, supuestos alemanes del grupo Ejército Rojo, que habían robado 20 000 libras en un Banco de Sheffield.
—¡Malditos bastardos! —exclamó un inglés que trabajaba en los pozos petrolíferos del mar del Norte y ocupaba el asiento contiguo al de Munro, señalando el titular del Express—. ¡Malditos comunistas! ¡Yo los ahorcaría a todos!
Munro convino en que eso del ahorcamiento debía considerarse en el futuro.
En Heathrow tomó un taxi y se hizo llevar a un lugar muy próximo a la oficina, donde le introdujeron inmediatamente en el despacho de Barry Ferndale.
—Adam, amigo mío, parece usted otro hombre.
Hizo sentar a Munro y le ofreció una taza de café.
—Bien, hablemos de la cinta. Debe de estar impaciente por saberlo. Lo cierto, amigo mío, es que es auténtica. No hay la menor duda sobre esto. Todo concuerda. Ha habido un gran follón en el Ministerio de Agricultura soviético. Seis o siete altos funcionarios han sido despedidos, incluido uno que pensamos que debe de ser aquel desgraciado de la Lubianka.
»Esto lo confirma. Pero las voces son auténticas. Sin duda alguna, según los chicos del laboratorio. Y ahora, la gran noticia: uno de nuestros agentes, que trabaja en Leningrado, consiguió dar una vuelta en coche fuera de la ciudad. No se cultiva mucho trigo en el Norte, pero sí un poco. Nuestro hombre detuvo el coche, se apeó para orinar, y arrancó un tallo de trigo enfermo. Este llegó en la valija hace tres días. Anoche recibí el informe del laboratorio. Confirma que hay un exceso de «Lindane» en la raíz de la planta.
»Conque, así estamos. Ha dado usted con lo que nuestros primos americanos llaman, graciosamente, un buen filón. En realidad, es oro de veinticuatro quilates. A propósito, el Amo quiere verle. Tiene usted que regresar esta noche a Moscú.
La entrevista con sir Nigel Irvine fue amigable, pero breve.
—Ha sido un buen trabajo —dijo el Amo—. Tengo entendido que su próximo encuentro será dentro de quince días. Munro asintió con la cabeza.
—Esta podría ser una operación a largo plazo —siguió diciendo sir Nigel—, y sirve de ayuda el hecho de que sea usted nuevo en Moscú. Nadie se extrañará si continúa allí durante un par de años. Pero, por si ese tipo cambiase de idea, quiero que le apremie y le saque todo lo que pueda. ¿Necesita alguna ayuda, algún apoyo?
—No, gracias —dijo Munro—. El hombre, al lanzarse, insistió en que sólo debía hablar conmigo. Creo que no conviene introducir a otras personas en este momento; podría escamarse. Además, no creo que pueda viajar, como hizo Penkovsky. Vishnayev nunca viaja, y por esto, Krivoi no tiene ocasión de hacerlo. Tendré que llevar yo solo este asunto.
Sir Nigel asintió.
—Muy bien, sea como usted dice.
Cuando Munro se hubo marchado, sir Nigel abrió un legajo que estaba sobre su mesa y que contenía el historial de Munro. No las tenía todas consigo. Aquel hombre era un lobo solitario, reacio a trabajar en equipo; un hombre que, para descansar, andaba solo por las montañas de Escocia.
En «la Empresa» tenían un adagio: hay agentes viejos y agentes temerarios, pero no hay viejos agentes temerarios. Sir Nigel era un viejo agente, y apreciaba la cautela. Aquel hombre había llegado de fuera, inesperadamente, sin preparación. Y se movía de prisa. Pero, por otra parte, la cinta era indudablemente auténtica. Como lo era la citación que tenía sobre la mesa, para que fuese a ver aquella misma noche a la Primer Ministro, en Downing Street. Desde luego, había informado al secretario de Asuntos Exteriores de que las pruebas sobre la cinta habían sido positivas; y éste era el resultado.
La negra puerta del número 10 de Downing Street, residencia del Primer Ministro británico, es tal vez una de las puertas más conocidas del mundo. Está a la derecha y a unos dos tercios de un callejón sin salida próximo a Whitehall, embutido entre las imponentes moles del Cabinet Office y el Foreign Office.
Delante de esta puerta, con su número 10 en simples caracteres blancos y su picaporte de bronce, custodiada por un solo guardia desarmado, se reúnen los turistas para hacerse fotografías y observar las entradas y salidas de los mensajeros y de políticos conocidos.
En realidad, son los personajes de relumbrón los que cruzan la puerta principal; los hombres influyentes prefieren emplear la lateral. La casa llamada Número Diez forma ángulo recto con el bloque del Cabinet Office, y las esquinas de atrás casi se tocan, encerrando un reducido espacio cubierto de césped detrás de una negra barandilla. En el punto en que casi se encuentran las esquinas, la abertura da a un pasadizo, que conduce a una pequeña puerta lateral, que fue la que utilizó, aquella última noche del mes de julio el director general del SIS, acompañado de sir Julian Flannery, secretario del Gabinete. Los dos hombres fueron conducidos directamente a la segunda planta, pasaron por delante del salón del Gabinete y entraron en el despacho particular de la Primer Ministro.
La Primer Ministro había leído la traducción de la cinta del Politburó que le había entregado el secretario de Asuntos Exteriores.
—¿Han informado a los norteamericanos sobre este asunto? —preguntó, yendo directamente al grano.
—Todavía no, señora —respondió sir Nigel—. Sólo hace tres días que tuvimos confirmación oficial de su autenticidad.
—Quisiera que lo hiciese usted personalmente —dijo la Primer Ministro, y sir Nigel inclinó la cabeza—. Desde luego, las implicaciones políticas de la inminente penuria de trigo en la Unión Soviética son inconmensurables, y los Estados Unidos, como productores de los mayores excedentes de trigo del mundo, deberían intervenir desde el principio.
—No me gustaría que nuestros primos estableciesen contacto con este informador —dijo sir Nigel—. Su manejo puede ser extraordinariamente delicado. Creo que deberíamos hacerlo nosotros solos.
—¿Tratarían ellos de contactar con él? —preguntó la Primer Ministro.
—Tal vez sí, señora. Tal vez sí. Llevamos juntos el caso de Penkovsky, aunque éramos nosotros quienes le habíamos reclutado. Pero entonces había razones para ello. Ahora, creo que deberíamos actuar a solas.
La Primer Ministro no tardó en darse cuenta de la importancia que tenía, en términos políticos, disponer en exclusiva de un agente que tenía acceso a los documentos del Politburó.
—Si ellos aprietan demasiado —dijo la Primer Ministro— dígamelo y hablaré personalmente con el presidente Matthews. Mientras tanto, quisiera que volase usted a Washington mañana y les mostrase la cinta o, al menos, una copia literal de ella. En todo caso, pienso hablar con el presidente Matthews esta misma noche.
Sir Nigel y sir Julian se levantaron, disponiéndose a salir.
—Sólo una cosa más —añadió la Primer Ministro—. Comprendo perfectamente que no pueda revelarme la identidad de este agente. ¿Le dirá quién es a Robert Benson?