El despacho de Harold Lessing estaba en el piso más alto del bloque de oficinas comerciales. Cuando, al fin, se desmayó, a las diez y media de aquella brillante mañana de mayo, el ruido del teléfono al chocar contra el suelo, arrastrado por él en su caída, alarmó a su secretaria en el despacho contiguo. Esta, serena y eficaz, avisó al consejero comercial, el cual envió a dos jóvenes agregados en auxilio de Lessing, que había recobrado a medias el conocimiento. Los dos jóvenes le sacaron de allí, cruzaron con él la zona de aparcamiento y lo subieron a su apartamento del sexto piso del Korpus 6, distante de la oficina unos cien metros.
Simultáneamente, el consejero telefoneó al edificio principal de la Embajada, en el muelle de Maurice Thorez, informó del suceso al jefe de la cancillería y pidió que enviase al médico de la Embajada. A mediodía, después de haber reconocido a Lessing en el lecho de su apartamento, el médico se entrevistó con el consejero comercial. Este, para sorpresa de aquél, le cortó en seco y le propuso que fuesen los dos a consultar al jefe de la cancillería. Sólo más tarde comprendió el doctor —médico internista inglés, destinado por un plazo de tres años a la Embajada, con el rango de primer secretario— la necesidad de aquella maniobra. El jefe de la Cancillería les llevó a una habitación especial de la Embajada donde no había posibilidad de instalar ningún micrófono, cosa que no podía afirmarse de la sección comercial.
—Es una úlcera sangrante —dijo el médico a los dos diplomáticos—. Al parecer, desde hace semanas, e incluso meses, sentía molestias, que atribuía a un exceso de acidez. Pensaba que se debía al exceso de trabajo y lo combatía con enormes cantidades de tabletas alcalinas. En realidad, cometió una tontería; habría tenido que acudir a mí.
—¿Tendrá que ser hospitalizado? —preguntó el jefe de la Cancillería, mirando al techo.
—¡Oh, sí! Desde luego —respondió el médico—. Creo que podré conseguir que lo ingresen en unas pocas horas. Los médicos soviéticos están al día en esta clase de tratamientos.
Hubo un breve silencio, y los dos diplomáticos se miraron. El consejero comercial movió la cabeza. Ambos pensaron lo mismo; por su situación, ambos sabían cuál era la verdadera función de Lessing en la Embajada. El médico lo ignoraba. El consejero cedió la palabra al canciller.
—No será posible —dijo suavemente éste—. No en el caso de Lessing. Tendremos que enviarlo a Helsinki en el vuelo de la tarde. ¿Cree que estará en condiciones?
—Sí, pero... —empezó a decir el médico. Entonces se interrumpió. Acababa de comprender por qué habían tenido que recorrer tres kilómetros para celebrar esta conversación. Lessing debía de ser el jefe del servicio secreto en Moscú—. ¡Oh, sí! Claro. Está conmocionado y probablemente ha perdido medio litro de sangre. Le he dado cien miligramos de «pethidine» como sedante. Y puedo darle otra inyección a las tres de esta tarde. Si le llevan en coche hasta el aeropuerto y alguien le acompaña durante todo el viaje, podrá llegar a Helsinki. Pero, una vez allí tendrá que ingresar inmediatamente en el hospital. En realidad, preferiría acompañarle yo mismo para estar más seguro. Mañana podría estar de regreso.
El jefe de la Cancillería se levantó.
—Magnífico —dijo—. Tómese dos días. A propósito, mi esposa tiene una lista de cosas que se le están acabando, y si fuese usted tan amable de... ¿Sí? Muchísimas gracias. Ahora voy a disponerlo todo desde aquí.
Desde hace muchos años, los periódicos, las revistas y los libros, suelen situar el Cuartel General del Servicio Secreto de Información británico, o SIS, o MI6, en cierto edificio de oficinas del suburbio londinense de Lambeth. Es una costumbre que divierte mucho a los miembros del personal de «la Empresa», pues la dirección en Lambeth no es más que una pantalla cuidadosamente mantenida.
De manera parecida, se mantiene la ficción de que Leconfield House, en Curzon Street, es la sede de la Sección de Contraespionaje, o MI5, para despistar a los curiosos indeseables. En realidad, estos infatigables cazadores de espías no moran cerca del «Playboy Club» desde hace muchos años.
El verdadero hogar del Servicio Secreto más secreto del mundo es un bloque de acero y hormigón de estilo moderno, asignado oficialmente al Departamento del Medio Ambiente, a un tiro de piedra de una de las principales estaciones del ferrocarril Southern Regional, y ocupado desde principios de los años setenta.
Fue en las habitaciones del último piso de este edificio, cuyas ventanas con cristales coloreados miran hacia la torre de Big Ben y el Parlamento, que se yerguen al otro lado del río, donde el director general del SIS recibió la noticia de la enfermedad de Lessing, precisamente cuando acababa de almorzar. La llamada, por uno de los teléfonos interiores, procedía del jefe de personal, que acababa de recibir el mensaje de la sala de descifrado situada en el sótano. Escuchó atentamente.
