—Como usted sabe —resumió Wennerstrom—, firmé en septiembre último un contrato para la compra de un nuevo superpetrolero. En el mercado, todos dijeron que estaba loco; la mitad de mi flota estaba inactiva en Stromstad Sund, y yo encargaba un nuevo barco. Pero yo no estaba loco. ¿Conoce la historia de la «East Shore Oil Company»?
Larsen volvió a asentir con la cabeza. Una pequeña compañía petrolífera americana, con sede en Luisiana, había pasado, hacía diez años, a manos del dinámico Clint Blake. En diez años había crecido de tal manera, que estaba a punto de unirse a las Siete Hermanas, mastodontes de los cártels mundiales del petróleo.
—Pues bien, en el verano del año próximo, 1983, Clint Blake va a inundar Europa. Es un mercado duro y con mucha competencia, pero él cree que podrá vencerla. Está montando varios miles de estaciones de servicio a lo largo de las grandes carreteras de Europa, para vender su propia marca de gasolina y de aceite. Para esto, necesitará barcos petroleros. Y yo los tengo. Un contrato de siete años para transportar crudos del Oriente Medio a Europa Occidental. Está ya construyendo su propia refinería en Rotterdam, junto a las de «Esso», «Mobil» y «Chevron». Por esto necesito el superpetrolero. Es grande, ultramoderno y caro, pero dará rendimiento. Hará cinco o seis viajes al año desde el golfo Pérsico a Rotterdam, y en cinco años quedará amortizada mi inversión. Pero no es ésta la principal razón de que lo haga construir. Será el más grande y el mejor; mi buque insignia, mi monumento. Y usted será su capitán.
Thor Larsen guardó silencio. Lisa alargó una mano y la apoyó sobre la de él, apretándola cariñosamente. Larsen sabía que dos años atrás no habría podido, como noruego que era, mandar un barco de pabellón sueco. Pero desde el acuerdo de Goteborg del año anterior, en cuya aprobación había influido Wennerstrom, un armador sueco podía solicitar la ciudadanía honoraria sueca para oficiales excepcionales escandinavos no suecos que tuviese a su servicio, incluso con el cargo de capitán. Wennerstrom la había pedido y obtenido para Larsen.
Les sirvieron el café y lo sorbieron, apreciando su calidad.
—Lo hago construir en los astilleros de Ishikawajima Harima, en Japón —dijo Wennerstrom—. Son los únicos astilleros del mundo con capacidad para él. Y tienen dique seco.
Ambos sabían que habían quedado atrás los tiempos en que los barcos eran construidos en rampas y botados al agua desde ellas. Los factores de peso y tamaño importaban demasiado. Los gigantes de los mares eran ahora construidos en diques secos, y para botarlos bastaba con inundar el dique y dejar flotar el barco dentro de aquél.
—Empezaron a trabajar en él el 4 de noviembre —dijo Wennerstrom—. La quilla quedó terminada el 30 de enero. El barco está ya tomando forma. Será botado el primero de noviembre próximo y, después de tres meses de ajuste en el amarradero y de pruebas en el mar, empezará a navegar el 2 de febrero. Y usted estará en su puente, Thor.
—Gracias —dijo Larsen—. ¿Qué nombre le pondrá?
—¡Ah, sí! También he pensado en esto. ¿Recuerda las Sagas? Pues le pondremos un nombre que complazca a Niorn, el dios del mar —respondió Wennerstrom, pausadamente. Tenía asido su vaso de agua y miraba fijamente la llama de la vela en el candelero de hierro forjado que tenía delante—. Pues Niorn domina el fuego y el agua, los dos grandes enemigos del capitán de un petrolero: la explosión y el propio mar.
El agua del vaso y la llama de la vela se reflejaban en los ojos del viejo, como se habían reflejado antaño en ellos el fuego y el mar, cuando se hallaba sentado, impotente, en un bote salvavidas en medio del Atlántico, en 1942, a cuatro cables de su petrolero en llamas, primero que había mandado, y observando cómo se debatían los tripulantes en el agua, a su alrededor.
