Desde los años sesenta, y en particular a lo largo de los setenta, la creciente ola de terrorismo hizo que se estableciese un procedimiento de rutina por el Gobierno inglés para hacerle frente. El organismo principal es el llamado «comité de crisis».
Cuando la crisis es lo bastante grave para afectar a numerosos departamentos y secciones, el comité, que agrupa funcionarios de enlace de todos estos departamentos, se reúne en un punto central, próximo a la sede del Gobierno, para recoger información y poner en correlación las decisiones y las acciones. Este punto central es una cámara perfectamente protegida, dos plantas más abajo de la oficina del Gabinete en Whitehall, y a pocos pasos del 10 de Downing Street, cruzando el césped. En esta habitación se reúne el United Cabinet Office Review Group (National Emergency), o UNICORNE.
Alrededor del salón de sesiones hay varias oficinas más pequeñas: una centralita telefónica, que enlaza el UNICORNE con los diversos Departamentos del Estado, a través de líneas directas que no pueden ser interferidas; una habitación de teletipos enlazados con las principales agencias de noticias; un cuarto de télex y radio y una habitación para las secretarias, con las correspondientes máquinas de escribir y copiadoras. Incluso hay una pequeña cocina, donde un empleado de confianza prepara café y bocadillos.
Los hombres reunidos bajo la presidencia del secretario del Gabinete, sir Julian Flannery, después del mediodía de aquel viernes, representaban todos los departamentos que aquél consideraba que podían verse lógicamente afectados.
En esta fase no se hallaba presente ningún ministro, aunque cada uno de ellos había enviado un representante con categoría, al menos, de adjunto al subsecretario. Correspondían a los ministerios de Asuntos Exteriores, Interior, Defensa, Departamento de Comercio e Industria, Departamento del Medio Ambiente, Agricultura y Pesca, y Energía.
Todos ellos estaban asistidos por una bandada de técnicos especialistas, incluidos tres científicos, en varias disciplinas y, principalmente, en explosivos, barcos y contaminación; el subdirector de Defensa (un vicealmirante), representantes del Servicio de Información de Defensa, de MI-5 y del SIS, un capitán de la Royal Air Force y un veterano coronel de la Royal Marine, llamado Tim Holmes.
—Bueno, caballeros —empezó diciendo sir Martin Flannery—, todos hemos tenido tiempo de leer la transcripción del mensaje radiado a mediodía por el capitán Larsen. Creo que, ante todo, deberíamos sentar algunos hechos de modo indiscutible. Podemos empezar con ese barco, el...
Freya
. ¿Qué sabemos de él?
Todos los ojos se fijaron en el técnico naval, dependiente del Departamento de Comercio e Industria.
—Esta mañana he estado en «Lloyd's» y he conseguido un plano del
Freya —
informó, escuetamente—. Lo traigo aquí. En él se detalla hasta el último tornillo.
Siguió hablando durante diez minutos, con el plano extendido sobre la mesa, describiendo el tamaño, la capacidad de carga y la estructura del
Freya
, en términos claros y lenguaje vulgar. Cuando terminó, fue requerido el técnico del Departamento de Energía. Este pidió a un ayudante que colocase sobre la mesa una maqueta de metro y medio de un superpetrolero.
—Me la han prestado esta mañana —explicó—; la British Petroleum. Es la maqueta de su superpetrolero
British Princess
, de un cuarto de millón de toneladas. Pero las diferencias de construcción son pocas; en realidad, el
Freya
sólo es más grande.
Con ayuda de la maqueta del
Princess
, señaló dónde estaba el puente, dónde tenía que estar el camarote del capitán, dónde estaban probablemente los depósitos de carga y los de lastre, y añadió que su situación exacta la sabrían cuando la «Nordia Line» pudiese comunicarla a Londres.
Los reunidos observaban su demostración y escuchaban atentamente. Sobre todo, el coronel Holmes; de todos los presentes, él era el único cuyos camaradas de armas tendrían quizá que asaltar el buque y destruir a sus aprehensores. Y sabía que aquellos hombres querrían conocer todos los detalles del
Freya
real antes de subir a bordo.
—Debo hacer una última observación —dijo el científico del Departamento de Energía—. El barco está lleno de Mubarraq.
—¡Santo Dios! —exclamó otro de los que estaban sentados a la mesa.
Sir Julian Flannery le miró, con benevolencia.
—¿Qué, doctor Henderson?
El hombre que había hablado era el científico del laboratorio de Warren Springs que acompañaba al representante de Agricultura y Pesca.
—Quiero decir —explicó el doctor, con su incorregible acento escocés— que el Mubarraq es un crudo procedente de Abu Dhabi y que tiene algunas de las propiedades del fuel diesel.
Siguió explicando que, cuando se derrama petróleo crudo en el mar, se compone de «fracciones más ligeras», que se evaporan en el aire, y de «fracciones más pesadas», que no pueden evaporarse y que son las que ven los espectadores empujadas a las playas en forma de marea negra.
