—¿Cómo? —preguntó sir Nigel.
—Hablando. Soltando la lengua. Llegando vivos a Israel y convocando una conferencia de la Prensa internacional. Infligiendo a la Unión Soviética una terrible humillación ante el público y las naciones.
—¿Por haber matado a un capitán aviador a quien nadie conocía? —preguntó la primer ministro.
—No. No por eso. La muerte del capitán Rudenko en la cabina del avión fue en realidad un accidente. La huida a Occidente era indispensable para los dos hombres, si querían dar publicidad mundial a su verdadera hazaña. Escuche usted, señora: el treinta y uno del pasado octubre, por la noche, en una calle de Kiev, Mishkin y Lazareff asesinaron a Yuri Ivanenko, jefe de la KGB.
Sir Nigel Irvine y Barry Ferndale se incorporaron de un salto como si les hubiese picado una avispa.
—¡Conque fue eso lo que le pasó! —farfulló Ferndale, el experto en asuntos soviéticos—. Yo pensaba que había caído en desgracia.
—Cayó en la tumba —rectificó Munro—. Naturalmente, el Politburó, lo sabe, y al menos uno, quizá dos, de los partidarios de Rudin, han amenazado con cambiar de bando si los asesinos consiguen escapar y humillar a la Unión Soviética.
—¿Está esto de acuerdo con la psicología rusa, míster Ferndale? —preguntó la primer ministro.
Ferndale frotó furiosamente los cristales de sus gafas con el pañuelo.
—Concuerda perfectamente, señora —confirmó, muy excitado—. Interna y externamente. En tiempos de crisis, por ejemplo, de escasez de alimentos, es imperativo que la KGB infunda temor al pueblo, y en particular a las nacionalidades no rusas, para tenerlos a raya. Si desapareciese este temor, si la terrible KGB se convirtiese en un hazmerreír, las repercusiones serían espantosas... desde el punto de vista del Kremlin, naturalmente.
»En el exterior, y especialmente en el Tercer Mundo, la impresión de que el poder del Kremlin es una fortaleza inexpugnable tiene importancia capital para Moscú, si quiere mantener su dominio y continuo avance.
»Sí, esos dos hombres son una bomba de relojería para Maxim Rudin. El asunto del
Freya
ha encendido la mecha, y el tiempo se acaba.
—Entonces, ¿por qué no se puede informar al canciller Busch del ultimátum de Rudin? —preguntó Munro—. Así comprendería que el Tratado de Dublín, que afecta muchísimo a su país, es más importante que el
Freya
.
—Porque —intervino sir Nigel— incluso la noticia de que Rudin ha presentado el ultimátum es secreta. Si se divulgase, todo el mundo sabría que se trata de algo más que de la muerte de un capitán aviador.
—Bien, caballeros —dijo mistress Carpenter—, todo esto es muy interesante, incluso fascinador; pero no contribuye a resolver el problema. El presidente Matthews se enfrenta con un dilema: permitir que el canciller Busch suelte a Mishkin y Lazareff, arruinando el tratado, o exigir que los dos hombres permanezcan en la cárcel, con la consiguiente destrucción del
Freya
, provocando las iras de casi una docena de Gobiernos europeos y la censura de todo el mundo.
»Cierto que intentó una tercera alternativa: pedir al primer ministro Golen que volviese a enviar los dos hombres a Alemania para ser de nuevo encarcelados, una vez liberado el
Freya
. Con ello trataba de dar satisfacción a Maxim Rudin. Tal vez se la habría dado, o tal vez no. Pero el caso fue que Benyamin Golen se negó. Y así quedó la cosa.
»Entonces, nosotros intentamos también una tercera alternativa: tomar el
Freya
por asalto y liberarlo. Pero esto se ha hecho imposible. Temo que no hay más alternativas, a menos que los norteamericanos hagan algo que, según sospecho, les ronda por la cabeza.
—¿Qué es? —preguntó Munro.
—Volar el barco con fuego de artillería —contestó sir Nigel Irvine—. No tenemos pruebas de ello, pero los cañones del
Moran
apuntan directamente al
Freya
.
—Realmente,
hay
una tercera alternativa. Podría satisfacer a Maxim Rudin, y debería dar resultado.
—Explíquese, por favor —dijo la primer ministro.
Munro lo hizo. Tardó menos de cinco minutos. Después, se hizo silencio.
—Me parece absolutamente repugnante —opinó al fin mistress Carpenter.
—Señora, permita que le diga, con todo respeto, que tuve la misma impresión cuando traicioné a mi agente, dejándolo en manos de la KGB —replicó Munro, con dureza.
Ferndale le lanzó una mirada de advertencia.
—¿Podríamos disponer de un artificio tan diabólico? —preguntó mistress Carpenter a sir Nigel.
Este estudió las puntas de sus dedos.
—Creo que el Departamento especializado puede obtener esa clase de cosas —respondió, a media voz.
Joan Carpenter suspiró profundamente.
—Gracias a Dios, no me corresponde a mí tomar la decisión. Debe hacerlo el presidente Matthews. Supongo que hay que decírselo. Pero habría que explicárselo personalmente. Dígame, míster Munro, ¿estaría usted dispuesto a realizar este plan?
