—Pero, ¿y si tuviese que hacerse, Bob? ¿Si tuviese que hacerse...?
—Entonces, se haría.
William Matthews se llevó las manos a la cara y se frotó los cansados ojos con las puntas de los dedos.
—¡Dios mío! No debería pedirse a nadie que diese una orden como ésa —exclamó—. Pero, si no hay más remedio..., dé la orden, Bob.
El sol acababa de elevarse sobre el horizonte oriental, o sea, sobre la costa holandesa. En la cubierta de popa del crucero
Argyll
, ahora puesto de lado en relación a la posición del
Freya
, el comandante Fallon contemplaba las tres lanchas rápidas de asalto amarradas al costado de sotavento. Las tres eran invisibles desde el puesto de vigilancia de la chimenea del
Freya
. Como también lo era la actividad que se desarrollaba en ellas, mientras el grupo de comandos de Fallon preparaba sus kayaks y desenvolvía las extrañas piezas de su equipo. Era un amanecer claro y brillante, que prometía otro día cálido y soleado. El mar estaba en calma. El capitán del
Argyll
, Richard Preston, se reunió con Fallon.
Juntos contemplaron los tres ágiles galgos marinos que habían traído los hombres y el equipo de Poole en ocho horas. Las embarcaciones se mecieron en la estela de un barco de guerra que pasó por el Oeste a varios cables de distancia. Fallon levantó la cabeza.
—¿Quién es ése? —preguntó, señalando con la cabeza el buque de guerra gris, de pabellón norteamericano, que navegaba rumbo al Sur.
—La Armada americana ha enviado un observador —respondió el capitán Preston—. El
USS Moran
. Se estacionará entre nosotros y el
Montcalm
. —Miró su reloj.— Las siete y media. Van a servir el desayuno en el comedor. Si quiere acompañarnos...
Eran las siete y cincuenta minutos cuando llamaron a la puerta del camarote del capitán Mike Manning, que estaba al mando del
Moran
.
Este se hallaba anclado después de navegar durante la noche, y Manning, que había permanecido todo el tiempo en el puente, se estaba ahora afeitando la barba. Cuando entró el telegrafista, Manning tomó el mensaje de manos de aquél y le echó una mirada, sin dejar de afeitarse. Después, se interrumpió y se volvió hacia su subordinado.
—Está en clave —dijo.
—Sí, señor. Lleva la indicación de que sólo usted debe leerlo, señor.
Manning despidió al hombre, abrió la caja fuerte y sacó su código personal de descifrado. La clave no era corriente, pero tampoco extraordinaria. Empezó a recorrer con un lápiz las columnas de números, buscando los grupos en el mensaje que tenía delante y sus correspondientes combinaciones de letras. Cuando hubo terminado, permaneció sentado en su mesa y observó fijamente el mensaje, por si se había equivocado. Lo comprobó desde el principio, confiando en que fuese una broma. Pero no lo era. La comunicación iba dirigida a él, vía STANFORLANT; a través del Departamento de Marina, Washington. Y era una orden presidencial que le dirigía, a él personalmente, el jefe supremo de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, con sede en la Casa Blanca, Washington.
—No puede pedirme eso —jadeó—. Nadie puede pedir una cosa así a un marino.
Pero el mensaje se la pedía, en términos inequívocos:
En el caso de que el Gobierno de Alemania Federal ponga en libertad, por decisión unilateral, a los secuestradores presos en Berlín, el
USS Moran
debe hundir al superpetrolero Freya
con su artillería, procurando por todos los medios incendiar el cargamento y reducir al mínimo los perjuicios de contaminación. Esta acción deberá realizarse en cuanto el USS
Moran
reciba la señal RAYO. Repito: RAYO. Destruya este mensaje
.
Mike Manning tenía cuarenta y tres años, estaba casado y era padre de cuatro hijos, todos los cuales vivían con su madre en las afueras de Norfolk, Virginia. Llevaba veintiún años al servicio de la Marina de los Estados Unidos y nunca le había pasado por la cabeza desobedecer una orden oficial.
Se dirigió a la portañola y contempló, sobre cinco millas de océano, la baja silueta que se recortaba contra el sol naciente. Pensó en sus granadas a base de magnesio, perforando la piel indefensa del monstruo, penetrando en la masa de petróleo volátil que había en su interior. Pensó en los veintinueve hombres acurrucados debajo de la línea de flotación, a veinticinco metros bajo la superficie del agua, en un ataúd de acero, esperando el rescate, pensando en sus familias, en los bosques de Escandinavia. Estrujó el papel en la mano.
—Señor presidente —murmuró—. No sé si podré hacerlo.
De 08.00 a 15.00
«Dyetski Mir» significa «El Mundo de los Niños» y es la tienda de juguetes más importante de Moscú, con cuatro pisos llenos de muñecas, muñecos, juguetes y juegos. Comparada con sus equivalentes occidentales, las instalaciones son sencillas, y las mercancías, vulgares; pero es lo mejor que tiene la capital soviética, dejando aparte las tiendas «Beriozka», frecuentadas, sobre todo, por los extranjeros que pagan con divisas fuertes.