—¿Cuánto tiempo estará fuera? —preguntó al fin.
—Varios meses, como mínimo —dijo el jefe de personal—. Estará un par de semanas hospitalizado en Helsinki, y un poco más de tiempo en nuestro país. Probablemente, su convalecencia requerirá varias semanas más.
—Es una lástima —murmuró el director general—. Tendremos que sustituirle lo antes posible. —Como tenía buena memoria, recordó que Lessing se había valido de dos agentes rusos, que ocupaban modestas posiciones en el Ejército rojo y el Ministerio soviético de Asuntos Exteriores, respectivamente; no eran nada extraordinario, pero sí útiles. Después, añadió:— Cuando Lessing esté sano y salvo en Helsinki, hágamelo saber. Y déme una lista breve de posibles sustitutos. Esta misma noche, por favor.
Sir Nigel Irvine era el tercer profesional de Información que, de modo sucesivo, había ascendido al puesto de director general del SIS, o de «la Empresa», según la denominación vulgar que se le da en la comunidad de organizaciones de esta índole.
La mucho más desmesurada CIA americana, fundada y llevada a la cima de su poder por Allen Dulles, había sido puesta bajo el control de una persona venida de fuera: el almirante Stanfield Turner, por haber abusado caprichosamente de su fuerza en los años setenta. Era curioso que, precisamente en el mismo período, un Gobierno inglés hubiese hecho todo lo contrario, rompiendo la tradición de poner «la Empresa» bajo el mando de un importante diplomático procedente de Foreign Office y colocando el cargo en manos de un profesional.
La cosa había dado resultado. «La Empresa» había pagado caros los asuntos Burgess, MacLean y Philby, y sir Nigel Irvine estaba resuelto a que el sistema de un profesional al frente de «la Empresa» continuase después de él. Por eso trataba de ser tan severo como uno más de sus inmediatos predecesores en evitar la actuación de cualquier francotirador.
—Esto es un servicio, no una función de circo —solía decir a los novatos de Beaconsfield—. No estamos aquí para cosechar aplausos.
Era casi de noche cuando los tres legajos fueron colocados sobre la mesa de sir Nigel Irvine, pero éste quería terminar la selección y estaba dispuesto a quedarse el tiempo necesario. Pasó una hora examinando los legajos, aunque la selección parecía bastante obvia. Por último, cogió el teléfono y, como el jefe de personal estaba aún en la casa, le pidió que acudiese a su despacho. Su secretaria introdujo al funcionario dos minutos más tarde.
Sir Nigel sirvió amablemente un whisky con soda a su visitante, para que le acompañase. No veía motivo alguno que le impidiese disfrutar de algunas de las cosas agradables de la vida, y tenía bien abastecido su despacho, tal vez para compensar los hedores del combate en 1944 y 1945 y los sucios hoteles de Viena a finales de los años cuarenta, cuando era un joven agente de «la Empresa», dedicado a sobornar a miembros del personal soviético en las zonas de Austria ocupadas por los rusos. Dos de sus reclutas de aquella época, inactivos durante años, estaban todavía a su servicio, y se congratulaba de ello.
Aunque el edificio que albergaba el SIS era moderno, de acero, hormigón y cromo, la oficina de su director general en el último piso estaba decorada según un estilo más antiguo y elegante. El papel de las paredes era de un sedante color de café con leche, y la alfombra, que cubría totalmente el suelo, era de un tono naranja tostado. La mesa, el alto sillón colocado detrás de ella, las dos sillas de recto respaldo que le hacían frente, y el Chesterfield de cuero con botones, eran muebles auténticamente antiguos.
Del almacén de cuadros del Departamento del Medio Ambiente, al que los mandarines del servicio civil británico pueden acudir para decorar las paredes de sus oficinas, sir Nigel se había llevado un Dufy, un Vlaminck y un ligeramente dudoso Breughel. Le había echado el ojo a un pequeño, pero exquisito Fragonard, pero un mañoso personaje del Tesoro se le había anticipado.
A diferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth en cuyas paredes pendían retratos al óleo de antiguos ministros de Asuntos Exteriores, como Canning y Grey, «la Empresa» había rechazado siempre los retratos ancestrales. Y es que, ¿a quién se le ocurriría pensar que unos hombres tan disimulados como los sucesivos jefes del espionaje inglés podían disfrutar con la exposición de sus efigies? Tampoco los retratos de la reina en traje de gala gozaban de gran aceptación, en contraste con la Casa Blanca y Langley, cuyas paredes estaban llenas de fotografías firmadas por el último presidente.
—La entrega al servicio de la reina y del país, en este edificio, no requiere propaganda —le habían dicho una vez a un pasmado visitante de la CIA procedente de Langley—. Quien la necesitase no trabajaría aquí.
Sir Nigel dejó de observar las luces del West End, al otro lado del río, y se apartó de la ventana.
—Munro parece el indicado. ¿Qué dice usted? —preguntó.
—Pienso lo mismo —asintió el jefe de personal.
—¿Cómo es? He leído su ficha y le conozco ligeramente. Déme sus características personales.
