Su primera llamada fue para Ludwig Fischer, el ministro de Justicia que también estaba en la capital. Se había convenido en que ningún ministro saldría al campo aquel fin de semana. Su sugerencia fue aceptada inmediatamente por el ministro de Justicia. Trasladar a la pareja de la anticuada prisión de Tegel a la mucho más nueva y segura cárcel de Moabit era precaución elemental. Ningún agente de la CIA podría penetrar jamás en Moabit. Fischer telefoneó inmediatamente esta orden a Berlín.
Hay ciertas frases, bastante inocentes, que, si son empleadas por el primer encargado de las comunicaciones en clave de la Embajada británica en Moscú y dirigidas al que éste conoce como residente del SIS en la Embajada, significan en realidad: «Venga inmediatamente; algo urgente acaba de llegar de Londres.» Tal fue la frase que hizo que Adam Munro se levantase de la cama a medianoche (hora de Moscú; las diez en Londres) y cruzase la ciudad en dirección al muelle de Maurice Thorez.
Al volver de Downing Street a su despacho, sir Nigel Irvine había comprendido que la primer ministro tenía toda la razón. Comparado con la anulación del Tratado de Dublín o con la destrucción del
Freya
, con su tripulación y su cargamento, era un mal menor el hecho de poner a un agente ruso en peligro de ser descubierto. Tener que decirle a Munro lo que debía hacer, y cómo tenía que hacerlo, no le causaba ninguna satisfacción. Pero antes de llegar al edificio del SIS, sabía que era algo indispensable.
La sala de comunicaciones del sótano estaba realizando su trabajo de rutina cuando entró sir Nigel, sorprendiendo al personal nocturno. Su mensaje por télex llegó a Moscú en menos de cinco minutos. Nadie discutió el derecho del Amo a hablar directamente con su residente en Moscú en mitad de la noche. Treinta minutos más tarde, el télex de Moscú transmitió en clave el mensaje de que Munro estaba allí, esperando.
Los operadores de ambos extremos de la línea, hombres de gran experiencia, gozaban de una absoluta confianza; tenía que ser así, puesto que cursaban, como mensajes de rutina, informaciones capaces de derribar Gobiernos. Desde Londres, el télex enviaba su embrollado y seguro mensaje a un bosque de antenas de las afueras de Cheltenham, lugar más conocido por sus carreras de caballos y su colegio de señoritas. Allí, las palabras se convertían automáticamente en una comunicación cifrada y absolutamente secreta, que era enviada, sobre la dormida Europa, a una antena del tejado de la Embajada. Cuatro segundos después de salir de Londres, el mensaje aparecía claramente en el télex del sótano de la antigua casa del magnate del azúcar en Moscú.
Allí, el operario se volvió a Munro, plantado a su lado.
—Es el Amo en persona —informó, descifrando el mensaje que llegaba—. Debe de ser algo importante.
Sir Nigel tenía que decirle a Munro lo esencial del mensaje de Kirov al presidente Matthews, comunicado hacía sólo tres horas. Sin este conocimiento, Munro no podría pedir a
el Ruiseñor
que respondiese a la pregunta de Matthews: «¿Por qué?»
—No puedo hacerlo —dijo Munro al impasible operario, al leer por encima del hombro de éste. Y, cuando hubo terminado el mensaje de Londres, añadió—: Conteste lo siguiente: «Imposible, repito, imposible obtener esta clase de respuesta en tiempo señalado.» Envíelo.
El intercambio entre sir Nigel Irvine y Adam Munro duró quince minutos. «Debe de haber una manera de establecer contacto inmediato con R», sugirió Londres. «Sí, pero sólo en caso de gran urgencia», respondió Munro. «Este es un caso de
gran
urgencia», replicaron desde Londres. «Pero R sólo podría empezar a investigar dentro de unos días —observó Munro—. El Politburó no debe reunirse hasta el jueves próximo.» «¿Y las grabaciones de la reunión del jueves pasado?», preguntó Londres. «El jueves pasado, el
Freya
aún no había sido secuestrado», replicó Munro. Por último, sir Nigel hizo lo que no habría querido hacer.
—Lo siento —escribió la máquina—, pero la orden de la primer ministro es perceptiva. A menos que se intente evitar este desastre, tendrá que cancelarse la operación de traer a R a Occidente.
Munro contempló con incredulidad la cinta de papel que salía del télex. Por primera vez se veía cogido en la red de sus propios intentos de ocultar su amor por la agente a sus superiores de Londres. Sir Nigel Irvine creía que
el Ruiseñor
era un amargado desertor ruso llamado Anatoly Krivoi, mano derecha del belicista Vishnayev.
—Transmita a Londres lo siguiente —dijo, hoscamente, al operario—:
Lo intentaré esta noche. Stop. Declino responsabilidad si R se niega o es desenmascarado durante el intento. Stop
.
La respuesta del Amo fue breve:
De acuerdo. Proceda
. Era la una y media en Moscú, y hacía mucho frío.