—Quiero decir —concluyó— que se extendería sobre toda la maldita zona. Se extendería de costa a costa, antes de que se evaporasen las fracciones más ligeras. Envenenaría todo el mar del Norte durante semanas, privando a la vida marina del oxígeno que necesita para existir.
—Comprendo —asintió gravemente sir Julian—. Gracias, doctor.
Siguieron informaciones de otros expertos. El de explosivos, perteneciente a los ingenieros reales, declaró que, colocada en los lugares adecuados, la dinamita industrial podía destruir un barco de aquellas dimensiones.
—También es cuestión de la fuerza latente contenida en el peso representado por un millón de toneladas, sean de petróleo o de cualquier otro material. Si las brechas se abren en los sitios idóneos, el desequilibrio en la masa del buque puede hacer que éste se parta. Y otra cosa: el mensaje leído por el capitán Larsen contenía la frase «al pulsar un botón». Y la repitió. Yo diría que han debido de colocar casi una docena de cargas. La frase «al pulsar un botón» parece indicar que los detonadores deben accionarse por radio.
—¿Es posible esto? —preguntó sir Julian.
—Perfectamente —respondió el zapador, y explicó el funcionamiento del oscilador.
—Pero, ¿no podrían haber conectado hilos a cada carga, conectados también a un disparador? —preguntó a continuación sir Julian.
—Esta es otra cuestión de peso —explicó el ingeniero—. Los hilos tendrían que estar envueltos en plástico impermeable, y la lancha que transportó a los terroristas se habría hundido probablemente bajo el peso de tantos kilómetros de cable.
Otras informaciones versaron sobre la capacidad destructora de la contaminación por petróleo y sobre las escasas probabilidades de rescatar con vida a los tripulantes apresados, y el SIS confesó que carecía de datos que pudiesen llevar a la identificación de los terroristas como pertenecientes a algún grupo extranjero.
El hombre de MI-5, que era en realidad jefe adjunto del departamento C-4 de aquel cuerpo, sección exclusivamente dedicada a la lucha contra el terrorismo en Gran Bretaña, subrayó la extraña naturaleza de las exigencias de los secuestradores del
Freya
.
—Esos hombres, Mishkin y Lazareff —dijo—, son judíos. Secuestradores de un avión que quisieron escapar de la URSS y acabaron matando a un capitán piloto. Hay que presumir que los que tratan de liberarles son amigos o admiradores suyos. Esto tiende a indicar una hermandad judía. Los únicos que entran en esta categoría son los de la Liga de Defensa Judía. Pero, hasta ahora, éstos se han limitado a manifestarse y a arrojar objetos. En nuestros archivos no consta ningún judío que haya amenazado con despedazar a otras personas para liberar a sus amigos, desde los tiempos del Irgún y del Grupo Stern.
—¡Dios mío! Esperemos que no vuelvan a empezar con eso —observó sir Julian—. Si no son ellos, ¿quiénes pueden ser? El hombre de C-4 se encogió de hombros.
—No lo sabemos —confesó—. No hemos advertido desapariciones de personas consideradas como peligrosas en nuestros archivos, y no hemos hallado, en el mensaje radiado por el capitán Larsen, ningún indicio de su origen. Esta mañana pensé que podían ser árabes, o incluso irlandeses. Pero ninguno de éstos levantaría un dedo para salvar a unos presos judíos. Nos movemos en la oscuridad.
Entonces llegaron unas fotografías, tomadas por el
Nimrod
una hora antes, y en algunas de ellas se veía al centinela enmascarado. Fueron minuciosamente examinadas.
—MAT 49 —observó brevemente el coronel Holmes, estudiando la metralleta que sostenía en brazos uno de los hombres—. Es francesa.
—¡Ah! —exclamó sir Julian—. Tal vez tenemos algo por fin. ¿Podrían ser franceses esos tipos?
—No necesariamente —respondió Holmes—. Esas cosas se pueden comprar en los bajos fondos. Y los de París tienen fama por su afición a las metralletas.
A las tres y media, sir Julian Flannery suspendió la sesión. Se convino que el
Nimrod
seguiría volando sobre el
Freya
hasta ulterior aviso. El subdirector de Defensa propuso, y se aceptó, enviar un barco de guerra que tomase posiciones a poco más de cinco millas al oeste del
Freya
, para el caso de que los terroristas intentasen escapar amparándose en la oscuridad. En tal supuesto, el
Nimrod
los localizaría e informaría a la Marina de su posición. El barco de guerra capturaría fácilmente la lancha, ahora atada al costado del
Freya
.
El Foreign Office pediría a Alemania Federal y a Israel que le tuviesen informado de sus decisiones en lo tocante a las exigencias de los terroristas.
—A fin de cuentas, no parece que el Gobierno de Su Majestad pueda hacer gran cosa en el momento actual —observó sir Julian—. La decisión corresponde al primer ministro israelí y al canciller de Alemania Federal. Personalmente, creo que lo único que pueden hacer es enviar a esos desdichados jóvenes a Israel, por muy repugnante que sea la idea de tener que ceder a un chantaje.
