Ni Ivanenko ni Petrov habían olvidado que el predecesor de Vishnayev como teórico del partido, Mijail Suslov, había sido quien había forjado la mayoría que derribó a Kruschev en 1963. Rudin dejó que rumiasen sus palabras.
—Yuri —dijo después—, usted sabe muy bien que, dado su historial, no puede ser mi sucesor. —Ivanenko inclinó la cabeza; nunca se había hecho ilusiones a este respecto.— Pero —siguió diciendo Rudin— usted y Vassili, juntos, pueden imprimir un rumbo seguro a este país, si se mantienen firmemente unidos y detrás de mí. El año próximo me marcharé, de un modo u otro. Y, cuando me vaya, quiero que usted, Vassili, ocupe este sillón.
Los dos hombres más jóvenes guardaron un tenso silencio. Ninguno de ellos recordaba a un predecesor de Rudin que hubiese sido tan previsor. Stalin había sufrido un ataque al corazón y había sido rematado por su propio Politburó, cuando se disponía a liquidarlos a todos; Beria había intentado hacerse con el poder, pero había sido detenido y fusilado por sus temerosos colegas; Malenkov había caído en desgracia, lo mismo que Kruschev; Breznev les había tenido a todos en suspenso hasta el último minuto.
Rudin se levantó, en señal de que la reunión estaba a punto de terminar.
—Una última cosa —dijo—. Vishnayev está tramando algo. Tratará de hacer de Suslov, amparándose en esa catástrofe de trigo. Si se sale con la suya, todos habremos terminado, y quizá también Rusia estará acabada. Porque es un extremista; es impecable en la teoría, pero imposible en la práctica. Ahora tengo que saber lo que está haciendo, por dónde nos va a salir y a quién trata de reclutar. Averígüenlo. Descúbranlo en un plazo de catorce días.
El Centro, Cuartel General de la KGB, es un enorme complejo de piedra, de casas de oficinas, que ocupa todo el lado nordeste de la plaza de Dzerzhinsky, en la cima de la Karl Marx Prospekt. En realidad, este complejo es un cuadro vacío por dentro; la fachada y las dos alas están ocupadas por la KGB, y el bloque de atrás es el centro de interrogatorios y prisión de la Lubianka. La proximidad de ambos sectores, únicamente separados por el patio interior, permite a los interrogadores cumplir sin demora su trabajo.
El despacho del presidente está en la tercera planta, a la izquierda de la puerta principal. Pero él entra siempre en automóvil, con su chófer y sus guardaespaldas, por la puerta lateral. El despacho es una habitación muy grande y adornada, con paneles de caoba en las paredes y lujosas alfombras orientales. En una de las paredes pende el obligado retrato de Lenin, y en otra, una fotografía del propio Feliks Dzerzhinsky. A través de los cuatro altos ventanales, con sus cortinas y sus cristales a prueba de balas, que dan a la plaza, el observador puede ver otra imagen del fundador de la Cheka: una estatua de bronce, de seis metros de altura, colocada en el centro de la plaza, y cuyos ojos ciegos miran a lo largo de la Marx Prospekt hacia la plaza de la Revolución.
A Ivanenko le disgustaba la decoración pesada, recargada y copiosa, de los centros oficiales soviéticos, pero poco podía hacer en lo tocante a su despacho. De los muebles heredados de su predecesor, Andropov, sólo apreciaba la mesa. Era enorme y estaba provista de siete teléfonos. El más importante de éstos era el Kremlevka, que le enlazaba directamente con el Kremlin y Rudin. Después estaba el Vertushka, del color verde de la KGB, que le ponía en comunicación con los otros miembros del Politburó y con el Comité Central. Otros le enlazaban, a través de circuitos de alta frecuencia, con los principales representantes de la KGB en toda la Unión Soviética y en los satélites europeos del Este. Y había, en fin, otras líneas directas con el Ministerio de Defensa y su servicio de información, GRU. Todas las líneas tenían conexiones independientes. Aquella tarde, tres días después de terminar el mes de junio, recibió por la última de dichas líneas la llamada que esperaba desde hacía diez días.
El que llamaba era un hombre que se identificó como Arkady. Ivanenko había dado instrucciones al telefonista de que, cuando llamase Arkady, le pusiese inmediatamente en comunicación con él. La conversación fue breve.
—Mejor cara a cara —dijo escuetamente Ivanenko—. No aquí, ni ahora. Esta noche, en mi casa.
Y colgó.
La mayoría de los dirigentes soviéticos importantes no se llevan nunca su trabajo a casa. En realidad, casi todos los rusos tienen dos personalidades distintas; tienen su vida oficial y su vida privada que, mientras sea posible, no deben confundirse. Y, cuanto más se eleva uno, mayor es la divisoria. Como en el caso de los jefazos de la mafia, a quienes se parecen mucho los jefes del Politburó, la esposa y los hijos no deben intervenir, ni siquiera escuchando conversaciones de negocios, en los generalmente poco nobles asuntos que constituyen la vida oficial.