Thor Larsen miró fijamente a su patrono, dudando de que el viejo creyese realmente en este mito; Lisa, por ser mujer, sabía que el hombre hablaba en serio. Por fin, Wennerstrom se recostó en su silla, apartó el vaso de agua con impaciente ademán y llenó de vino tinto el otro vaso.
—Por consiguiente, le pondremos el nombre de la hija de Niorn, Freya, la más hermosa de las diosas. Le llamaremos Freya. —Levantó el vaso.— ¡Por Freya!
Todos bebieron.
—Cuando navegue —comentó Wennerstrom, todos se dirán que nunca habían visto algo semejante. Y nunca volverán a verlo, cuando deje de navegar.
Larsen sabía que los dos petroleros más grandes del mundo eran el Ballemaya y el Batillus, de la «Shell» francesa, que superaban en muy poco el medio millón de toneladas.
—¿Cuál será el peso muerto del Freya? —preguntó Larsen—. ¿Cuánto crudo podrá transportar?
—¡Oh, sí! Me había olvidado de esto —contestó, maliciosamente el viejo armador—. Transportará un millón de toneladas de crudo.
Thor Larsen oyó el débil silbido de su mujer al aspirar profundamente.
—Muy grande —dijo al fin—. Grandísimo.
—El más grande que jamás habrá visto el mundo —añadió Wennerstrom.
Dos días más tarde, llegó al aeropuerto londinense de Heathrow un «Jumbo» procedente de Toronto. Entre sus pasajeros estaba un tal Azamat Krim, nacido en Canadá de padre emigrado, y que, a semejanza de Andrew Drake, había dado a su nombre la forma inglesa de Arthur Crimmins. Era uno de los que sabía Drake, desde hacía años, que compartía absolutamente sus ideas.
Cuando hubo pasado la aduana, Drake le estaba esperando, y ambos se dirigieron al piso de éste, en Bayswater Road.
Azamat Krim era un tártaro de Crimea, bajo, moreno y nervudo. Su padre, a diferencia del de Drake, había luchado en el Ejército rojo durante la Segunda Guerra Mundial, no contra él. Su fidelidad a Rusia había prevalecido sobre todo lo demás. Prisioneros de guerra de los alemanes, él y los de su raza habían sido acusados por Stalin de colaboracionismo con aquéllos, acusación evidentemente infundada, pelo que le sirvió para desterrar a toda la nación tártara a las tierras salvajes del Este.
Decenas de millares habían muerto en los vagones de ganado sin calefacción, y otros miles, en los helados eriales de Kazajstán y de Siberia, por falta de comida o de ropa.
En un campo alemán de trabajos forzados, Chingris Krim se había enterado de la muerte de toda su familia. Liberado por los canadienses en 1945, había tenido la suerte de no ser devuelto a Stalin para su ejecución o su envío a los campamentos de esclavos, Le había protegido un oficial canadiense, ex jinete de rodeo de Calgary, que un día, en una hacienda austríaca, había admirado la maestría de aquel soldado tártaro en la monta. El canadiense había obtenido un permiso de emigración al Canadá a favor de Krim, y éste se había casado allí y tenido un hijo. Este hijo era Azamat, que tenía ahora treinta años y, como Drake, odiaba al Kremlin por los sufrimientos infligidos al pueblo de su padre.
En el pisito de Bayswater, Andrew Drake expuso su plan, y el tártaro se avino a colaborar en él. Ambos dieron los toques finales al proyecto de robar un Banco del norte de Inglaterra, para hacerse con los fondos necesarios.
En la oficina principal, Adam Munro se presentó a Barry Ferndale, encargado de la sección soviética en «la Empresa». En los años anteriores, Ferndale había trabajado como agente e intervenido en los agotadores interrogatorios de Oleg Penkovsky, cuando el delator ruso había visitado Gran Bretaña, acompañando a las delegaciones comerciales soviéticas.
