Andriy aprendió ucraniano en el regazo de su padre, pero esto no fue todo. También aprendió a conocer la tierra de éste, los vastos e imponentes paisajes de los Cárpatos y de Rutenia. Y asimiló su odio contra los rusos. Pero su padre murió en un accidente de carretera cuando el chico tenía doce años, y su madre, harta de las interminables veladas de su marido con camaradas exiliados, alrededor de la chimenea del cuarto de estar, hablando del pasado en una lengua que ella no había llegado nunca a comprender, dio a su apellido la forma inglesa de Drakey tradujo el nombre de Andriy por Andrew. Y, como Andrew Drake, ingresó en el Instituto y en la Universidad, y como Andrew Drake recibió su primer pasaporte.
El renacimiento se produjo en la Universidad, cuando su adolescencia tocaba a su fin. Había allí otros ucranianos, y Andrew volvió a dominar la lengua de su padre. Esto ocurría a finales de los años sesenta, cuando el breve renacimiento de la literatura y la poesía ucranianas se había extinguido rápidamente en Ucrania y sus principales representantes estaban haciendo trabajos forzados en los campos de Gulag. Asimiló, pues, los sucesos con visión retrospectiva y sabiendo lo que les había ocurrido a los escritores. En los albores de la década de los setenta, leyó todo lo que cayó en sus manos; las obras clásicas de Taras Shevchenko, erudito y poeta, así como de los que escribieron durante una breve primavera bajo Lenin, pero que fue eliminada bajo Stalin, y, sobre todo, las obras de los llamados de los Sesenta, porque florecieron unos breves años en aquella década, hasta que Breznev volvió a atacar el orgullo nacional que ellos pregonaban. Leyó a Osdachy, Chornovil, Moroz y Dzyuba, y compadeció su suerte; y, cuando leyó los poemas y el diario secreto de Pavel Symonenko, el joven incendiario muerto de cáncer a los veintiocho años, imagen venerada de los estudiantes ucranianos dentro de la URSS, su corazón gimió por una tierra que nunca había visto.
Con este amor por la tierra de su padre muerto, surgió un desprecio igualmente intenso por sus perseguidores; devoró ávidamente los folletos clandestinos enviados de contrabando por el movimiento de resistencia interior, y el
Ukrainian Herald
, con sus relatos de lo acaecido a centenares de desconocidos, privados de la publicidad otorgada a los grandes juicios de Moscú contra Daniel, Sinyavsky, Orlov o Scharansky, porque aquéllos eran los miserables, los olvidados. Con cada detalle aumentaba su odio, hasta que Andrew Drake, antes Andriy Drach, llegó a pensar que la personificación de todos los males del mundo tenía sólo un nombre: KGB.
Su sentido de la realidad le movía a evitar el tosco y simple nacionalismo de los exiliados más viejos y sus diferencias entre ucranianos del Este y del Oeste. Rechazaba también su inculcado antisemitismo, prefiriendo aceptar los escritos de Gluzman, sionista y nacionalista a un tiempo, como palabras propias de un hermano ucraniano. Estudió la comunidad de los exiliados en Gran Bretaña y en Europa, y observó que había cuatro categorías de ellos: los nacionalistas del lenguaje, para los cuales era suficiente hablar y escribir en la lengua de sus padres; los nacionalistas polemistas, que no paraban de hablar, pero no hacían nada; los pintores de eslóganes, que incordiaban a sus paisanos por adopción, pero no se metían con el coloso soviético; y los activistas, que se manifestaban ante los dignatarios soviéticos que visitaban el país, eran cuidadosamente fotografiados y fichados por la Rama Especial, y lograban una efímera publicidad.