Por una ironía no premeditada, se halla situada en la plaza Dzerzhinsky, frente al Cuartel General de la KGB, que no es precisamente un mundo infantil. Adam Munro se presentó en la planta baja de la tienda de juguetes momentos antes de las diez de la mañana, hora de Moscú, cuando eran las ocho en el mar del Norte. Empezó a examinar un oso de nilón, como preguntándose si lo compraría para su retoño.
Dos minutos después, alguien se colocó a su lado, delante del mostrador. Adam vio, por el rabillo del ojo, que ella estaba pálida y que tenía apretados y descoloridos los gordezuelos labios.
La mujer asintió con la cabeza y empezó a hablar en voz baja, pero natural, como sin dar importancia a lo que decía.
—Pude ver la transcripción, Adam. La cosa es grave.
Cogió un muñeco que imitaba a un monito de piel artificial y, siempre sin levantar la voz, comunicó a Munro lo que había descubierto.
—Eso es imposible —murmuró él—. Todavía está convaleciente de un ataque al corazón.
—No. Fue asesinado el treinta y uno de octubre pasado, por la noche, en una calle de Kiev.
Dos vendedoras, apoyadas en la pared a seis metros de ellos, les miraron sin curiosidad y volvieron a su parloteo. Una de las pocas ventajas de las tiendas moscovitas es el poco caso que le hacen a uno los dependientes.
—¿Y esos dos de Berlín fueron los asesinos? —inquirió Munro.
—Así parece —afirmó lentamente ella—. Y ellos temen que, si escapan a Israel, celebren una conferencia de Prensa e inflijan una intolerable humillación a la Unión Soviética.
—Provocando la caída de Maxim Rudin —murmuró Munro—. No es extraño que no quiera consentir su puesta en libertad. No puede hacerlo. Tampoco él tiene alternativa. ¿Y tú? ¿Estás a salvo, querida?
—No lo sé. No lo creo. Se mostraron recelosos, aunque no dijeron nada. El hombre de la centralita telefónica informará sobre tu llamada, y el portero dirá que salí de madrugada. Y sacarán sus consecuencias.
—Escucha, Valentina; voy a sacarte de aquí. Rápidamente, en los próximos días.
Por primera vez, ella se volvió y le miró a la cara. Munro vio que estaba a punto de llorar.
—Se acabó, Adam. He hecho lo que me pediste, y, ahora, es demasiado tarde. —Se puso de puntillas y le besó ligeramente, ante los asombrados ojos de las dependientas.— Adiós, Adam, amor mío. Lo siento.
Se volvió, se detuvo un momento para sobreponerse, cruzó la puerta cristalera y salió a la calle, como había cruzado antaño el Muro para volver al Este. Desde el sitio donde estaba, con una muñeca de cara de plástico en la mano, Adam la vio llegar a la acera y perderse de vista. Un hombre envuelto en una trinchera gris, que estaba limpiando el parabrisas de un coche, se irguió, hizo una seña a su compañero sentado detrás del cristal y echó a andar detrás de Valentina.
Adam Munro
sintió
que el dolor y la ira subían a su garganta, como una bola de ácido pegajoso. Los ruidos de la tienda fueron ahogados por un zumbido en sus oídos. Apretó la mano sobre la cabeza de la muñeca, aplastando y haciendo añicos la sonriente carita bajo la cofia de blonda. Una dependienta se acercó rápidamente a él.
—La ha roto —indicó—. Son cuatro rublos.
Comparadas con el revuelo del público y de los medios de difusión, producido la tarde anterior alrededor del canciller de Alemania Federal, las recriminaciones que cayeron sobre Bonn el sábado por la mañana tuvieron la fuerza de un huracán.
El Ministerio de Asuntos Exteriores recibió un alud de peticiones, en los términos más apremiantes, de las Embajadas de Finlandia, Noruega, Suecia, Dinamarca, Francia, Holanda y Bélgica, para que fuesen recibidos sus embajadores. Todos éstos fueron atendidos, y todos ellos formularon, en la cortés fraseología de la diplomacia, la misma pregunta: «¿Qué diablos sucede?»
Los periódicos y las emisoras de radio y de televisión llamaron al personal con permiso de fin de semana, tratando de obtener la máxima información sobre el caso, lo cual no resultaba fácil. No había fotografías del
Freya
desde el secuestro, salvo las tomadas por el fotógrafo francés, que habían sido confiscadas al ser él detenido. En realidad, esas fotografías estaban siendo estudiadas en París, aunque las tomadas por las sucesivas
Nimrods
eran igualmente buenas y llegaban a poder del Gobierno francés.
A falta de noticias sólidas, los periódicos trataban de echar mano a lo que podían. Dos atrevidos ingleses sobornaron al personal del «Hotel Hilton», de Rotterdam, para que les prestasen sendos uniformes, y trataron de introducirse en la
suite
donde Harry Wennerstrom y Lisa Larsen estaban prácticamente sitiados.