Era un hombre bajo y redondo, vivaracho y de mejillas sonrosadas. Tras su afectada animación y su aparente ingenuidad disimulaba su aguda inteligencia y su profundo conocimiento de los asuntos soviéticos.
En su oficina del cuarto piso de la sede de «la Empresa» escuchó la grabación de Moscú desde el principio hasta el fin. Cuando hubo terminado, empezó a limpiar furiosamente sus gafas, brincando de entusiasmo.
—¡Bendito sea Dios, mi querido amigo! ¡Mi querido Adam! ¡Qué asunto tan extraordinario! Esto tiene realmente un valor incalculable.
—Si es verdad —repuso, precavidamente, Munro.
Ferndale dio un respingo, como si sólo se le hubiese ocurrido esta idea.
—¡Ah, sí, claro! Si es verdad. Ahora, sólo debe decirme cómo la consiguió.
Munro contó minuciosamente su historia. Era verdad en todos sus detalles, salvo que dijo que la cinta procedía de Anatoly Krivoi.
—Sí, sí, Krivoi; desde luego, sé quién es —dijo Ferndale—. Bueno, ahora tengo que traducir eso al inglés y mostrárselo al Amo. Puede ser algo muy gordo. Usted no podrá volver mañana a Moscú, ¿sabe? ¿Tiene un lugar donde alojarse? ¿En su club? Excelente. Un sitio de primera clase. Muy bien; ahora váyase a tomar una buena cena y permanezca un par de días en el club.
Ferndale llamó por teléfono a su esposa y le dijo que no iría aquella noche a su modesta casa de Pinner, sino que la pasaría en la ciudad. Ella sabía cuál era su oficio y estaba acostumbrada a estas ausencias.
Solo en su oficina, el hombre pasó la noche trabajando en la traducción de la cinta. Conocía bien el ruso, aunque carecía del finísimo oído de Munro para el tono y el acento, que es lo que caracteriza al bilingüe de verdad. Pero su ruso era bastante bueno. Nada le pasó por alto del informe de Yakolev, ni de la breve pero pasmada reacción que produjo en los trece miembros del Politburó.
A las diez de la mañana siguiente, sin haber dormido, pero después de afeitarse y desayunar, y al parecer, tan fresco y lozano como de costumbre, Ferndale llamó al secretario de sir Nigel Irvine por la línea privada y le pidió una entrevista con éste. Diez minutos más tarde, estaba con el director general.
Sir Nigel Irvine leyó la traducción en silencio, la dejó sobre la mesa y contempló la cinta magnetofónica que Ferndale había puesto ante él.
—¿Es auténtica? —preguntó.
Barry Ferndale había dejado a un lado su campechanía. Conocía a Nigel Irvine desde hacía muchos años, como colega, y, al ser elevado su amigo al puesto supremo y recibido el título de sir, nada había cambiado entre ellos.
—No lo sé —respondió, con aire pensativo—. Habrá que hacer muchas comprobaciones. Es posible que lo sea. Adam me dijo que conoció a Krivoi hace dos semanas, en una recepción en la Embajada checa. Si Krivoi pensaba en venir, habría sido una buena oportunidad. Penkovsky hizo exactamente lo mismo: conocer a un diplomático en un campo neutral y convenir una reunión secreta para más tarde. Desde luego, Penkovsky fue considerado con el mayor recelo hasta que se comprobó su información. Esto es lo que quiero hacer ahora.
—Explícate —pidió sir Nigel.
Ferndale empezó de nuevo a limpiarse las gafas. La velocidad de los movimientos circulares del pañuelo sobre los cristales era, valga la expresión, directamente proporcional al ritmo de su pensamiento, y Ferndale los frotaba furiosamente.
