Al iluminarse la pantalla, el general Taylor extendió un mapa de la Unión Soviética sobre la mesa del presidente y señaló con un dedo.
—Lo que está usted viendo, señor presidente, procede del «Cóndor Cinco», que se encuentra aquí, en el Nordeste, entre Saratov y Perm, cruzando sobre las tierras Vírgenes y la región de la Tierra Negra.
Matthews levantó los ojos y miró la pantalla. Grandes pasajes de tierra desfilaban lentamente por aquella, ocupándola en su totalidad; la extensión abarcada era de unos treinta kilómetros de anchura. El campo parecía pelado, como en otoño después de la recolección. Taylor murmuró unas breves instrucciones por teléfono. Segundos después, la imagen se concentró, mostrando una franja de apenas ocho kilómetros de ancho. Un grupito de chozas campesinas, sin duda isbas de planchas de madera, perdidas en la infinidad de la estepa, se deslizó por la izquierda de la pantalla. La raya de una carretera apareció en el cuadro, ocupó su centro unos instantes y desapareció. Taylor murmuró de nuevo; la imagen se aproximó, revelando un espacio de unos cien metros de anchura. La visión era más clara. Un hombre que conducía un caballo por la vasta estepa apareció y desapareció en seguida.
—Más despacio —ordenó Taylor, por teléfono.
El suelo captado por las cámaras se deslizó con menos rapidez. En el espacio, el satélite «Cóndor» seguía su ruta a la misma altura y a igual velocidad; pero, en los laboratorios de la NRO, las imágenes eran estrechadas y retardadas. El paisaje se acercó y discurrió más lentamente. Junto al tronco de un árbol solitario, un campesino ruso se desabrochó despacio la bragueta. El presidente Matthews no era técnico y, por esto, nunca dejaba de asombrarse. El estaba sentado —pensó— en un cómodo despacho de Washington, una mañana de principios de verano, y podía ver a un hombre que orinaba a la sombra de la cordillera de los Urales. El campesino salió lentamente del campo visual por la parte inferior de la pantalla. La imagen que apareció ahora fue un campo de trigo de cientos de acres de extensión.
—Paren —ordenó Taylor por teléfono.
La imagen dejó poco a poco de moverse, y quedó fija. —Primer plano —dijo Taylor.
La imagen se acercó más y más, hasta que toda la pantalla, de un metro cuadrado, fue ocupada por veinte tallos separados de trigo joven. Todos ellos parecían quebradizos, endebles, sucios. Matthews los había visto iguales en los cubos de basura del Oeste Medio que había conocido en su infancia, cincuenta años atrás.
—Stan —dijo el presidente.
Poklevski, que había solicitado la reunión y la proyección, escogió cuidadosamente sus palabras:
—Señor presidente, la Unión Soviética tiene prevista este año una producción de cereales de 240 millones de toneladas métricas en total. Ahora bien, este objetivo de producción se descompone en 120 millones de toneladas de trigo, 60 millones de cebada, 14 de maíz, 14 de centeno y, las 20 restantes, entre arroz, mijo, alforfón y granos leguminosos. Los gigantes de la cosecha son el trigo y la cebada.
Se levantó y se acercó al mapa de la Unión Soviética, que seguía extendido sobre la mesa. Taylor apagó la televisión y volvió a su asiento.
—Aproximadamente el cuarenta por ciento de la producción anual de cereales en la Unión Soviética, o sea unos cien millones de toneladas, procede de aquí, de Ucrania y de la zona de Kubán de la República Rusa meridional —siguió diciendo Poklevski, indicando las zonas en el mapa—. Y todo es trigo de invierno. Es decir, se siembra en septiembre o en octubre, y empieza a brotar en noviembre, cuando caen las primeras nieves. La nieve cubre los brotes y los protege de las fuertes heladas de diciembre y enero.
Poklevski se volvió y se apartó de la mesa, en dirección a los grandes ventanales de detrás del sillón presidencial. Tenía la costumbre de pasear mientras hablaba.
Un observador situado en Pennsylvania Avenue no puede ver el Salón Oval, oculto detrás del pequeño edificio del Ala Occidental; pero, dado que las puntas de los altos ventanales, encarados al Sur, pueden observarse desde el monumento a Washington, que se levanta a unos mil metros de distancia, dichos ventanales fueron provistos hace tiempo de verdes cristales de quince centímetros de grueso y a prueba de balas, para el caso de que un francotirador quisiera intentar un disparo a larga distancia desde las proximidades del monumento. Al acercarse Pokleyski a los ventanales, la verdosa luz que cruzaba los cristales acentuó la palidez de su ya blanco semblante.
El hombre dio media vuelta y retrocedió, en el momento en que Matthews se disponía a hacer girar su sillón para no perderle de vista.