Otros buscaron a ex primeros ministros, funcionarios ministeriales y capitanes de petroleros, para pedirles su opinión. Grandes sumas de dinero fueron ofrecidas a las esposas de los tripulantes, que habían sido localizadas en su mayoría, para que se dejasen fotografiar mientras pedían la liberación de sus maridos.
Un ex jefe mercenario ofreció tomar él solo por asalto el
Freya
, a cambio de un millón de dólares; cuatro arzobispos y diecisiete parlamentarios de diferentes tendencias se ofrecieron como rehenes, en sustitución del capitán Larsen y sus tripulantes.
—¿Separadamente, o en grupo? —gruñó Dietrich Busch, cuando le informaron de ello—. Ojalá estuviese William Matthews a bordo, en vez de esos treinta buenos marineros. De ser así, yo aguantaría hasta Navidad.
Mediada la mañana, los soplos recogidos por los dos astros alemanes de la Prensa y de la Radio empezaron a surtir efecto. Sus respectivos comentarios a través de la Radio y la Televisión alemanas fueron recogidos por las agencias de noticias y por los corresponsales en Alemania, y estudiados a fondo. Y empezó a circular la versión de que, en realidad, Dietrich Busch había actuado, en las horas que precedieron a la aurora, bajo una fortísima presión americana.
Bonn se negó a confirmarlo, pero tampoco lo negó. Las respuestas evasivas del portavoz del Gobierno sirvieron para que la Prensa se afirmase en su creencia.
Al salir el sol en Washington, cinco horas más tarde que en Europa, el interés se dirigió hacia la Casa Blanca. A las seis de la mañana, hora de Washington, los periodistas acreditados en la Casa Blanca pidieron una entrevista con el presidente en persona. Tuvieron que contentarse, aunque no quedaron satisfechos, con un aturrullado y evasivo portavoz oficial. En realidad, éste se mostró evasivo porque no sabía qué decir; sus repetidas preguntas al Salón Oval sólo le valieron nuevas instrucciones de que dijese a los sabuesos de la Prensa que el asunto correspondía a Europa y que eran los europeos quienes debían hacer lo que creyesen mejor, con lo que la cuestión rebotaba de nuevo contra el cada vez más indignado canciller alemán.
—¡Por mil diablos! ¿Cuánto tiempo más va a durar esto? —gritó el agitado William Matthews a sus consejeros, mientras rechazaba un plato de huevos revueltos poco después de las seis de la mañana, hora de Washington.
La misma pregunta se hacía, y no se contestaba, en docenas de oficinas de América y de Europa, aquella inquieta mañana sabatina.
Desde su despacho de Texas, el dueño del millón de toneladas de crudo Mubarraq almacenado, peligrosamente, debajo de la cubierta del
Freya
, llamó por teléfono a Washington.
—¡Me importa un bledo la hora de la mañana que sea! —gritó al secretario del director de la campaña del partido—. Quiero que se ponga al aparato. Dígale que le llama Clint Blake. ¿Entendido?
Cuando, al fin, se puso al aparato el director de la campaña del partido político al que pertenecía el presidente, no estaba de muy buen humor. Pero cuando colgó el teléfono, estaba francamente desolado. Una contribución de un millón de dólares en una campaña electoral no era grano de anís en ningún país del mundo, y Clint Blake no había hablado en broma al amenazar con retirar aquella subvención a su partido y dársela a la oposición.
Parecía importarle muy poco que el cargamento estuviese plenamente asegurado contra toda pérdida por «Lloyd's». Aquella mañana, el tejano estaba furioso.
Harry Wennerstrom estuvo casi toda la mañana hablando por teléfono con Estocolmo, llamando a todos sus amigos y conocidos en las esferas del Gobierno, de la navegación y de la Banca, para que presionasen al primer ministro sueco. Las presiones fueron eficaces y se trasladaron sobre Bonn.
En Londres, el presidente de «Lloyd's», sir Murray Kelso, encontró al subsecretario permanente del Departamento del Medio Ambiente en su despacho de Whitehall. Generalmente, el sábado no es un día en que los funcionarios británicos estén en sus oficinas; pero aquél no era un sábado normal. Sir Rupert Mossbank había vuelto apresuradamente del campo, antes del amanecer, cuando llegó de Downing Street la noticia de que Mishkin y Lazareff no serían puestos en libertad. Mostró un sillón a su visitante.
—Un maldito asunto —indicó sir Murray.
—Realmente espantoso —corroboró sir Rupert.
Hizo que les sirviesen el té, y los caballeros sorbieron la infusión.
—La cuestión es —dijo sir Murray, al fin— que se hallan en juego enormes cantidades. Cerca de mil millones de dólares. Aunque los países víctimas de la marea negra, si es volado el
Freya
, opten por reclamar los perjuicios a Alemania, y no a nosotros, todavía tendremos que soportar la pérdida del barco, del cargamento y de la tripulación. Esto representa unos cuatrocientos millones de dólares.