—Claro que no. No somos árabes. Somos ucranianos, luchamos por la libertad y estamos orgullosos de ello.
—¿Y creen que las autoridades pondrán en libertad a sus amigos encarcelados? —preguntó Larsen.
—Tendrán que hacerlo —dijo confiadamente Drake—. No tienen alternativa. Vamos, son casi las nueve.
De 09.00 a 13.00
—Control del Mosa, Control del Mosa. Aquí el
Freya
.
La voz de barítono del capitán Thor Larsen retumbó en la sala principal de control del achaparrado edificio de la punta del Anzuelo de Holanda. En la oficina del primer piso, con sus ventanas mirando al mar del Norte, ahora cegadas por las cortinas para evitar el sol de la mañana y dar mayor claridad a las pantallas de radar, cinco hombres esperaban sentados.
Dijkstra y Schipper seguían de guardia, sin pensar ya en el desayuno. Dirk van Gelder se había puesto en pie detrás de Dijkstra, presto a ponerse al aparato en cuanto hiciesen la llamada. En otra consola, uno de los hombres del turno de día cuidaba del tráfico del estuario, dando entrada y salida a los barcos, pero manteniéndolos alejados del
Freya
, cuya mancha en la pantalla de radar estaba en el límite del campo visual, sin dejar de ser más grande que todas las demás. El primer oficial de seguridad marítima, adjunto a Control del Mosa, estaba también presente.
Cuando se recibió la llamada, Dijkstra se levantó de su silla, colocada delante del altavoz, y Van Gelder se sentó en ella. Agarró el mango del micrófono, carraspeó y pulsó el interruptor de «transmisión».
—Freya
, aquí Control del Mosa. Hable, por favor.
Más allá de los confines del edificio, que sólo parecía a los ojos de todos una achaparrada torre de control de tráfico aéreo plantada en la arena, otros oídos escuchaban. Durante la primera transmisión, otros dos barcos habían captado parte de la conversación y, en los noventa minutos intermedios, había habido un poco de chismorreo entre los radiotelegrafistas de los buques. Ahora eran una docena los que escuchaban atentamente.
En el
Freya
, Larsen sabía que podía pasar al Canal 16, hablar a Scheveningen Radio y pedir que le pusiesen con el Control del Mosa para mayor reserva, pero los oyentes no tardarían en encontrar aquel canal. Por consiguiente, siguió en Canal 20.
—Freya
, a Control del Mosa. Quiero hablar personalmente con el presidente de la Junta del Puerto.
—Aquí, Control del Mosa. Dirk van Gelder al habla. Yo soy el presidente de la Junta del Puerto.
—Soy el capitán Thor Larsen, al mando del
Freya
.
—Sí, capitán Larsen; conozco su voz. ¿Cuál es su problema?
En el otro extremo, en el puente del
Freya
, Drake señaló con el cañón de su pistola la declaración escrita que tenía Larsen en la mano. Larsen asintió con la cabeza, pulsó el interruptor de «transmisión» y empezó a leer por teléfono:
—Voy a leer una declaración preparada. Por favor, no me interrumpa ni haga preguntas.
»A las tres de esta mañana, el
Freya
ha sido tomado por hombres armados. Tengo sobrados motivos para creer que hablan en serio y están dispuestos a cumplir todas sus amenazas, si no son atendidas sus exigencias.
En la torre de control sobre la arena, todos los que estaban detrás de Van Gelder contuvieron el aliento. El cerró sus fatigados ojos. Durante años había aconsejado que se tomasen medidas de seguridad para proteger de los secuestradores a aquellas bombas flotantes. No le habían hecho caso, y ahora había sucedido al fin. La voz siguió hablando, mientras el magnetófono giraba impasible:
—En este momento, toda mi tripulación está encerrada en la parte inferior del barco, detrás de puertas de acero, sin posibilidad de escapar. Hasta ahora no han sufrido ningún daño. Yo estoy en el puente, donde me apuntan con una pistola.
»Durante la noche han colocado cargas explosivas en lugares estratégicos, en diversos puntos del interior del casco del
Freya
. Yo mismo las he visto y puedo asegurar que, si explotasen, destruirían el
Freya
, matarían en el acto a toda la tripulación y verterían un millón de toneladas de crudo en el mar del Norte.
—¡Dios mío! —exclamó una voz detrás de Van Gelder.
Este agitó una mano con impaciencia, imponiendo silencio al que había hablado.
—Estas son las exigencias inmediatas del hombre que ha apresado al
Freya
. Primera: tiene que interrumpirse en seguida todo tráfico marítimo en la zona delimitada por un arco de cuarenta y cinco grados al sur de un punto situado al este del
Freya
, y de cuarenta y cinco grados al norte del mismo punto; es decir, dentro de un arco de noventa grados entre el
Freya y
la costa holandesa.