Ivanenko era diferente, y ésta era la razón principal de que los encumbrados
apparatchiks
del Politburó desconfiasen de él. Por la razón más antigua del mundo, él no tenía esposa ni hijos. Prefería vivir alejado de los otros, a diferencia de la mayoría, que gustaban de hacerlo en vecindad, en los apartamentos del extremo occidental de la Jutuzovsky Prospekt, los días laborables, y en villas agrupadas alrededor de Zhukovka y de Usovo, los fines de semana. Los miembros de la élite soviética no quieren estar nunca muy lejos los unos de los otros.
Poco después de asumir su cargo supremo en la KGB, Yuri Ivanenko había encontrado una hermosa y antigua casa en el Arbat, el antaño lujoso barrio residencial de la ciudad de Moscú, predilecto de los comerciantes antes de la revolución. Equipos de constructores, pintores y decoradores de la KGB la habían restaurado en seis meses..., algo imposible en la Unión Soviética, salvo para un miembro del Politburó.
Después de haber devuelto a la casa su antigua elegancia, aunque con los más modernos sistemas de seguridad y de alarma, nada le había costado a Ivanenko amueblarla con lo que era símbolo definitivo de categoría entre los soviets: muebles occidentales, La cocina era el último grito funcional de California, y había sido toda ella enviada a Moscú por «Sears Roebuck», en grandes embalajes. Las paredes del cuarto de estar y del dormitorio habían sido revestidas de paneles de pino sueco, vía Finlandia, y el cuarto de baño relucía de mármol y azulejos. El propio Ivanenko ocupaba sólo la planta superior, que era una suite completa de habitaciones, entre las que se contaban su cuarto de estudio y música, con un espléndido estéreo «Phillips», y una biblioteca de libros extranjeros y prohibidos, en inglés, francés y alemán, todos ellos idiomas hablados por él. El comedor se hallaba junto al cuarto de estar, y había una sauna contigua al dormitorio, completando la planta del piso superior.
Su personal, compuesto por el chófer, los guardaespaldas y su criado personal, todos ellos hombres de la KGB, se alojaban en la planta baja, que albergaba también el garaje. Tal era la casa a la que volvió después del trabajo y donde esperó al hombre que le había llamado por teléfono.
Y llegó Arkady, hombre robusto, colorado de rostro, vestido de paisano, aunque se habría sentido más a gusto en su uniforme acostumbrado de general de brigada del Estado Mayor del Ejército rojo. Era uno de los agentes de Ivanenko dentro del Ejército. Sentado sobre el borde del sillón en el cuarto de estar de Ivanenko, se inclinó hacia delante mientras hablaba. El enjuto jefe de la KGB permaneció arrellanado tranquilamente en el suyo, haciendo algunas preguntas y tomando de vez en cuando unas notas en su bloc. Cuando hubo terminado el brigadier, le dio las gracias, se levantó y pulsó un timbre instalado en la pared. A los pocos segundos, se abrió la puerta y apareció el criado de Ivanenko, un joven y rubio guardia sumamente guapo, el cual invitó al visitante a salir por una puerta lateral.
Ivanenko reflexionó largo rato sobre las noticias, sintiéndose cada vez más cansado y desanimado. Conque era esto lo que se proponía Vishnayev... Tendría que decírselo a Maxim Rudin por la mañana.
Tomó un largo baño, perfumado con una cara loción londinense, se envolvió en una bata de seda y sorbió una copa de viejo coñac francés. Después, volvió a su dormitorio, apagó las luces, dejando solamente encendida la lamparita de un rincón, y se estiró sobre la blanca colcha. Levantó el teléfono de la mesita de noche y apretó uno de los botones. Le respondieron inmediatamente.
—Valodya —dijo a media voz, empleando el afectuoso diminutivo de Vladimir—, ten la bondad de subir.
El bimotor a reacción de las Líneas Aéreas Polacas inclinó un ala sobre la amplia curva del río Dniéper y se dispuso a aterrizar en el aeropuerto de Borispil, en las afueras de Kiev, capital de Ucrania. Desde su asiento junto a la ventanilla, Andrew Drake contempló ávidamente la ciudad que se extendía debajo de él. Le embargaba la emoción.
Al igual que los otros ciento y pico de turistas procedentes de Londres, que habían hecho escala en Varsovia a una hora más temprana de aquel mismo día, tuvo que hacer casi una hora de cola en la aduana y control de pasaportes. En el control de inmigración, deslizó su pasaporte por debajo del cristal de la ventanilla y esperó. El hombre de la cabina llevaba el uniforme de la guardia de fronteras, con la cinta verde alrededor de su gorra y el emblema de la espada y el escudo de la KGB sobre la visera. Observó la fotografía del pasaporte y, después, miró fijamente a Drake.
—¿An... drev... Drak? —preguntó.
Drake sonrió e inclinó la cabeza.