Munro pensó en Valentina saliendo a la calle, donde acechaban los hombres de trinchera gris.
—Sí —afirmó—, sin el menor reparo.
—El tiempo apremia —dijo vivamente ella—. Si es que tiene que estar en Washington esta noche. ¿Alguna idea, sir Nigel?
—Sale un «Concorde» a las cinco —dijo él—, correspondiente al nuevo servicio con destino a Boston. Si el presidente quisiera, podría hacer que se desviase a Washington.
Mistress Carpenter miró su reloj. Marcaba las cuatro.
—Salga en seguida, míster Munro —dijo—. Informaré al presidente Matthews de las noticias traídas por usted de Moscú y le pediré que le reciba. Entonces podrá exponerle personalmente su un tanto macabra proposición. Es decir, si se aviene a recibirle con tanta rapidez.
Lisa Larsen seguía abrazada a su marido cinco minutos después de haber entrado este en el camarote. Él le preguntó por su casa, por sus hijos. Lisa había hablado con ellos hacía dos horas; el sábado no había colegio, y se hallaban en casa de los Dahl. Estaban bien. Acababan de volver de dar la comida a los conejos de bogneset. Las frases triviales se extinguieron.
—Thor, ¿qué va a pasar?
—No lo sé. No comprendo por qué se niegan los alemanes a soltar a esos dos hombres. No comprendo por qué los norteamericanos no quieren permitirlo. Hablo con ministros y embajadores, y tampoco saben nada.
—Si no
ponen
en liberad a esos hombres... ¿hará ese terrorista lo que dice? —preguntó ella.
—Es posible —respondió Larsen, reflexivamente—. Creo que lo intentará. Y, en este caso, yo trataré de impedírselo. Tengo que hacerlo.
—Y todos esos capitanes de ahí fuera, ¿por qué no te ayudan?
—Porque no pueden, ratoncito. Nadie puede ayudarme. Tengo que hacerlo yo, o nadie lo hará.
—No me fío del capitán americano —murmuró ella—. Le vi cuando llegué a bordo con míster Geayling. Ni una sola vez me miró a la cara.
—No puede hacerlo. Ni podría mirarme a mí. Compréndelo; tiene orden de volar el Freya.
Lisa se apartó de él y le miró, desorbitados los ojos.
—No puede hacer una cosa así —dijo—. Ningún hombre podría hacer esto a un semejante.
—Lo hará, si tiene que hacerlo. No lo sé de cierto, pero lo sospecho. Los cañones de su barco nos apuntan directamente. Si los americanos piensan que tienen que hacerlo, lo harán. Quemando el cargamento reducirían el daño ecológico y destruirían el arma del chantaje.
Ella se estremeció y volvió a abrazarle. Empezó a llorar.
—Le odio —dijo.
Thor Larsen le acarició los cabellos; su manaza casi le cubría la cabecita.
—No debes odiarle —murmuró—. El tiene sus órdenes. Todos tienen sus órdenes. Y harán lo que les digan unos hombres que están muy lejos, en las cancillerías de Europa y de América.
—No me importa. Les odio a todos.
El se echó a reír y le dio unas palmadas, suaves y tranquilizadoras.
—Hazme un favor, ratoncito de las nieves.
—Lo que tú digas.
—Vuelve a casa. Vuelve a Alesund. Márchate de este lugar. Cuida de Kurt y de Kristina. Y prepara la casa para mi regreso. Cuando todo esto termine, regresaré a casa. Cuenta con ello.
—Vuelve conmigo. Ahora.
—Sabes que tengo que ir allá. Se ha acabado el tiempo.
—No vuelvas al barco —le suplicó ella—. Si lo haces, te matarán.
Respiraba agitadamente, pugnando por no llorar, tratando de no lastimarle.
—Es mi barco —dijo dulcemente él—. Es mi tripulación. Sabes que tengo que ir.
La dejó en el sillón del capitán Preston.
En este mismo instante, el coche que llevaba a Adam Munro salió de Downing Street, pasando entre la multitud de curiosos que esperaban poder echar un vistazo a los poderosos en este momento de crisis, y cruzó Parliament Square, en dirección a Cromwell Road y la carretera de Heathrow.
Cinco minutos más tarde, Thor Larsen era sujetado al sillín por dos marineros de la Royal Navy, agitados sus cabellos por las aspas del «Wessex» que giraban sobre su cabeza.
El capitán Prestan, seis de sus oficiales y los cuatro capitanes de la OTAN, permanecían en fila a pocos metros de distancia. El «Wessex» empezó a elevarse.
—Caballeros —dijo el capitán Preston.
Cinco manos se elevaron hasta las cinco gorras galoneadas, en un saludo simultáneo.
Mike Manning observó al barbudo marino alejándose en el aire. Allá arriba, desde treinta metros, el noruego parecía mirarle fijamente.
«¡Lo sabe! —pensó Manning, con espanto—. ¡Jesús, María y José! ¡Lo sabe!»