—En primer lugar, Munro —dijo—. Sólo para el caso de que sea una trampa que podría cerrarse en el segundo encuentro, quisiera que se tomase aquí unas vacaciones, hasta que terminemos con la cinta. La Oposición podría, sólo digo podría, tratar de provocar un incidente entre Gobiernos.
—¿Se le deben vacaciones? —preguntó sir Nigel.
—En realidad, sí. Fue enviado a Moscú con tanta prisa, a fin de mayo, que se le quedó a deber una quincena de sus vacaciones de verano.
—Siendo así, que las disfrute ahora. Pero manteniéndose en contacto con nosotros. Y dentro de Inglaterra, Barry. No debe salir al extranjero hasta que esto quede aclarado.
—Después está la propia cinta —continuó Ferndale—. Se divide en dos partes: el informe Yakolev y las voces del Politburó. Que yo sepa, nunca habíamos oído hablar a Yakolev. Por consiguiente, no podemos comprobar su voz. Pero emplea un lenguaje sumamente técnico. Me gustaría comprobarlo con algunos expertos en los sistemas químicos de protección de los cereales. El Ministerio de Agricultura tiene una sección excelente que entiende de estas cosas. Nadie deberá saber el motivo de nuestra curiosidad, pero tengo que convencerme de que el accidente de la válvula de admisión del Lindane es verosímil.
—¿Recuerdas el legajo que nos prestaron los primos hace un mes? —preguntó sir Nigel—. Me refiero a las fotos tornadas por los satélites «Cóndor».
—Desde luego.
—Comprueba los síntomas con la explicación aparente. ¿Qué más?
—La segunda parte de la cinta requiere un análisis de las voces —dijo Ferndale—. Me gustaría cortar esa parte en pedazos, de manera que nadie pueda saber de qué se hablaba. El laboratorio de idiomas de Beaconsfield puede comprobar la fraseología, la sintaxis, las expresiones vernáculas, los dialectos regionales, etc. Pero lo esencial sería la comparación de las grabaciones de voces.
Sir Nigel asintió con la cabeza. Ambos sabían que las voces humanas, descompuestas en una serie de sonidos y pulsaciones electrónicamente registradas, son tan individuales como las huellas dactilares. No hay dos que sean idénticas.
—Muy bien —asintió—. Pero debo insistir en dos cosas, Barry. De momento nadie sabe nada de esto, aparte de nosotros tres. Si es un truco, no interesa que se conciban falsas esperanzas; si no lo es, el caso será tremendamente explosivo. Nadie del sector técnico debe conocer la totalidad del documento. Segundo: no quiero volver a oír el nombre de Anatoly Krivoi. Inventa un nombre falso para él y empléalo en el futuro.
Dos horas más tarde, Barry Ferndale llamó por teléfono a Munro en su club, donde estaba almorzando. Como la línea no era privada, emplearon el lenguaje comercial acostumbrado.
—El director gerente está entusiasmado con el informe sobre las ventas —dijo Ferndale a Munro—. Insiste en que se tome usted quince días de vacaciones, para que podamos estudiarlo a fondo y hacer planes para el futuro. ¿Ha pensado en algún lugar donde pasar sus días de descanso?
Munro no había pensado en ello, pero lo hizo en seguida. No era una pregunta, sino una orden.
—Me gustaría volver unos días a Escocia —respondió—. Siempre tuve ganas de recorrer la costa desde Lochamber hasta Sutherland, en verano.
A Ferndale le pareció estupendo.
—Las Highlands, los vallecitos de la bella Escocia. Magnífico, en esta época del año. Yo no pude nunca soportar el ejercicio físico, pero estoy seguro de que usted lo pasará muy bien. Mantenga el contacto conmigo, digamos, cada dos días. Tiene el número de teléfono de mi casa, ¿no?
Una semana más tarde, Miroslav Kaminsky llegó a Inglaterra con sus documentos de viaje de la Cruz Roja. Había cruzado Europa en tren, y su billete había sido pagado por Drake, que estaba a punto de agotar sus recursos financieros.