Las seis y media en Washington, y el crepúsculo caía sobre los prados de césped al otro lado de las ventanas a prueba de balas, detrás del sillón del presidente, por lo que se encendieron las luces. El grupo reunido en el Salón Oval estaba esperando; esperando noticias del canciller Busch, de un desconocido agente en Moscú, de un terrorista enmascarado y de origen desconocido, sentado sobre una bomba de un millón de toneladas frente a las costas de Europa y con un detonador en el bolsillo. Esperando la oportunidad de una tercera alternativa.
Sonó el teléfono; la llamada era para Stanislav Poklevski. Este escuchó, cubrió el micrófono con una mano y dijo al presidente que era el Departamento de Marina, que respondía a su pregunta de hacía una hora.
Había un navío de la armada de los Estados Unidos en la zona
del Freya
. Había hecho una visita de cortesía a la ciudad costera danesa de Esbjerg y volvía atrás para reunirse con su escuadra de las Fuerzas Navales del Atlántico, que navegaba entonces al oeste de Noruega. El barco estaba ya muy lejos de la costa danesa y había puesto rumbo al Noroeste para encontrarse con sus aliados de la OTAN.
—Que lo desvíen hacia allí —ordenó eI presidente.
Poklevski transmitió la orden del jefe supremo al Departamento de Marina, el cual no tardó en enviar señales, por medio del Cuartel General de STANFORLANT, al buque de guerra americano.
Inmediatamente después de la una de la madrugada, el USS
Moran, que
estaba a mitad de camino entre Dinamarca y las islas Orcadas, viró en redondo, dio la máxima potencia a sus motores y navegó a la luz de la luna en dirección al canal de la Mancha. Era un barco de misiles dirigidos, de casi 8000 toneladas, que, aunque más pesado que el crucero ligero británico
Argyll
, estaba clasificado como destructor, o DD. Marchando a toda máquina en un mar en calma, su velocidad de casi treinta nudos le permitiría llegar a su lugar de estacionamiento, a cinco millas del
Freya
, a las ocho de la mañana.
Había pocos coches en el aparcamiento del «Hotel Mojarski», emplazado cerca del extremo de la Kutuzovsky Prospekt. Todos estaban a oscuras y vacíos, salvo dos.
Munro vio encenderse y apagarse las luces del otro automóvil, por lo que se apeó de su propio vehículo y se dirigió a aquél. Cuando se sentó en el asiento del pasajero, al lado del conductor, Valentina estaba asustada y temblorosa.
—¿Qué pasa, Adam? ¿Por qué me has llamado a mi apartamento? Pueden haber escuchado.
El la rodeó con un brazo y percibió su temblor debajo del abrigo.
—He llamado desde una cabina pública —la tranquilizó—, sólo para decirte que Gregor no podía acudir a tu cena. Nadie sospechará nada.
—A las dos de la madrugada —protestó ella—. Nadie hace una llamada como ésa a las dos de la madrugada. El vigilante nocturno me vio salir del edificio de apartamentos. Sin duda informará de ello.
—Lo siento, querida. Escucha.
Le contó la visita del embajador Kirov al presidente Matthews, la tarde anterior; le dijo que el mensaje había sido transmitido a Londres, y que le habían pedido a él, a Munro, que averiguase por qué adoptaba el Kremlin semejante actitud en el asunto de Mishkin y Lazareff.
—No lo sé —repuso simplemente ella—. No tengo la menor idea. Quizá porque aquellos animales mataron al capitán Rudenko, que deja mujer e hijos.
—Valentina, hemos escuchado al Politburó durante los últimos nueve meses. El Tratado de Dublín es vital para tu pueblo. ¿Por qué ha de ponerlo Rudin en peligro, sólo por esos dos hombres?
—No lo pone en peligro —respondió Valentina—. Occidente puede controlar la marea negra, si explota el petrolero. Y puede pagar el perjuicio. Occidente es
rico
.
—Pero hay treinta hombres a bordo de aquel barco, querida. También ellos tienen mujer e hijos. La vida de treinta hombres, contra la prisión para dos. Tiene que haber otra razón más grave.
—No lo sé —repitió ella—. No ha sido mencionada en las reuniones del Politburó. Tú sabes también esto.
Munro contempló, afligido, el parabrisas. Había esperado, contra toda esperanza, que ella pudiese tener una respuesta para Washington, algo que hubiese oído dentro de la sede del Comité Central. Por último, decidió que tenía que decírselo todo.
Cuando hubo terminado de hablar, Valentina se quedó mirando fijamente a la oscuridad, con ojos muy abiertos. El creyó ver un atisbo de lágrimas, a la pálida luz de la luna.
—Ellos prometieron... —murmuró ella—, ellos prometieron que nos sacarían a Sasha y a mí de Rumania, dentro de quince días.
—Se han echado atrás —confesó él—. Necesitan que les hagas este último favor.
Ella apoyó la frente en sus manos enguantadas, sobre el volante del automóvil.
—Me descubrirán —murmuró—. Tengo mucho miedo.