Thor Larsen entró en su camarote de día, en el
Freya
, sintiendo en su espalda el cañón de una metralleta. Svoboda estaba en su sillón acostumbrado. Indicó a Larsen el del otro lado de la mesa.
—¿Le han creído? —preguntó el ucraniano.
—Sí —respondió Larsen—. Me han creído. Y tenía usted razón. Estaban preparando un ataque con hombres rana para después del anochecer. Lo han cancelado.
Drake resopló.
—Mejor así —dijo—. Si lo hubiesen intentado, habría apretado este botón sin vacilar, con suicidio o sin él. No me habrían dado alternativa.
A las doce menos diez, el presidente William Matthews colgó el teléfono; había estado hablando un cuarto de hora con la primer ministro de Gran Bretaña, que le había llamado desde Londres, y miró a sus tres consejeros. Todos ellos habían oído la conversación en el altavoz.
—Ya lo ven —dijo—. Los ingleses no van a realizar su ataque nocturno. Otra alternativa que se desvanece. Lo cual parece querer decir que no tendremos más remedio que volar nosotros mismos el
Freya
en mil pedazos. ¿Está preparado el buque de guerra?
—En posición, con los cañones dispuestos y cargados —confirmó Stanislav Poklevski.
—A menos que ese Munro tenga alguna buena idea —apuntó Robert Benson—. ¿Querrá usted recibirle, señor presidente?
—Bob, recibiría al mismísimo diablo si me diese la manera de salir de este aprieto —confesó Matthews.
—Al menos podemos estar seguros de una cosa —dijo David Lawrence—. La reacción de Maxim Rudin no era exagerada. A fin de cuentas, era la única que podía tener. En su lucha con Yefrem Vishnayev, ha agotado también todos sus triunfos. Pero, ¿cómo diablos consiguieron esos dos de la cárcel de Moabit liquidar a Yuri Ivanenko?
—Hay que suponer que el jefe del grupo que está en el
Freya
les ayudó —sugirió Benson—. Nada me complacería tanto como echarle la zarpa al tal Svoboda.
—Sin duda para matarle, ¿no? —sugirió Lawrence, con disgusto.
—Se equivoca —replicó Benson—. Lo tomaría a mi servicio. Es duro, ingenioso y temerario. Está haciendo bailar como muñecos diez Gobiernos europeos.
Era mediodía en Washington y las cinco de la tarde en Londres cuando el «Concorde» levantó sus patas como zancos sobre la pista de cemento de Heathrow, alzó la punta caída de su morro hacia el cielo occidental y puso rumbo a Poniente, cruzando la barrera del sonido.
La norma corriente de no producir el estampido sónico hasta hallarse sobre el alta mar había sido anulada por orden de Downing Street. El afilado dardo dio toda su potencia a los cuatro ruidosos motores «Olympus» inmediatamente después de despegar, y 150 000 libras de fuerza impulsaron al avión hacia la estratosfera.
El piloto bahía calculado llegar en tres horas a Washington, adelantando en dos horas al sol. A medio camino sobre el Atlántico, anunció a sus pasajeros con destino a Boston que, sintiéndolo mocho, tendría que detenerse unos momentos en el aeropuerto internacional de Dulles (Washington), antes de seguir hacia Boston, debido a las acostumbradas razones técnicas».
Eran las siete de la tarde en Europa Occidental, pero las nueve en Moscú, cuando Yefrem Vishnayev consiguió la entrevista personal, sumamente desacostumbrada en un sábado por la noche, que había estado solicitando de Maxim Rudin durante todo el día.
El viejo dictador de la Rusia soviética accedió a recibir al teórico del partido en el salón de sesiones que tenía el Politburó en la tercera planta del edificio del Arsenal.
Vishnayev llegó acompañado del mariscal Nikolai Kerensky, pero se encontró con que Rudin estaba asistido de sus dos aliados, Dmitri Rykov y Vassili Petrov.
—Advierto que no son muchos los que disfrutan de este brillante fin de semana primaveral en el campo —dijo, con acritud.
Rudin se encogió de hombros.
—Yo estaba disfrutando de una cena íntima con dos amigos —dijo—. ¿Qué les trae al Kremlin a estas horas, camaradas Vishnayev y Kerensky?
No había secretarios ni guardias en el salón; sólo estaban allí los cinco jefazos de la Unión, en irritado enfrentamiento, bajo los globos encendidos en el alto techo.
—Una traición —gritó Vishnayev—. Una traición, camarada secretario general.
Se hizo un silencio ominoso, amenazador.
—Traición, ¿de quién? —preguntó Rudin.
Vishnayev se inclinó sobre la mesa y habló a tres palmos de la cara de Rudin.
—De dos puercos judíos de Lvov —susurró Vishnayev—. De dos hombres que ahora están en una cárcel de Berlín. De dos hombres cuya libertad reclama una banda de asesinos que se han apoderado de un petrolero en el mar del Norte. La traición de Mishkin y Lazareff.
—¿Es verdad —preguntó Rudin, cuidadosamente— que el asesinato del capitán Rudenko, de «Aeroflot», en diciembre pasado, a manos de esa pareja, constituye...?