Drake los rechazó a todos. Permaneció callado, cortés y distante. Vino a Londres y se empleó en una oficina. Entre los que desempeñan esta clase de trabajo, hay muchos que tienen una pasión secreta, desconocida de todos sus colegas, pero a la que dedican todos sus ahorros, su tiempo de ocio y sus vacaciones anuales. Drake era uno de éstos. Sin armar ruido, reunió un grupito de hombres que pensaban como él; los buscó, los conoció, se hizo amigo de ellos, se confabuló con ellos y les dijo que tuviesen paciencia. Porque Andriy Drach tenía un sueño secreto, y era peligroso, porque como dijo T. E. Lawrence, «soñaba con los ojos abiertos». Su sueño era que, un día, descargaría un solo golpe gigantesco contra los hombres de Moscú, que les trastornaría como jamás habían sido trastornados. Penetraría a través de las murallas de su poder y les atacaría desde el interior de su fortaleza.
El descubrimiento de Kaminsky había reanimado su sueño y significaba un paso hacia su realización, y por esto se sentía resuelto y excitado, mientras su avión se deslizaba por el cielo azul en dirección a Trebisonda.
Miroslav contempló a Drake con semblante indeciso.
—No lo sé, Andriy —dijo—. No lo sé. A pesar de todo lo que ha hecho por mí, no sé si puedo confiar en usted hasta este punto. Lo siento, pero así he tenido que vivir toda mi vida.
—Aunque me observase durante veinte años, Miroslav, no sabría de mí más de lo que sabe ahora. Todo lo que le he dicho acerca de mí es la pura verdad. Si no puede volver allí, deje que vaya yo en su lugar. Pero debo establecer contactos. Si conoce a alguien, a uno solo que...
Por fin, Kaminsky accedió.
—Hay dos hombres —dijo—. No fueron eliminados cuando mi grupo fue destruido, y nadie les conocía. Yo había entrado en relación con ellos hacía sólo unos meses.
—Pero, ¿son ucranianos y partisanos? —preguntó ansiosamente Drake.
—Sí, son ucranianos. Pero no es éste su principal motivo. Su familia ha sufrido también. Sus padres, como el mío, llevan diez años en los campos de trabajo, pero por una razón distinta. Son judíos.
—Pero, ¿odian a Moscú? —preguntó Drake—. ¿Quieren luchar contra el Kremlin?
—Sí, odian a Moscú —respondió Kaminsky—. Tanto como usted o como yo. Al parecer, se inspiran en algo llamado Liga de Defensa Judía. Se enteraron de ello por la radio. Parece que su filosofía, como la nuestra, es devolver golpe por golpe; no permanecer pasivos ante la persecución.
—Tengo que ponerme en contacto con ellos —dijo Drake, en tono apremiante.
A la mañana siguiente, Drake emprendió el vuelo de regreso a Londres, llevando consigo las direcciones de los dos jóvenes partisanos judíos de Lvov. Quince días después, se había inscrito en un viaje colectivo organizado por Inturist para primeros de julio y que incluía visitas a Kiev, Ternopol y Lvov. Renunció a su empleo y sacó los ahorros de toda su vida.
Sin que nadie pudiese advertirlo, Andrew Drake, alias Andriy Drach, iba a emprender su guerra privada... contra el Kremlin.
Un sol tibio y acariciador brillaba sobre Washington aquella mañana de mediados de mayo, provocando las primeras mangas de camisa en las calles y las primeras rosas rojas en el jardín al que daban los ventanales del Salón Oval de la Casa Blanca. Pero, aunque las ventanas estaban abiertas y el fresco olor de la hierba y de las flores penetraba en el santuario privado del gobernante más poderoso del mundo, los cuatro hombres que se encontraban allí presentes centraban su atención en otras plantas, de un lejano país extranjero.