—Reservado.
—Bien.
—Un poco dado a la soledad.
—Magnífico.
—Pero lo principal es su dominio del ruso —añadió el jefe de personal—. Los otros dos conocen bien el idioma. Pero Munro podría pasar por un ruso auténtico. En general, no hace uso de su conocimiento. Habla con ellos en un ruso pasable y con fuerte acento. Pero cuando prescinde de éste, parece un ruso de verdad. En fin, para encargarse de Mallard y de Merganser sin pérdida de tiempo, su brillante ruso sería un factor primordial.
Mallard y Merganser (Anadón y Mergo) eran los nombres en clave de los dos agentes reclutados y dirigidos por Lessing. Los rusos que trabajan para «la Empresa» dentro de la Unión Soviética suelen recibir nombre de aves, por orden alfabético, según la fecha de su reclutamiento. Los dos M eran adquisiciones recientes. Sir Nigel gruñó:
—Muy bien. Munro es el hombre. ¿Dónde está ahora?
—Enseñando. En Beaconsfield. Materias del oficio.
—Tráigalo aquí mañana por la tarde. Como no está casado, es probable que pueda salir inmediatamente. No hay tiempo que perder. Por la mañana tendré la conformidad del Foreign Office para su designación como sustituto de Lessing en la sección comercial.
Beaconsfield, en el condado de Buckinghamshire, que es lo mismo que decir a fácil alcance del centro de Londres, era hace años una zona predilecta de los ricos de la capital para instalar sus elegantes casas de campo. A principios de los años setenta la mayor parte de éstas eran ofrecidas como lugar de seminarios, retiros, cursos de dirección y marketing o incluso de observancia religiosa. Una de ellas albergaba la Escuela de Ruso de los Servicios Conjuntos, y tenía sus puertas abiertas a todos; otra, más pequeña, contenía la escuela de adiestramiento del SIS y tenía las puertas completamente cerradas.
El curso de Adam Munro era muy popular, sobre todo porque rompía la enojosa rutina del cifrado y descifrado. Él captaba la atención de la clase y lo sabía.
—Bueno —dijo Munro, aquella mañana de la última semana del mes—. Ahora veremos algunas dificultades y la manera de resolverlas.
Los alumnos guardaron silencio, esperando. Los procedimientos rutinarios eran una cosa, y otra, mucho más interesante, el planteamiento de una dificultad real.
—Uno de ustedes tiene que recibir un objeto de un agente —dijo Munro—. Pero es seguido por el servicio local. Puede ampararse en su estatuto diplomático, en caso de detención; pero su agente no puede hacerlo. Este es un ciudadano corriente y está desamparado. Viene a su encuentro y no hay manera de impedírselo. Sabe que, si se entretiene demasiado, llamará la atención; por consiguiente, esperará diez minutos. ¿Qué hará usted?
—Eludir al que me sigue —sugirió uno, pero Munro negó con la cabeza.
—En primer lugar, se supone que es usted un inocente diplomático, no un Houdini. Si le da esquinazo a su perseguidor, se delatará como agente adiestrado. Además, puede fracasar. Si se trata de la KGB, que emplea hombres de primera clase, no podrá eludirles, salvo que se refugie en la Embajada. Otra solución.
—Renunciar —sugirió otro alumno—. No presentarse. La seguridad del colaborador no protegido es lo más importante.
—Cierto —dijo Munro—. Pero, con esto, su hombre se queda con un objeto que no puede retener eternamente y sin poder concertar un encuentro alternativo. —Hizo una breve pausa.— ¿O acaso puede...?
—Si se ha convenido un segundo procedimiento por si fracasara el primero —sugirió un tercer estudiante.
—Exacto —replicó Munro—. Cuando usted estuvo a solas con él, antes de que empezasen a vigilarle a usted mismo, le indicó una serie de lugares alternativos de encuentro, para el caso de que fracasase el primero. Por consiguiente, el hombre espera diez minutos y, si usted no comparece, se dirige tranquilamente al segundo lugar convenido. ¿Cómo se llama este procedimiento?
—Retirada —respondió el avispado alumno que había querido eludir al perseguidor.
—Primera retirada —le corrigió Munro—. Vamos a hacer esto dentro de dos meses en las calles de Londres; por consiguiente, deben aprenderlo bien. —Los alumnos tomaron nota.— Muy bien. Han convenido un segundo lugar de encuentro en la ciudad, pero usted advierte que todavía le siguen. No se ha ganado nada. ¿Qué ocurre en la primera retirada?
Hubo un silencio general. Munro esperó treinta segundos.
—Tampoco deben encontrarse en este lugar —declaró—. De acuerdo con la maniobra en la que ha instruido usted a su contacto, el segundo lugar debe estar siempre situado de manera que él pueda observarle desde lejos. Cuando usted se ha convencido de que le está observando, por ejemplo, desde la terraza de un café, pero siempre desde una distancia considerable, debe hacerle una señal. Una señal cualquiera: rascarse una oreja, sonarse, dejar caer un periódico y recogerlo. ¿Qué significa esto para el contacto?