—En diciembre último, la totalidad de Ucrania y de Kubán se vio afectada por un caprichoso derretimiento de la nieve en los primeros días del mes. Esto había ocurrido otras veces, pero nunca con tanto calor. Una gran ola de aire cálido del Sur, procedente del mar Negro y del Bósforo, avanzó hacia el Nordeste y barrió Ucrania y Kubán. Duró una semana y derritió la primera capa de nieve, que tenía unos quince centímetros de espesor. El trigo y la cebada jóvenes quedaron al descubierto. Diez días más tarde, como para compensar aquello, el caprichoso tiempo azotó toda la región con unas heladas que llegaron a los quince e incluso a los veinte grados bajo cero.
—Lo cual hizo un mal servicio al trigo —sugirió el presidente.
—Señor presidente —intervino Robert Benson, de la CIA—, nuestros mejores expertos en agricultura calculan que los soviets tendrán suerte si pueden salvar el cincuenta por ciento de la cosecha de Ucrania y de Kubán. El perjuicio fue enorme e irreparable.
—¿Y es esto lo que me han mostrado? —preguntó Matthews.
—No, señor —respondió Poklevski—, y éste es el motivo de esta reunión. El restante sesenta por ciento de la producción soviética, o sea, unos ciento cuarenta millones de toneladas, procede de los grandes campos de las Tierras Vírgenes, roturadas por orden de Kruschev a principios de los años sesenta, y de la región de la Tierra Negra, contigua a los Urales. Una pequeña parte viene de allende las montañas de Siberia. Esto es lo que acabamos de mostrarle.
—¿Qué ocurre allí? —preguntó Matthews.
—Algo muy extraño, señor. Algo muy raro está ocurriendo en la cosecha de cereales de los soviets. Este sesenta por ciento está constituido enteramente por trigo de primavera, que se siembra en marzo o abril, después del deshielo. Ahora debería crecer verde y lozano. Sin embargo, crece débil, claro, esporádico, como atacado por una especie de plaga.
—¿También a causa del tiempo? —preguntó Matthews.
—No. El invierno y la primavera han sido húmedos en toda esta zona, pero no excesivamente. Ahora ha salido el sol; el tiempo es magnífico, cálido y seco.
—¿Está muy extendida esa... plaga?
Benson intervino de nuevo.
—No lo sabemos, señor presidente. Tenemos, quizá, cincuenta fragmentos de película sobre este problema en particular. Naturalmente, nosotros estudiamos sobre todo las concentraciones militares, los movimientos de tropas, las nuevas bases de cohetes, las fábricas de armamento. Pero lo que tenemos parece indicar que está bastante extendida.
—Entonces, ¿qué se proponen ustedes?
—Desearíamos —resumió Poklevski— su autorización para gastar bastante más en este problema, a fin de descubrir la gravedad que tiene para los soviets. Esto significa enviar delegaciones, hombres de negocios. Aprovechar la vigilancia del espacio, en cuanto no entorpezca sus tareas prioritarias. Creemos que es de vital interés para América averiguar exactamente con qué dificultades se enfrentará Moscú a este respecto.
Matthews reflexionó un momento y consultó su reloj. Dentro de diez minutos llegaría un grupo de ecólogos que deseaban saludarle y ofrecerle una nueva placa. Después, vendría el fiscal general, antes de la hora del almuerzo, para hablarle de la nueva legislación laboral. Se levantó.
—Muy bien, caballeros, sea como ustedes quieren. Les doy mi autorización. Debemos estar enterados de este asunto. Pero quiero una respuesta dentro de treinta días.
Diez días más tarde, el general Carl Taylor se sentó en la oficina del séptimo piso de Robert Benson, director de la Central de Investigación, o DCI, y contempló su propio informe, adherido a un grueso fajo de fotografías, sobre la mesita de café que tenía delante.
—Es algo muy curioso, Bob —dijo—. No puedo comprenderlo.
Benson se apartó de los grandes ventanales que ocupan el sitio de toda una pared en el despacho del DCI en Langley y desde las que se perciben, hacia el Nor-Noroeste, magníficas vistas de arboledas en la dirección del invisible río Potomac. Como a sus predecesores, le gustaba aquel panorama, particularmente a finales de la primavera y principios del verano, cuando los bosques eran verdes y tiernos. Se sentó en el bajo canapé, frente a la mesita y delante de Taylor.
—Tampoco lo comprenden mis expertos en cereales, Carl. Y no quiero acudir al departamento de Agricultura. Pase lo que pase en Rusia, no queremos publicidad, y, si hiciese intervenir a gente de fuera, la Prensa hablaría de ello dentro de una semana. Bueno, ¿qué ha averiguado?
—Las fotos muestran que la plaga, o lo que sea, no es epidémica —dijo Taylor—. Ni siquiera es regional. Esto es lo más raro. Si la causa fuese climática, habría algún fenómeno meteorológico que lo explicase. No hay ninguno. Si se tratase de una enfermedad de las mieses, sería al menos regional. Y lo propio cabría decir si fuese producida por parásitos. Pero es algo que parece aleatorio. Junto a las zonas afectadas hay trigales sanos y fructíferos. Las imágenes enviadas por el «Cóndor» están fuera de toda lógica. ¿Qué dice usted?
Benson asintió con la cabeza.