El presidente William Matthews se había sentado donde siempre lo han hecho los presidentes americanos: de espaldas a la pared sur de la habitación y de cara al Norte, detrás de la antigua mesa y frente a la clásica chimenea de mármol que ocupa la pared opuesta. Su sillón, a diferencia del de la mayoría de sus predecesores, partidarios de los asientos personales y hechos a su medida, era de fabricación en serie, giratorio y de alto respaldo, como los que suelen usar los ejecutivos importantes de cualquier corporación. Pues «Bill» Matthews, como quería que se le llamase en los carteles publicitarios, siempre había hecho gala, en el curso de sus triunfales y sucesivas campañas electorales, de sus gustos corrientes y caseros en el vestir, en la comida y en las comodidades humanas. Por consiguiente, el sillón, que podía ser visto por las docenas de delegados a quienes recibía personalmente en el Salón Oval, no era un mueble de lujo. En cuanto a la hermosa mesa antigua, cuidaba muy mucho de advertir que la había heredado y era parte de la preciosa tradición de la Casa Blanca. Y la gente lo creía.
Pero aquí trazaba Bill Matthews la frontera. Cuando estaba reunido en cónclave con sus principales consejeros, el «Bill» que podía emplear el más humilde de sus votantes para dirigirse a él estaba completamente fuera de lugar. También prescindía del tono bonachón y de la taimada sonrisa obsequiosa con que había embaucado a los votantes, convencidos de que llevaban un chico sencillo a la Casa Blanca. El no era un chico sencillo, y sus consejeros lo sabían; era el hombre en la cima.
Sentados en sendos sillones de recto respaldo, al otro lado de la mesa del presidente, estaban los tres hombres que habían solicitado verle a solas aquella mañana. El más próximo a él, en términos personales, era el presidente del Consejo de Seguridad Nacional, consejero particular de Matthews en asuntos de seguridad y confidente del mismo en asuntos extranjeros. Conocido en los medios del Ala Occidental y de la Oficina Ejecutiva como el Doc o como ese maldito polaco, el enjuto Stanislav Poklevski provocaba a veces antipatía, pero nunca desdén.
Aquellos dos hombres —el rubio y blanco protestante anglosajón del extremo Sur, y el taciturno y devoto católico romano venido de Cracovia siendo niño— formaban una extraña pareja, dada su intimidad. Pero lo que desconocía Matthews sobre la tortuosa psicología de los europeos en general y de los eslavos en particular era compensado por aquella máquina calculadora, educada en los jesuitas, a la que siempre prestaba oído. Otras dos razones contribuían también al aprecio que sentía el presidente por Poklevski: éste era absolutamente fiel, y carecía de ambiciones políticas fuera de la sombra de Bill Matthews. Pero había una salvedad: Matthews tenía siempre que equilibrar la recelosa antipatía del Doctor por los hombres de Moscú con las más corteses actitudes de su bostoniano secretario de Estado.
El secretario no estaba presente aquella mañana en la reunión, solicitada personalmente por Poklevski. Los otros dos hombres sentados frente a la mesa eran Robert Benson, director de la CIA, y Carl Taylor.
Se ha escrito frecuentemente que la Agencia de Seguridad Nacional de América (NSA) es el cuerpo responsable de todo el espionaje electrónico. Es una creencia popular, pero no cierta. La NSA cuida de aquella parte de la vigilancia y del espionaje electrónicos, realizados fuera de los Estados Unidos y en interés de éstos, que se relaciona con la escucha: intervenciones de teléfonos, registros de emisiones radiadas y, sobre todo, captación en el éter de miles de millones de palabras al día, en cientos de idiomas y dialectos, para su grabación, descifrado, traducción y análisis. Pero no tiene nada que ver con los satélites espías. La vigilancia visual del Globo por cámaras montadas en aviones v, más importante aún, en satélites espaciales, ha sido siempre competencia de la Oficina de Reconocimiento Nacional (NRO), órgano conjunto de la «Air Force» y de la CIA. Carl Taylor, general de dos estrellas del servicio de investigación de la «Air Force», era su director.
El presidente recogió el montón de excelentes fotografías que había sobre la mesa y las devolvió a Taylor, que se levantó para cogerlas y las metió de nuevo en su cartera.