—No te descubrirán —replicó él, tratando de tranquilizarla—. La KGB actúa más despacio de lo que cree la gente, y, cuanto más alta es la posición del sospechoso, mayor es su lentitud. Si puedes conseguir esta información para el presidente Matthews, creo que podré convencerles de que os saquen de aquí, a ti y a Sasha, dentro de unos pocos días, no de dos semanas. Inténtalo, amor mío, por favor. Es la última oportunidad que nos queda de estar juntos algún día.
Valentina miró fijamente a través del cristal.
—Hubo una reunión del Politburó esta tarde —dijo al fin—. Yo no estuve allí. Era una reunión especial, fuera de programa. Normalmente, los viernes por la tarde se marchan todos al campo. La transcripción empezará mañana, mejor dicho, hoy; a las diez de la mañana. El personal ha tenido que renunciar a su fin de semana a fin de tenerla lista para el lunes. Tal vez hablen del asunto.
—¿Podrías entrar y ver las notas, escuchar las grabaciones? —preguntó él.
—¿En mitad de la noche? Me harían preguntas.
—Inventa una excusa, querida. Cualquier excusa. Di que quieres empezar y terminar pronto tu trabajo, para poder marcharte.
—Lo intentaré —aceptó ella, al fin—. Lo intentaré por ti, Adam, no para la gente de Londres.
—Conozco a la gente de Londres —dijo Adam Munro—. Os sacarán de aquí a Sasha y a ti, si les ayudas ahora. Será el último riesgo; de veras, el último.
Ella pareció no haberle oído y haber vencido, de momento, su miedo a la KGB, a verse acusada de espionaje, a las espantosas consecuencias de su captura, si no lograba escapar a tiempo. Cuando habló, su voz era completamente tranquila.
—¿Conoces «Dyetsky Mira, la tienda de juguetes? Espérame allí esta mañana a las diez.
El se quedó plantado sobre el asfalto, viendo alejarse las luces de cola del coche de ella. Ya estaba. Le habían pedido que lo hiciera, le habían exigido que lo hiciera, y lo había hecho. Él gozaba de inmunidad diplomática, para librarse de la Lubianka. Lo peor que podía pasarle era que su embajador fuese llamado al Ministerio de Asuntos Exteriores el lunes por la mañana, para recibir de Dmitri Rykov una enérgica protesta y la orden de expulsión de Adam Munro. En cambio, Valentina iba a penetrar en los archivos secretos, sin contar siquiera con la protección de un comportamiento normal y acostumbrado. Miró su reloj. Siete horas; tendría que esperar siete horas, con un nudo en el estómago y los nervios de punta. Regresó a su coche.
Ludwig Jahn permaneció de pie en la puerta abierta de la prisión de Tegel y observó cómo se perdían calle abajo las luces posteriores de la furgoneta blindada que se llevaba a Mishkin y Lazareff.
A diferencia de Munro, él no tenía que esperar más, no tenía que soportar una tensión que se estiraría a lo largo del amanecer y duraría hasta la mañana. Para él, todo había terminado.
Se dirigió sin hacer ruido a su oficina de la primera planta y cerró la puerta. Durante unos momentos permaneció de pie junto a la ventana abierta; después, echó una mano atrás y lanzó la primera pistola de cianuro hacia lo lejos, en el seno de la noche. Ludwig Jahn era gordo, pesado, torpe. Un ataque al corazón sería considerado como una posibilidad aceptable, con tal de que no descubriesen ninguna prueba de lo contrario.
Se asomó a la ventana y pensó en sus sobrinitas que estaban en el Este, al otro lado del Muro, y recordó sus caritas sonrientes, cuando el tío Ludo les había llevado sus regalos de Navidad, hacía de esto cuatro meses. Cerró los ojos, sostuvo el otro tubo debajo de la nariz y apretó el gatillo.
Sintió en el pecho un dolor terrible, como si hubiesen descargado sobre él un tremendo martillazo. Al aflojar los dedos, el tubo se escapó de ellos, cayó y repiqueteó en la calle. Jahn se dobló sobre sí mismo, golpeó el antepecho de la ventana, salió rebotado hacia atrás y se derrumbó en el interior de su oficina. Estaba muerto. Cuando le encontrasen creerían que había abierto la ventana, en busca de aire, al sentir el primer dolor. Kukushkin no se habría salido con la suya. Las campanadas de la medianoche quedaron ahogadas por el rugido de un camión que aplastó el tubo y lo hizo añicos junto al bordillo.
El secuestro del
Freya
se había cobrado su primera víctima.
De medianoche a 08.00
El Consejo de Ministros de Alemania Federal volvió a reunirse en la Cancillería a la una de la madrugada, y, cuando Dietrich Busch expuso a los ministros la petición de Washington, éstos reaccionaron de un modo que varió entre la desesperación y la furiosa indignación.
—Bueno, ¿por qué no quiere decirnos el motivo? —preguntó el ministro de Defensa—. ¿Es que no confía en nosotros?
—Él dice que tiene un motivo de importancia enorme, pero que no puede exponerlo, ni siquiera por la línea privada —respondió el canciller Busch—. Esto nos coloca ante un dilema: o creerle, o decir que es un embustero. En el actual estado de cosas, no puedo hacer lo último.