—Es completamente ilógico. He destacado un par de agentes sobre el terreno, pero todavía no me han informado. La Prensa soviética no ha dicho nada. Mis propios agrónomos han estudiado una y otra vez sus fotos. Lo único que deducen es que debe de tratarse de una enfermedad de las semillas o de algo nocivo en el suelo. Pero no pueden explicar el carácter aleatorio del fenómeno. No corresponde a ninguna pauta conocida. Lo peor es que debo presentar al presidente un cálculo de la probable cosecha total de cereales de la Unión Soviética en septiembre y octubre. Y tengo que hacerlo pronto.
—No puedo fotografiar todos y cada uno de los campos de trigo y cebada de la Unión Soviética, ni siquiera con los «Cóndor» —dijo Taylor—. Sería una labor de meses. ¿Puede proporcionármelo usted?
—Ni pensarlo —negó Benson—. Necesito información sobre los movimientos de tropas a lo largo de la frontera china y de los preparativos frente a Turquía y el Irán. Tengo que observar constantemente los despliegues del Ejército rojo en Alemania del Este y los emplazamientos de los nuevos Veinte SS detrás de los Urales.
—Entonces, sólo puedo pergeñar una cifra proporcional, fundada en lo que hemos fotografiado hasta la fecha, y aplicarla a toda la Unión Soviética —dijo Taylor.
—Tiene que hacerse con exactitud —dijo Benson—. No quiero que se repita lo de 1977.
Taylor frunció el ceño al recordarlo, aunque, en aquel entonces, él no era director de la NRO. En 1977, la maquinaria de información americana había sido burlada por un formidable truco de los soviets. Durante el verano, todos los expertos de la CIA y del Departamento de Agricultura habían dicho al presidente que la cosecha cerealista soviética alcanzaría aproximadamente los 215 millones de toneladas métricas. A los delegados de Agricultura que habían visitado Rusia se les habían mostrado campos de trigo sanos y ubérrimos; en realidad, eran las excepciones. Los análisis de las fotos de reconocimiento habían sido defectuosos. En otoño, el entonces presidente soviético, Leónidas Breznev, había anunciado tranquilamente que la cosecha soviética sería solamente de 194 millones de toneladas.
Como resultado de ello, el precio del excedente de trigo de los Estados Unidos había subido, en la certeza de que los rusos, a fin de cuentas, tendrían que comprar unos veinte millones de toneladas. Demasiado tarde. Durante el verano, y actuando a través de Compañías de paja radicadas en Francia, Moscú había comprado por anticipado trigo suficiente para cubrir el déficit... al bajo precio antiguo. Incluso habían fletado aviones de transporte por medio de hombres de paja y, después, llevaron a puertos soviéticos los barcos que se dirigían a la Europa Occidental. El asunto era conocido en Langley como «La Punzada».
Carl Taylor se levantó.
—Muy bien, Bob; seguiré tomando bonitas instantáneas.
—Carl. —La voz del DCI le hizo detenerse en el umbral.— Las bellas fotografías no bastan. Quiero que el primero de julio los «Cóndor» vuelvan a dedicarse por entero a las tareas militares. Déme el mejor cálculo que pueda al terminar el mes. Y..., en todo caso, peque por prudencia. Si sus chicos descubren algo que pueda explicar el fenómeno, haga que vuelvan a fotografiarlo. Tenemos que saber qué diablos le ocurre al trigo soviético.
Los satélites «Cóndor» del presidente Matthews podían verlo casi todo en la Unión Soviética, pero no podían observar a Harold Lessing, uno de los tres primeros secretarios de la sección comercial de la Embajada británica en Moscú, sentado a su mesa la mañana siguiente. Y probablemente era mejor así, porque él habría sido el primero en reconocer que no ofrecía una imagen muy edificante. Estaba pálido como la cera y se sentía muy enfermo.
El edificio principal de la Embajada británica en la capital soviética es una vieja y hermosa mansión de antes de la revolución, que da por el Norte al muelle de Maurice Thorez y tiene enfrente, al otro lado del río Moscova, la fachada Sur de los muros del Kremlin. En los tiempos del zar, había pertenecido a un comerciante de azúcar millonario, y se la apropiaron los ingleses poco después de la revolución. Desde entonces, el Gobierno soviético no ha parado en sus intentos de echar de ella a los británicos. Stalin odiaba aquel lugar; cada mañana, al levantarse, tenía que ver, desde sus aposentos privados, la Unión Jack ondeando al otro lado del río, al soplo de la brisa mañanera, y eso le fastidiaba.
Pero la sección comercial no tiene la suerte de alojarse en esta elegante mansión de crema y oro. Funciona en un triste complejo de casas para oficinas construido a tres kilómetros de aquella, en la Kutuzovsky Prospekt, casi enfrente del «Hotel Ukraina», que parece un pastel de boda. El mismo complejo, cuyo único portal está custodiado por varios vigilantes milicianos, contiene otros vulgares edificios de apartamentos, destinados a vivienda del personal diplomático de veinte o más Embajadas extranjeras, designado colectivamente con el nombre de «Korpus Diplomatik», o Residencia de los Diplomáticos.