»Segunda: ninguna embarcación, de superficie o submarina, debe intentar acercarse al
Freya
en un radio de cinco millas. Tercera: ningún avión debe pasar sobre el
Freya
dentro de un círculo de cinco millas de radio y a menos de tres mil metros de altura. ¿Está claro? Conteste.
Van Gelder agarró el micrófono con fuerza.
—
Freya
, aquí Control del Mosa. Habla Dirk van Gelder. Sí, está claro. Haré despejar todo el tráfico de superficie en la zona comprendida en un arco de noventa grados entre el
Freya y
la costa holandesa, y en un sector de cinco millas marinas alrededor del
Freya
por los otros lados. Ordenaré al control de tráfico del aeropuerto de Schipol que impidan el paso de aviones dentro del radio de cinco millas a menos de tres mil metros. Cambio.
Hubo una pausa y volvió a oírse la voz de Larsen:
—Me dicen que si se realiza algún intento para contravenir estas órdenes, habrá una represalia inmediata y sin ulterior aviso del
Freya
verterá veinte mil toneladas de crudo inmediatamente, o uno de mis marineros será... ejecutado. ¿Comprendido? Conteste.
Dirk van Gelder se volvió hacia sus oficiales de tráfico.
—¡Dios mío! Despejen de barcos toda esa zona, ¡de prisa! Y comuniquen con Schipol. Díganles que nada de vuelos comerciales, ni de aviones particulares, ni de helicópteros que quieran tomar fotografías. ¡Nada! Y ahora, ¡muévanse!
Después, dijo a través del micro:
—Comprendido, capitán Larsen. ¿Algo más?
—Sí —afirmó la voz incorpórea—. No habrá más contacto por radio con el
Freya
hasta las doce cero cero horas. A esta hora, el
Freya
volverá a llamarles. Deseo hablar directa y personalmente con el primer ministro de los Países Bajos y con el embajador de Alemania Federal. Ambos deben estar presentes. Eso es todo.
El micrófono enmudeció. En el puente del
Freya
Drake tomó el aparato de la mano de Larsen y lo colocó en su sitio. Después, hizo una seña al noruego y volvieron al camarote de día. Cuando se hubieron sentado a ambos lados de la ancha mesa, Drake dejó su pistola y se recostó en la silla. Al levantarse el borde del suéter, Larsen vio el oscilador letal prendido en el cinturón.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Larsen.
—Esperar —respondió Drake—, mientras Europa empieza a volverse loca.
—Le mataran —dijo Larsen—. Pudo subir a bordo, pero no podrá bajar. Es posible que tengan que hacer lo que usted ordena, pero cuando lo hayan hecho, le estarán esperando.
—Lo sé —confesó Drake—. Pero le diré una cosa: no me importa morir. Lucharé por mi vida, naturalmente; pero moriré antes de ver arruinado mi proyecto.
—¿Tanto desea la liberación de esos dos hombres en Alemania? —preguntó Larsen.
—Así es. No puedo explicarle la razón, y, si lo hiciese, no lo comprendería. Pero desde hace muchos años, mi país, mi pueblo, ha sufrido ocupaciones, persecuciones, prisión y muerte. Y a nadie le importó un bledo. Ahora amenazo con matar un solo hombre o con herir a Europa Occidental en su bolsillo, y ya verá lo que hacen. Para ellos es un desastre. Para mí, el desastre esta en la esclavitud de mi tierra.
—¿Cuál es exactamente su sueño? —preguntó Larsen.
—Una Ucrania libre —admitió sencillamente Drake—. Algo que no podrá lograrse, a menos que se produzca un levantamiento popular de millones de personas.
—¿En la Unión Soviética? —inquirió Larsen—. Eso es imposible. Nunca ocurrirá.
—Podría ocurrir —replicó Drake—. Podría. Ya ha sucedido en Alemania Oriental, en Hungría, en Checoslovaquia. Pero, ante todo, hay que romper la convicción de esos millones de que nunca podrán triunfar, de que sus opresores son invencibles, logrado esto, las compuertas se abrirán de par en par.
—Nadie lo creerá —replicó Larsen.
—En Occidente, no. Pero eso es lo curioso. Aquí, en el Oeste, todos dirán que yerro en mis cálculos. Pero en el Kremlin saben que no es así.
—¿Y está usted dispuesto a morir por ese... levantamiento popular? —preguntó Larsen.
—Si es necesario, sí. Ese es mi sueño. Amo a aquella tierra, a aquella gente, más que a mi propia vida. Esta es mi ventaja; en un radio de cien millas a nuestro alrededor, no hay nadie más que quiera algo más que a su vida.
Ayer, Larsen habría estado quizá de acuerdo con aquel fanático. Pero algo ocurría en el interior del corpulento y pausado noruego que le sorprendió a él mismo. Por primera vez en su vida, odiaba a un hombre hasta el punto de querer matarle.
Dentro de su cabeza, una voz decía: «Me importa un bledo tu sueño ucraniano, señor Svoboda. No vas a matar a mi tripulación, ni a destruir mi barco.»