Cuando los otros hubieron salido, sólo el coronel Holmes permaneció en la estancia. Se sentó de nuevo y contempló la maqueta del petrolero de un cuarto de millón de toneladas que tenía delante.
—¿Y si no lo hacen? —preguntó, hablando consigo mismo. Cuidadosamente, empezó a medir la altura de la borda de popa sobre el agua.
El piloto sueco del reactor estaba a cinco mil metros sobre las islas Frisias, preparándose para aterrizar en el aeródromo de Schiedam, en las afueras de Rotterdam. Se volvió y dijo algo a la mujercita que llevaba como única pasajera. Ella se desabrochó el cinturón y se acercó al piloto.
—Le he preguntado si quiere ver el
Freya
—repitió el piloto. La mujer asintió con la cabeza.
El reactor giró hacia el mar y, cinco minutos más tarde, se inclinó suavemente sobre un ala. Desde su asiento, pegada la cara al cristal de la ventanilla, Lisa Larsen miró hacia abajo: Allá en lo hondo, sobre el mar azul, estaba anclado el
Freya
, como una sardina gris clavada en el agua. No había ningún barco a su alrededor; estaba completamente solo en su cautividad.
Incluso desde aquella altura, a través del aire claro de primavera, pudo distinguir Lisa Larsen la situación del puente y su lado de estribor; sabía que allí estaba su marido, frente a un hombre que le apuntaba al pecho con una pistola, y con cargas de dinamita debajo de sus pies. No sabía si el hombre de la pistola era un loco, un bruto o un irresponsable. Pero sabía que debía ser un fanático.
Dos lágrimas asomaron a sus ojos y corrieron por sus mejillas. Murmuró entre dientes, y su aliento empañó el disco de cristal que tenía delante.
—Thor, querido, tienes que salir de ahí con vida.
El reactor viró de nuevo e inició su largo descenso hacia Schiedam. El
Nimrod
, desde una distancia de muchas millas en el cielo, le vio alejarse.
—¿Quién sería? —preguntó el hombre del radar, sin dirigirse a nadie en particular.
—¿Quién sería quién? —replicó un operador del sonar que no tenía nada que hacer.
—Un pequeño reactor particular que acaba de volar sobre el
Freya y
ha puesto en seguida rumbo a Rotterdam —dijo el del radar.
—Probablemente el dueño del barco, que ha querido echar un vistazo a su propiedad —sugirió el gracioso de la tripulación, sentado ante la radio.
En el
Freya
, los dos centinelas fruncieron los párpados para observar aquella cosita metálica en lo alto, que ahora se dirigía al Este, hacia la costa holandesa. Pero no informaron a su jefe; el aparato volaba a una altura muy superior a los tres mil metros.
El Consejo de Ministros de Alemania Federal empezó su sesión exactamente después de las tres de la tarde, en el salón de la Cancillería; como de costumbre, lo presidía Dietrich Busch. Este, también como de costumbre, fue directamente al grano.
—Dejemos clara una cosa: esto no es como lo de Mogadiscio. Esta vez no se trata de un avión alemán con tripulación alemana y con pasajeros en su mayoría alemanes, en un aeropuerto cuyas autoridades estaban dispuestas a colaborar con nosotros. Ahora es un barco sueco, al mando de un capitán noruego, en aguas internacionales; sus tripulantes son de cinco países, incluidos los Estados Unidos; la carga es de propiedad americana y está asegurada por una compañía inglesa, y su destrucción afectaría al menos a cinco naciones costeras, incluida la nuestra. ¿Señor ministro de Asuntos Exteriores?
Hagowitz dijo a sus colegas que había recibido ya corteses preguntas de Finlandia, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Francia y Gran Bretaña, sobre la decisión que pensaba tomar el Gobierno federal. A fin de cuentas, Alemania tenía presos a Mishkin y Lazareff.
—Se han mostrado lo bastante correctos para no ejercer presión alguna capaz de influir en nuestra decisión, pero estoy seguro de que considerarían con la mayor aprensión una negativa por nuestra parte de enviar a Mishkin y Lazareff a Israel.
—Si se cede una vez al chantaje de los terroristas, la cosa no acaba nunca —terció el ministro de Defensa.
—Nosotros, Dietrich, cedimos hace años en el asunto de Peter Lorenz, y lo pagamos caro. Los propios terroristas a quienes pusimos en libertad volvieron después y reanudaron sus operaciones. En Mogadiscio, les plantamos cara y triunfamos; también nos mantuvimos firmes en el caso de Shleyer, y un hombre cayó muerto a nuestros pies. Pero aquéllos fueron asuntos que sólo afectaban a los alemanes. Este es distinto. Las vidas que están en juego no son alemanas; la propiedad no es alemana. Además, los secuestradores presos en Berlín no pertenecen a ningún grupo terrorista alemán. Son judíos que trataron de salir de Rusia de la única manera que creyeron posible. Francamente, nos han puesto en un brete —concluyó Hagowitz.