—Bueno, caballeros —comenzó pausadamente el presidente—, me han mostrado ustedes que la cosecha de trigo en un pequeño sector de la Unión Soviética, tal vez en sólo los pocos acres que aparecen en esas fotos, está resultando deficiente. ¿Qué demuestra esto?
Poklevski miró a Taylor y afirmó con la cabeza. Taylor carraspeó.
—Señor presidente, me he tomado la libertad de preparar la recepción en pantalla de lo que está transmitiendo precisamente ahora uno de nuestros satélites «Cóndor». ¿Desea verlo?
Matthews asintió y observó a Taylor, mientras éste se dirigía a la serie de aparatos de televisión instalados en la curva pared occidental, debajo de los estantes de los libros, especialmente reducidos para hacer sitio a la consola de aparatos de TV. Cuando acudían delegaciones civiles al salón, la nueva hilera de pantallas de TV era disimulada por unas puertas correderas de madera de teca. Taylor conectó el último aparato de la izquierda y volvió a la mesa del presidente. Levantó uno de los seis teléfonos, marcó un número y ordenó:
—Proyecten.
El presidente Matthews conocía la eficacia de los satélites «Cóndor». Volando a más altura que cualquiera de sus antecesores, provistos de cámaras tan perfeccionadas que podían mostrar en primer plano la uña de un hombre desde trescientos cincuenta kilómetros de distancia, a través de la niebla, la lluvia, el granizo, la nieve, las nubes y la noche, los «Cóndor» eran los últimos y mejores satélites.
En los años setenta, la observación fotográfica había sido buena pero lenta, debido principalmente a que cada carrete de película impresionada tenía que ser lanzado por el satélite en una posición determinada y caer por su propio peso, envuelto en cubiertas protectoras; ser recogido con la ayuda de aparatos detectores; enviado por avión a los laboratorios centrales de la NRO, revelado y proyectado. Sólo cuando el satélite estaba dentro del arco que permitía una línea directa desde él hasta los Estados Unidos o una de las estaciones de seguimiento controladas por los americanos, podían realizarse transmisiones directas de TV. Pero, cuando el satélite pasaba cerca de la Unión Soviética, la curva de la superficie de la tierra impedía la recepción directa y, por ello, los observadores tenían que esperar a su regreso.
Después, en el verano de 1978, los científicos solucionaron el problema con el Juego Parabólico. Sus computadoras trazaron una combinación enormemente complicada de las trayectorias de media docena de cámaras espaciales alrededor del Globo, con este fin: cuando la Casa Blanca quería información de uno cualquiera de los espías celestes, le ordenaba, mediante una señal, que empezase a transmitir lo que veía, proyectando las imágenes en un bajo arco parabólico a otro satélite que no estuviese fuera de su campo visual. El segundo aparato retransmitía la imagen a un tercer satélite, y así sucesivamente, a la manera de los jugadores de rugby que se arrojan la pelota mientras corren. Cuando las imágenes deseadas eran recibidas por un satélite sobre los Estados Unidos, podían ser enviadas al Cuartel General de la NRO y, de allí, al Salón Oval.
Los satélites viajaban a más de 60,000 kilómetros por hora; el Globo giraba con las horas, inclinándose según las estaciones. Las computaciones y permutaciones eran astronómicas, pero las computadoras las resolvieron. En 1980, el presidente de los Estados Unidos podía ver, durante las veinticuatro horas del día, cualquier centímetro cuadrado de la superficie del mundo, con sólo apretar el botón de transmisión simultánea. A veces, esto le turbaba. En cambio, nunca preocupó a Poklevski; éste había sido educado en la idea de la exposición de todos los pensamientos privados y de todas las acciones en el confesionario. Los «Cóndor» eran como confesonarios, y él era como el sacerdote que antaño estuvo a punto de ser.