En Felixstowe, en la costa de Suffolk, el oficial de la guardia de costas se alejó rápidamente de la radio y descolgó el teléfono.
—Póngame con el Departamento del Medio Ambiente, en Londres —pidió al telefonista.
—¡Dios mío! Los holandeses están ahora en un buen lío —dijo su ayudante, que también había oído la conversación entre el
Freya y
Control del Mesa.
—No sólo los holandeses —añadió el oficial—. Echa un vistazo al mapa.
En la pared había un mapa de toda la porción meridional del mar del Norte y del extremo septentrional del canal de la Mancha. La costa de Suffolk estaba precisamente delante del estuario del Mosa. El oficial de la guardia de costas había marcado con lápiz la posición del Freya. Estaba exactamente a mitad de camino entre las dos costas.
—Si estalla, muchacho, nuestras costas estarán también bajo un palmo de petróleo desde Hull hasta Southampton.
Minutos después hablaba con un funcionario de Londres, uno de los hombres de la sección del Ministerio específicamente dedicada a luchar contra los riesgos del petróleo. Lo que le dijo hizo que se enfriase del todo la primera taza de té de aquella mañana en Londres.
Dirk van Gelder pudo encontrar al primer ministro en su residencia, precisamente cuando éste se disponía a salir para ir a su despacho. El tono apremiante del presidente de la junta del Puerto hizo que el joven auxiliar del jefe del Gobierno pasara la comunicación a éste.
—Jan Grayling al aparato —dijo el primer ministro. Su rostro se contrajo al escuchar a Van Gelder.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—No lo sabemos —respondió Van Gelder—. El capitán Larsen no hizo más que leer una declaración preparada de antemano. No podía apartarse de ella, ni responder a preguntas.
—Si le estaban amenazando, quizá se vio obligado a confirmar la colocación de los explosivos. Tal vez no es más que un farol —sugirió Grayling.
—No lo creo, señor —replicó Van Gelder—. ¿Quiere que le lleve la grabación?
—Sí, e inmediatamente; en su propio coche —respondió el primer ministro—. Vaya directamente a la Presidencia del Gobierno.
Colgó el teléfono y se dirigió a su automóvil, pensando desaforadamente. Si aquella amenaza era real, la espléndida mañana de verano había traído consigo la crisis más grave de su período de gobierno. Al apartarse su coche del bordillo, seguido del inevitable vehículo de la Policía, se retrepó en su asiento y trató de pensar en lo que tendría que hacer antes que nada. Naturalmente, tenía que convocar una reunión urgente del Gabinete. Y la Prensa no tardaría en hacer acto de presencia. Muchos oídos habían escuchado sin duda la conversación entre el barco y la costa, y alguien informaría a la Prensa antes del mediodía.
Tendría que informar a diversos Gobiernos extranjeros, a través de sus embajadas. Y autorizar la inmediata constitución de un comité de expertos para hacer frente a la crisis. Afortunadamente, disponía de bastantes expertos después de los secuestros realizados por sudmoluqueños en años anteriores. Al detenerse el coche delante del edificio de la Presidencia del Gobierno, miró su reloj. Eran las nueve y media.
La frase «comité de crisis» era también pensada, aunque no pronunciada, en Londres. Sir Rupert Mossbank, subsecretario permanente del Departamento del Medio Ambiente, hablaba por teléfono con el secretario del Gabinete, sir Julian Flannery.
—Todavía es pronto, naturalmente —dijo sir Rupert—. Todavía no sabemos quiénes son, ni cuántos, ni si hablan en serio, ni si hay realmente bombas a bordo. Pero si aquella enorme cantidad de crudo se derramase, la cosa sería realmente grave.
Sir Julian reflexionó un momento, contemplando Whitehall a través de su ventana del primer piso.
—Has hecho bien en llamarme en seguida, Rupert —agradeció—. Creo que lo mejor que puedo hacer es informar inmediatamente a la primer ministro. Mientras tanto, y como precaución, ¿podrías pedir a dos de tus mejores expertos que redacten un informe sobre las posibles consecuencias que tendría la voladura del barco? Me refiero al petróleo derramado, la zona marítima afectada, las corrientes, la velocidad, el sector de nuestra costa que podría verse perjudicado por la marea negra. Todo esto. Estoy seguro de que ella lo pedirá.
—Ya he pensado en eso, viejo.
—Bien —dijo sir Julian—. Magnífico. Hazlo cuanto antes. Presumo que ella querrá saberlo todo. Como siempre.
Había trabajado con tres primeros ministros, y el último era, con mucho, el más exigente y expeditivo. Durante años había circulado el chiste de que el partido en el Gobierno estaba lleno de viejas de ambos sexos; afortunadamente, ahora era regido por un verdadero hombre. Se llamaba mistress Joan Carpenter. El secretario, del Gabinete obtuvo en pocos minutos la conformidad a su visita y, bajo el brillante sol de la mañana, se encaminó al Número Diez, con decisión, pero sin prisa, como era su costumbre.