Andrew Drake corrigió, amablemente.
El oficial de inmigración le miró con ceño. Examinó el visado, extendido en Londres, arrancó la mitad correspondiente a la entrada y prendió el visado de salida en el pasaporte. Después, devolvió éste. Drake había entrado.
En el coche de Inturist, que le llevaría del aeropuerto al «Hotel Lybid», de diecisiete pisos, estudió de nuevo a sus compañeros de viaje. Aproximadamente la mitad de ellos eran de origen ucraniano y visitaban la tierra de sus padres, excitada e ingenuamente. La otra mitad era de origen británico y estaba formada sólo por turistas curiosos. Todos parecían tener pasaporte británico. Drake, debido a su nombre inglés, pertenecía al segundo grupo. No había dado muestras de hablar correctamente el ucraniano y muy bien el ruso.
Durante el trayecto en autocar, conocieron a Ludmila, su guía del Inturist en aquel viaje. Era rusa, y hablaba en ruso con el conductor, el cual, aunque ucraniano, le respondía también en ruso. Al salir el autocar del aeropuerto, Ludmila sonrió con simpatía y empezó a explicar, en aceptable inglés, el programa de la excursión.
Drake observó su itinerario: dos días en Kiev, con visita a la catedral de Santa Sofía («maravillosa muestra de arquitectura rusokievana, donde está enterrado el príncipe Yaroslaf el Sabio», declamó Ludmila desde el asiento delantero); la Puerta de Oro del siglo X y la Colina de Vladimir, y, desde luego, la Universidad del Estado, la Academia de Ciencias y el Jardín Botánico. Naturalmente —pensó Drake—, no hablarían del incendio de 1964 de la biblioteca de la Academia, donde habían sido destruidos inestimables manuscritos, libros y archivos referentes a la literatura nacional ucraniana, y obras poéticas y culturales; tampoco dirían que los bomberos habían tardado tres horas en llegar, y también se callarían que el incendio había sido provocado por la propia KGB, como reacción a los escritos nacionalistas de los hombres de los Sesenta.
Después de Kiev habría una excursión de un día a Kaniv, en barco con aletas; luego, un día en Ternopol, donde seguramente no se hablaría para nada de un hombre llamado Miroslav Kaminsky, y, por fin, se trasladarían a Lvov. Como había esperado, sólo oyó hablar en ruso en las calles de la rusificada ciudad de Kiev. Sólo cuando llegaron a Kaniv y Ternopol, oyó hablar, a la mayoría de gente, en ucraniano. Su corazón se llenó de gozo al oírlo hablar tan extensamente y por tantas personas, y lo único que lamentó fue tener que decir continuamente: «Perdón, ¿habla usted inglés?» Pero tenía que esperar, hasta que pudiese presentarse en las dos direcciones que se había aprendido de memoria y tan bien que podía deletrearlas al revés.
A cinco mil millas de distancia de allí, el presidente de los Estados Unidos estaba reunido en cónclave con su consejero de seguridad, Poklevski; Robert Benson, de la CIA, y un tercer hombre, Myron Fletcher, primer experto en asuntos cerealistas de los soviets, del Departamento de Agricultura.
—Bob, ¿está usted seguro, sin género de duda razonable, de que los «Cóndor» de reconocimiento del general Taylor y sus propios informes desde tierra confirman estas cifras? —preguntó, repasando de nuevo las columnas de números que tenía delante.
El informe que le había presentado cinco días antes su jefe de información, a través de Stanislav Poklevski, se había hecho a base de descomponer toda la Unión Soviética en cien zonas productoras de cereales. De cada zona se había tomado una muestra de quince por quince kilómetros, en primer plano, analizándose sus problemas de producción de grano. Y, partiendo de las cien fotografías, sus especialistas habían calculado las perspectivas de producción de cereales en toda la nación.
—Si nos equivocamos, señor presidente, será por exceso de cautela, al conceder a los soviets una cosecha de grano mejor de lo que ellos pueden esperar —respondió Benson.
El presidente miró al hombre de Agricultura.
—Doctor Fletcher, ¿podría explicar esto en términos vulgares?
—Sí, señor presidente. En primer lugar, hay que deducir un mínimo del diez por ciento de la cosecha en bruto para obtener la cantidad de grano utilizable. Algunos dirían que hay que deducir el veinte por ciento. Esta modesta cifra del diez por ciento comprende el contenido en humedad, las materias extrañas, como piedras y arena, polvo y tierra, y lo que se pierde en el transporte y a causa de un almacenaje deficiente, que, según sabemos, afecta gravemente a los rusos.
»Después de esto, hay que deducir las toneladas que los soviets tienen que guardar en el propio campo, antes de establecer los programas oficiales para alimentar a las masas de los centros industriales. La tabla correspondiente a esto la encontrará usted en la segunda página de mi informe separado.
El presidente Matthews hojeó los papeles que tenía delante y examinó la tabla. Decía así: